Palabras pronunciadas por el faraón en su función de maestro de obras:
Yo cojo el pico.
He empuñado la azada del norte
he cavado para ti la tierra
hasta el límite del océano cósmico
para concluir tu trabajo
para la eternidad.
(Véase P. Montet, El ritual de fundación
de los templos egipcios, Kemi, 1964).
El hombre que en el templo observa una actitud intranquila, decían los sabios egipcios, es un árbol que se debilita en la soledad y en la esterilidad. Ese hombre no sabe percibir la divinidad y, por lo tanto, no llega a alcanzar su pleno desarrollo. El hombre tranquilo, por el contrario, se parece a un gran árbol que ofrece frutos maravillosos y esparce a su alrededor una sombra protectora.
El hombre que carece del sentido del templo está sometido a sus pasiones y se convierte en esclavo de sus propios límites. Poco a poco pierde la ciencia íntima que le permite disfrutar de la vida, su mirada se hace imperfecta y se reduce viéndose limitado a su propia individualidad. El alma y el cuerpo pierden vitalidad y él queda emboscado en falsos problemas. El templo es la morada sagrada donde adquiriremos conciencia de nuestra auténtica naturaleza. Pero ¿cómo accederemos a él? En primer lugar, Merikare nos enseña que debemos calzarnos las sandalias blancas, acto ritual que nos invita al recogimiento y a la purificación. Para penetrar en el lugar de la pureza por excelencia debemos sacrificar nuestra impureza. Debemos ser conscientes de que la tierra es tan sagrada como el cielo y que podemos realizar el gesto más insignificante con conocimiento de causa. Luego desarrollaremos el deseo de abrir los lugares secretos, de compartir la luz escondida del sanctasanctórum y de comer el pan en la casa de Dios.
El templo no resulta accesible al hombre profano o, mejor dicho, al hombre que profana todo cuanto toca. El vanidoso y el exaltado o «de corazón bullicioso» pertenecen a esta categoría de individuos que no quieren abordar con humildad el misterio de la vida y el misterio del templo. «Profetas, grandes y puros sacerdotes, jefes de los misterios, purificadores de Dios, sacerdotes lectores, administradores, volved vuestros rostros hacia el templo donde su majestad os colocó. No realicéis una iniciación inconveniente, no pronunciéis palabras falsas ni reveléis lo que habéis visto en el misterio del templo», se decía en el colegio sacerdotal del templo de Edfú.
Nadie puede revelar los secretos últimos del templo, pues atañen a la comunión con la divinidad. Para acceder a ella es preciso haber vivido la experiencia espiritual derivada de la práctica prolongada de los ritos y los símbolos. El supremo pecado consiste en proceder a una «iniciación inconveniente», es decir, a recibir en el recinto sagrado al ser que no alberga ningún deseo de lo sagrado y tan sólo desea saciar su curiosidad o su ambición.
Para penetrar en el templo es necesario desarrollar dentro de uno mismo cualidades de arquitecto y de constructor. En Egipto domina la voluntad de construir, de prolongar cualquier idea en una creación artística. Uno de los más célebres maestros de obras del antiguo Egipto, Amenhotep, hijo de Hapu, era precisamente un iniciado en el libro divino, que había adquirido conocimiento de las «fórmulas» reveladas por el dios Thot y se había convertido en experto en «los secretos de construir la morada de Dios».
El maestro de obras egipcio no construye sin ton ni son ni construye caprichosamente. La función que desempeña rebasa cualquier banal deseo personal. Se adapta al plano divino de los orígenes del mundo y respeta la filiación ininterrumpida que une a todos los maestros de obras. Por ejemplo, los textos afirman que el templo ptolemaico de Dandara fue construido sobre un plano que se remontaba al tiempo de las pirámides del Imperio antiguo; el templo de Edfú, también ptolemaico, podría incluso deberse al propio visir Imhotep en persona, el gran arquitecto que vivió durante el reinado de Zoser, faraón de la III dinastía.
¿Cuál sería la mejor manera de recordar que las acciones creativas del hombre son fruto de la práctica de la tradición, concebida como el conocimiento de las leyes divinas y no como un conjunto de usos y costumbres? El templo es también el lugar perfecto, el océano celeste que transporta el disco solar, que sale y se pone en él todos los días. Gracias al templo adquirimos conciencia de una creación que se realiza a cada instante. El emplazamiento de Hermópolis nos ofrece interesante información sobre este tema. Allí, según dice el gran sacerdote Petosiris, nace la luz y allí también se encuentra la cuna de los dioses. Al principio, la tierra estaba rodeada por Nun, el océano cósmico compuesto por todas las energías creativas. El templo de Hermópolis simbolizaba todos esos mitos; estaba rodeado por una muralla para proteger el huevo sagrado. Era ésta una precaución normal, ya que el proceso global de la creación está oculto en el huevo y es necesario haber superado las pruebas rituales para acercarse a él.
