CAPITULO IV
Ritual y misterio del nacimiento

Recitar sobre el torno las palabras de Khnum: después de haberte modelado con mis propias manos, creo tu cuerpo como cuerpo divino, y aumento tu perfección. Yo hago que tu duración sobrepase la duración del lejano cielo. Mientras el cielo dure, tú eres rey.

(Daumas, Les Mammisis, 409).

No existe ningún símbolo al que el pensamiento egipcio concediera tanta importancia como al símbolo del nacimiento de lo divino, magníficamente expuesto en el ritual que aparece en la obra de François Daumas, Les Mammisis des temples égyptiens (Les Belles-Lettres, 1958). Se trata de una revelación fundamental, ya que el nacimiento de la divinidad entraña también la aparición de la conciencia en el hombre y, más si cabe, la de la armonía en la comunidad de los seres vivos. El símbolo, en el contexto de la espiritualidad faraónica, es indisociable del rito; éste ha registrado todas las etapas que conducen desde la concepción de la divinidad hasta su manifestación. Basándonos en el estudio de Daumas, haremos ahora algunas observaciones de carácter general sobre este misterio.

El lugar donde se desarrolla el misterio es la sala donde se da a luz (sala de partos), que los maestros de obras consagraban a la divinidad Madre y a su hijo. La Madre reúne en ella todos los aspectos de la naturaleza creadora (la naturaleza naturante de la Edad Media) y de la naturaleza manifiesta (la naturaleza naturada); ella es ese inmenso «depósito» de los posibles de donde continuamente brotan los elementos indispensables al buen funcionamiento del mundo. Desde esta perspectiva, su hijo es el agente creador que hace perceptibles a la humanidad las riquezas espirituales y materiales de la Madre. Por eso, el hijo de la diosa sólo puede ser el rey, sea cual sea el nombre particular que se le dé. Hijo de la «mujer negra y rosa», hijo del cielo, él es el Oriente de la vida gracias al cual la sociedad purifica sus deseos y gracias al cual el hombre sustituye su voluntad de poder por el dinamismo vital. El rey es emanación de la Madre, cuya verdad cósmica prolonga; a través de él, la tierra se regenera y el cielo se convierte en un Nilo fecundo donde se unen las estrellas y los astros en una misma transparencia.

Uno de los superiores de la sala del nacimiento divino es incontestablemente el enigmático dios Bes, que velaba porque el parto de la diosa se desarrollase sin incidentes. El enano, que nos parece grotesco porque lleva una máscara como Dionisos, conseguía calmar a la diosa furiosa que amenazaba con destruir el mundo. Los ritos mágicos basados en la música permitían a Bes desempeñar tan difícil tarea; era capaz de disipar todo tipo de excesos y protegía con eficacia a las parturientas. Es interesante señalar que se han descubierto fetos nacidos prematuramente, amortajados dentro de una estatua de madera, a la que el escultor modeló con la forma del dios Bes.[8] Esto significa que Bes daba la vida más allá de la muerte, santificando cualquier germen de existencia y prolongando en la eternidad lo que parecía condenado en el tiempo. Bes es «el que hace crecer», es decir, el iniciador, el que nos introducía en el conocimiento de los misterios. Si es cierta nuestra hipótesis de que el rostro de Bes es en realidad una máscara, su función de iniciador se revela todavía más evidente pues, como ha escrito W. Otto, la máscara es «el símbolo más potente de la presencia. Todo él es encuentro y nada más que encuentro, puro frente a frente». (Dyonisos, pp. 97-98).

Abordemos ahora directamente el ritual del nacimiento divino, que no lo olvidemos, es también el de nuestro nacimiento a una visión divina de la realidad.