El que penetra en el templo penetra en el cielo, se decía en Edfú. El templo es, al fin y al cabo, «como el cielo en todas sus partes». En Medinet-Habu, el rey concedió belleza al templo y lo llenó de monumentos para que brillase como el horizonte del cielo. Estos testimonios muestran claramente que el templo egipcio es un cielo visible sobre la tierra, un cielo generador, puesto que el templo de Gurnah personificado dirigía al faraón estas extraordinarias palabras: «Yo soy tu morada y tu madre». Cuando el rey se levantaba como un sol en el horizonte oriental del cielo, el templo resplandecía ante él como si fuese de oro.
La construcción del templo permite alcanzar dos objetivos: en primer lugar, la sacralización del espacio, y luego la santificación del tiempo. A través de la arquitectura, el maestro de obras hace surgir la luz partiendo de una materia en apariencia inanimada. Aisla una parte de la tierra, donde implantará el edificio, y concentra en ese lugar un conjunto de símbolos. A través de la liturgia celebrada en el templo, el propio tiempo adquiere un valor sagrado. Cada rito se cumple en presente y para la eternidad.
El templo también era considerado como un cuerpo de luz, un horizonte luminoso que no retrocedía ante la proximidad del hombre. Era un auténtico «nivel» siempre estable que incitaba a conformar la propia existencia tal y como los dioses habían conformado a la humanidad. El papyrus Insinger precisaba que «El gran templo cae en la ruina si sus dimensiones no están de acuerdo». Esas dimensiones son las proporciones armónicas que los arquitectos medievales resumirían en «proporción musical» y los arquitectos del siglo XVI en «divina proporción». No se refieren a una simetría fría y rígida sino a la asimetría dinámica que hace del templo un ser vivo que acoge las leyes del crecimiento universal. En consecuencia, el escritor árabe Maxudi proclamaba con justa razón que los antiguos templos contenían el secreto de los minerales, los vegetales, las plantas, los animales y todo lo existente. No cabe duda de que los edificios sagrados de los egipcios son «sumas» simbólicas que nos proponen claves para comprender el mundo exterior y el mundo interior. Retomando una frase de Coomaraswamy, incluso podríamos afirmar que son la única representación posible de la «última realidad» que la conciencia humana aspira a conocer. La belleza de los templos, la profunda poesía que los habita y el sentimiento de fraternidad que nos inspiran son consecuencias naturales de su rigor simbólico.
Todo resulta claro desde el momento en que comprendemos que el templo egipcio no tiene ningún punto en común con edificios como el Sacré-Coeur de París, o la Madeleine. Es cierto, por lo tanto, que no se trata de un edificio aislado en una ciudad, abierto a la curiosidad de los turistas. El templo es el corazón vivo de la ciudad, es incluso el principio simbólico sin el cual la ciudad no existiría. En Egipto, las casas individuales se construían con ladrillos, material rápidamente perecedero, para que cada generación construyese su propia vivienda y fuese consciente de que estaba vinculada a una época concreta. Los templos, por el contrario, se construían con piedra de eternidad para atravesar los siglos y transmitir un mensaje de inmortalidad.
Nuestra vida es el camino de Dios. Casi todo el tiempo caminamos en Dios sin saberlo y sin embargo lo buscamos fuera, muy lejos de nosotros. La ciudad egipcia era la imagen de este laberinto interno que llevaba en su seno el «camino de Dios» conducente al templo. Por los barrios y callejuelas dominadas por el ruido del mundo descubrimos la serenidad que irradia desde el edificio sagrado.
Con independencia de cuáles sean nuestras convicciones, no estaremos en contradicción con el templo si somos capaces de escuchar la verdad de los demás. El maestro de obras encargado de construir un nuevo templo «reutilizaba» los elementos esenciales del antiguo edificio con objeto de asegurar una continuidad e integrar todas las «visiones» anteriores del arte sagrado. Ésta es una de las fuerzas más importantes de la antigua civilización egipcia: no abandonar nada ni negar nada, sino basarse en las experiencias anteriores para ir hacia adelante.
En los cimientos se colocan símbolos como la escuadra, el nivel o piedras preciosas, unos símbolos no destinados a la mirada humana sino, probablemente, a asegurar la estabilidad espiritual del edificio que reposa por entero en sus funciones creadoras. ¿Cómo no pensar en el benben, la piedra sagrada de Heliópolis de forma triangular donde se posaba el fénix? El benben era un rayo de luz corporeizado, y de esa manera aparecía ante los hombres. Esta piedra de fundación recordaba la primera mañana de la creación y simbolizaba el rayo de luz a través del cual el rey ascendía al cielo.