El dios Amón ocupa su trono. Thot dialoga con él en presencia de la gran enéada. Amón expresa su alegría, y Thot le pide que vaya a ver a su hijo. «Tu corazón estará feliz —le dice— cuando te encuentres con su cuerpo en vida y estabilidad. Tú fortalecerás a tu sucesor sobre la tierra». Los dioses de la enéada le conceden la expansión del corazón, la fuerza para salir vencedor, los años de eternidad, el amor y el poder, la totalidad del país. Esta escena, que la Edad Media recuperó a través del mito de las hadas que se inclinan sobre la cuna del recién nacido para dispensarle toda clase de favores, es la preparación mágica de la creación. Amón, principio oculto de todas las cosas, se prolonga en Thot, principio de la formulación de lo sagrado y de la «actualización» de las palabras divinas. Su diálogo supone una conmoción cósmica; de golpe, las fuerzas más profundas de la creación empiezan a hablar. En el hombre se despierta una naturaleza inmortal que establece una unión con la inteligencia. Es una especie de «chispa» que bruscamente cambia el curso de las cosas. Con el diálogo de Amón y de Thot abandonamos el mundo de los fenómenos para entrar en el del cosmos. Esta conclusión se ve fortalecida por la presencia de la enéada, la comunidad simbólica de las nueve divinidades que constituyen el núcleo interno de cualquier vida. La enéada desempeña su función primordial, ya que «infunde» el espíritu del futuro niño-rey concediéndole una serie de cualidades que son mucho más que regalos u ofrendas materiales. La «expansión del corazón», una expresión muy frecuente, es la alegría de vivir inherente a la función real; no se trata de un mero sentimiento sino de un intenso resplandor comparable a la luz del sol a mediodía. El rey será perpetuamente «de corazón expandido» porque es el receptáculo de la alegría cósmica resultante de las incesantes mutaciones de las fuerzas celestes. El don de las ofrendas de alimentos consiste, por supuesto, en viandas pero no se limita a esta idea elemental; el alimento en cuestión es el sustento vigilante del «fuego secreto», la ofrenda que establece el vínculo indispensable entre el cielo y la tierra. El faraón, gran maestro de la ofrenda, es el mediador por excelencia que reconstruye cada día el «puente» entre la humanidad y su Principio. Por esta razón se le someten todas las tierras, consideradas como otras tantas expresiones particulares que comulgan en la unidad del rey.

Se ha dado el impulso primordial. Por voluntad del Principio, la enéada crea el núcleo interior del futuro rey, su «médula espinal», y Thot, la inteligencia cósmica, hace tangible esta creación a través del Verbo.

En ese momento entra en escena la diosa Hator. Aparece sentada sobre un lecho con cabeza de león, frente a Amón, que ha elegido la misma postura. El dios declara que se une a la diosa por «expansión del corazón», gozándose de su rocío, de su perfume y del olor que emana de su cuerpo. «Heme aquí —dice Amón—, que establezco sólidamente a tu hijo, para que él una la herencia del doble país, para que embellezca los templos de los dioses y modele sus estatuas». La diosa, maravillada de la «salida» del gran dios, observa que a sus palabras les sigue de inmediato una creación. Según afirma un pensamiento expresado con frecuencia en los textos, la «palabra justa» no es solamente una fuerza que crea la realidad: es la realidad misma, el ser por excelencia que se desarrolla a continuación en todos los reinos. Podríamos decir que las divinidades son las síntesis perfectas que unen las «palabras justas», que el faraón percibe y transmite a la comunidad de los seres vivos. El divino perfume del cuerpo de la diosa llena el universo con su magia para que Amón hable, para que establezca firmemente al rey como un templo, ese rey que será en primer lugar el constructor de los templos donde se grabarán las palabras de los dioses. Todo en el matrimonio del dios con la diosa es un juego de sutiles resonancias, de potencias impalpables que una tercera divinidad, el carnero Khnum, deberá hacer más concretas. Amón le ordena que modele al rey en su torno de alfarero y lo cree a imagen de su perfección. «Yo hago girar al rey —asegura el carnero— a imagen de tu persona». El alfarero celeste hace nacer un cuerpo divino, una realeza tan duradera como el cielo al que engendra. En ningún caso podríamos circunscribir una acción de este tipo a fenómenos históricos; se trata de un nacimiento en eternidad, de una «llegada real al instante» que la tradición simbólica celebra desde los Textos de las pirámides hasta el maestro Eckhart, autor de frases tan cercanas al pensamiento egipcio como ésta: «Existe una acción interior que no limitan ni el tiempo ni el espacio; y, en esta misma acción, algo divino y semejante a Dios que ni el tiempo ni el espacio circunscriben, presente y siempre igual» (13.ª consideración del Libro del divino consuelo).