Delante del templo se levantan los obeliscos, que tienen como función perforar las tempestades en el cielo; esas dos agujas gigantescas, que simbolizan a las diosas Isis y Neftis, así como las montañas de Manu y de Bakhu, dispersan las tempestades y disipan las ocasionales perturbaciones que alterarían la armonía del templo.
Los leones gárgolas sobresalen de los muros del templo como vigilantes guardianes que cierran el paso a los vanidosos, al hombre «de corazón frío» y al de «corazón bullicioso». Siempre despiertos, los leones guardianes del umbral nunca relajan su vigilancia e imponen una severa prueba al que desea entrar en el recinto sagrado, exigiéndole una completa sinceridad.
Alrededor del templo se proyectaron jardines donde crece un gran número de árboles, simbólicamente alimentados por el agua celeste; en ellos se cultivan raras y preciosas plantas que servirán para fabricar perfumes y remedios. En estos jardines podemos descubrir una especie de representación del paraíso terrestre donde el hombre aprende a discernir las «esencias» de esta vida en toda su pureza. Podemos, además, asociarlos con los jardines del lago sagrado, auténtico depósito de energía cósmica, donde los responsables de la existencia cotidiana del templo se purifican cada mañana. El lago sagrado contiene el Nun, el océano de los orígenes, y el sacerdote que entra en contacto con él se despoja de su individualidad limitada para adquirir una personalidad sagrada.
En cuanto entramos en el templo percibimos que el suelo se eleva y que el techo desciende. Estas dos líneas asimétricas convergen entonces en un punto único que el iniciado descubrirá, después de varios años de estudio, en el seno del naos. El mundo de los paralelos y de la simetría ya no existe en el templo, pues era únicamente el reflejo de la apariencia. En su lugar encontrará el movimiento de las piedras vivas y del pensamiento intuitivo. Dentro del edificio sagrado, el hombre ve un suelo que simboliza la tierra negra y fecunda, columnas florales que figuran la potencia creativa del «dios verde», Osiris, y un techo en el que se ha representado un cielo sembrado de estrellas de oro. Contiene a los dioses, los signos astrológicos, las barcas divinas y el disco alado del sol, que ilumina todos los estados de la materia.
En todo momento, el egipcio se ve confrontado al carácter cósmico del edificio. Los elementos arquitectónicos manifiestan la presencia divina e incitan al hombre religioso a descubrir lo oculto debajo de lo aparente. El templo fue concebido, precisamente, como una sucesión de etapas que se abren a la conciencia.
En primer lugar entraremos en un gran patio donde el sol juega libremente. Está abierto a un gran número de personas, sacerdotes, escribas, administradores, etc. En su interior reina cierta animación y, aunque el clima profano del exterior ya ha desaparecido, todavía no estamos inmersos en la calma profunda de la sala hipóstila, donde la luz es más tenue. En ella entrarán tan sólo los «purificados» que tratan de comprender el sentido profundo de los jeroglíficos. Las columnas de las salas hipóstilas recogen textos sagrados que los hombres madurados por la experiencia de los ritos examinan con el mayor rigor. El templo termina en la oscuridad del naos, el sanctasanctórum, donde reina la presencia divina envuelta en el misterio. Sólo el rey accede al naos. De manera simbólica nos invita a recrear conscientemente la realeza que virtualmente cada hombre alberga dentro de sí.
¿A qué obedece la existencia del templo? A la necesidad de armonía de la sociedad humana, responde el antiguo Egipto; sin el templo, los hombres están condenados a subsistir según su gusto y capricho y se olvidan fatalmente de lo esencial para su vida interior. En Karnak, en uno de los ladrillos de la puerta norte de la muralla de Amón, se ha descubierto un signo jeroglífico de cobre que puede traducirse como «regir, gobernar». Ésa es la función primordial del templo: regir la conducta de la humanidad, es decir, ofrecerle el sentido de la realeza, gobernarla para otorgarle una base inmutable sobre la cual puedan alzarse los más bellos edificios del espíritu, el alma y el cuerpo.
Existe además un aspecto «técnico» que no podemos soslayar: como han demostrado Serge Sauneron y Philippe Derchain, el templo egipcio era una especie de fábrica atómica destinada al mantenimiento de la creación, una central de energía espiritual en la que trabajaba un reducido número de sabios muy cualificados que procuraban la libre circulación del espíritu mediante la aplicación de las leyes del mundo celeste en la tierra.
¿Qué cualidades se les exigía a estos especialistas? En primer lugar, dedicación constante a lo divino; luego, un gran rigor en la expresión de los rituales y de los textos sagrados, y por último, una voluntad firme de pureza. El Egipto de los templos rechazó los compromisos fáciles: reconocía que el hombre aislado es un minúsculo transformador de energía y que para conseguir que realmente «circule» el potencial otorgado por los dioses se necesita un transformador inmenso, en este caso el templo. El templo resulta ser una formidable concentración de fuerzas divinas, mantenidas en espíritu por los sabios, cosa que excluye a cualquier aficionado.
Vale la pena que ilustremos estas nociones. Un relato de fundación, significativo por su dimensión simbólica, nos proporcionará un buen ejemplo.[9]
El tercer día del tercer mes de la estación de la inundación, durante el reinado del rey del Alto y el Bajo Egipto «Que-el-Ba-de-Luz-cumpla-sus-mutaciones», el hijo de la Luz, Sesostris, de Verbo justo, que vive eternamente: el rey apareció, portador de la doble corona, y sucedió que el Uno ocupó su lugar en la sala del consejo y el Uno pidió consejo a sus fieles, los compañeros del palacio y los magistrados, en el lugar del secreto. El Uno dirigió, ellos escuchaban. El Uno pidió consejo e hizo que revelasen su pensamiento. «Ved, mi majestad decreta la obra y piensa en un don para el tiempo por venir a fin de que erija un monumento y decretos duraderos para el dios Harakhti. Él me creó para que hiciera por él lo que debe hacerse, y realizara lo que me ordenó realizar. Ha hecho de mí el pastor de esta tierra, pues él sabía que la mantendría en armonía para él. Todo se ha realizado según su deseo […] Yo soy un rey que él ha llevado al Ser, un soberano […] Yo era ya un conquistador cuando sólo era un pájaro joven, yo ya era grande dentro del huevo […] Él me hizo inmenso, para que fuese el Señor de las Dos Mitades, cuando yo era niño, antes de que me librara de mis enfajaduras [pañales]. Él me instituyó como señor del pueblo, me creó […] a la vista de la humanidad y me rehízo para ser el habitante del palacio, cuando aún no había nacido, antes de que yo apareciera entre las piernas. Él me dio la tierra en toda su anchura y extensión, y se me educó para ser un “Si él es él conquista”. Me dio la tierra y yo soy su señor. Mi poder alcanza los cielos.
»Es justo trabajar para él lo que él me dio, y contentar a Dios con lo que él ha dado. Soy como su hijo y su protector; él me ordenó conquistar lo que él ha conquistado. Soy el guardián del templo, Horus […] Yo decido las ofrendas de alimentos a los dioses, y realizo la obra para mi padre Atum en la gran sala.
»Yo actúo para que él la posea, tan amplia como él me ordenó conquistarla]. Yo abastezco su altar sobre la tierra. Conduzco mi casa en su vecindad. Así se recordará mi belleza en su casa; mi nombre será la piedra benben, y el lago mi monumento. Si se actúa a favor de la armonía por él, se obtiene la eternidad […]».
Y los chambelanes del rey hablaron y pidieron ante su Dios: «El Verbo está en tu boca, la intuición está en ti. Oh, soberano, tu designio va a cumplirse. Oh, rey, que has aparecido como principio unitario de las dos tierras, para que […] en tu templo. Es algo excelente dirigir la mirada hacia mañana […] La humanidad no hará nada sin ti, pues tu majestad es el ojo de todos los hombres. Tú eres grande cuando eriges tu monumento en la ciudad de luz, la sede de los dioses, delante de tu Padre, el señor de la gran sala, Atum, el toro de la enéada.
»Erige tu casa, dale la piedra de sacrificio, que sirva a la estatua […] para toda la eternidad».
El propio rey dice al canciller y al primer chambelán, gran intendente de las dos casas del oro y de la plata, que está por encima de los misterios de las dos serpientes-diademas: «Tu consejo conseguirá que la obra se cumpla […] Advendrá a la realidad lo que mi majestad desea en conciencia. Tú serás el dirigente, uno que actuará en armonía con lo que alberga mi corazón, vigilante para que se realice sin demora, y que toda la obra pertenezca a eso […] Los que actúan son dirigidos por la obra según lo que tú ordenas».
El rey, portador de la diadema y de las dos plumas, apareció acompañado por todo el pueblo. El ritualista y el escriba del libro divino ejecutaron los pases rituales y practicaron las ceremonias de fundación.
Luego su majestad hizo que el escriba real de los anales se presentase ante el pueblo que perseveraba en la unidad, más allá del Alto y Bajo Egipto.
Así se expresa este texto, que establece un estrecho vínculo entre la realeza y la construcción del templo. Cuando el Uno, simbolizado por el monarca, aparece en el trono, reúne las «dos mitades» y se convierte en el maestro de obras para construir un lugar santo que mantendrá a su pueblo en la senda de la unidad.
Podríamos añadir a este relato tan elocuente una imagen: cuando el viento de la mañana estremecía el agua del lago sagrado al amanecer con el aliento de vida renacía el mundo, y el hombre de Egipto despertaba a su realidad inmortal.