Tal y como especifica un texto de Edfú, la obra de Khnum no se cumple esporádica o definitivamente. El alfarero «nunca se cansa de dar vueltas al torno, su obra no terminará nunca». Su creación no es la culminación de un proceso sino el germen de vida más puro; segundo a segundo, el carnero alfarero modela al rey en su torno.

Vale la pena que nos detengamos a analizar con más detalle un hecho tan sorprendente. En primer lugar, la elección del torno no es en absoluto arbitraria, pues este instrumento de creación es una manifestación continua de la espiral y del círculo. Se trata de una de las más claras expresiones del movimiento surgido del trabajo consciente del artesano. Dicho de otro modo, el faraón es «el rey en movimiento», el rey en el corazón de un movimiento evolutivo que nunca se detiene.

Quienes se refieren a Egipto como una civilización estática han confundido agitación y movimiento. Las civilizaciones decadentes son confusas y perturbadoras, y ofrecen el espectáculo de hechos múltiples y contradictorios especialmente llamativos para el historiador. La civilización faraónica no se ofrece en espectáculo, sino que adopta el ritmo de un movimiento interior nacido de lo inmutable. Gracias a que el faraón nace a cada instante del cubo inmóvil de la rueda, puede conferir vida y dinamismo a Egipto. En la persona del rey se alían un «cuerpo inmortal», perfecta imagen de Dios, y un «cuerpo mortal», perfecta imagen de la humanidad. Estos dos cuerpos son a la vez eternidad y cambio, perfección e imperfección, espíritu y carne. Además, el eterno trabajo del alfarero demuestra que considera al faraón como al niño al que hay que modelar. Este aspecto de «niño eterno» del rey está muy cerca de la minúscula «chispa divina» del hermetismo, y del «pequeño rey» alquímico que subyace en nuestra conciencia. Él es «el que muere fácilmente», según la tradición indoeuropea, y que no obstante es inmortal. La debilidad de los hombres sólo puede oscurecerlo, no matarlo. Si Khnum vela por restaurar perpetuamente al faraón como niño es porque desea ofrecerle una mirada siempre nueva, una vida abierta a las mutaciones del universo. El faraón es ese niño de luz, tan minúsculo que a veces se hace invisible, tan gigantesco que puede contener a la humanidad en su seno. Retengamos la idea de que el nacimiento del niño real no tiene lugar en el tiempo sino que es fruto del instante.

El papel del cordero Khnum no acaba ahí. Khnum invita a Hator, cuyo nombre significa «templo de Horus», a acudir al palacio para tenderse en el lecho del parto. Mientras el conjunto de las fuerzas creadoras se recoge, Amón se acerca a la diosa para transmitirle los hálitos emanados desde «todo el orbe [que describe] el ojo de la majestad del Señor del cielo».

Resulta en extremo curioso que las escenas, a pesar de estar representadas con todo detalle, plantean un problema considerable: ¿cuándo se produce el nacimiento del niño-rey? ¿Antes o después de que su padre lo «reconozca» oficialmente? Este tipo de interrogante desarma nuestra lógica, pues nos parece evidente que el padre sólo puede reconocer al niño una vez ha nacido y está presente ante él. En la realidad egipcia no hay nada menos seguro que esa lógica; nuestros esquemas temporales reposan esencialmente en el fenómeno de la sucesión de acontecimientos, en un «orden» que creemos científicamente probado. El pensamiento religioso del antiguo Egipto no reconoce este «desglose», pues cree que refleja insuficientemente el surgimiento perpetuo de lo divino. Tal y como escribe Aldred al hablar de las «formas» del dios Amón, «todos esos aspectos existían conjuntamente en la misma dimensión y estaban igualmente presentes en el mismo momento». (Akenatón, 155).

El nacimiento del niño-rey y su reconocimiento por parte de Dios se producen, por lo tanto, en el mismo instante y, cuando Amón le dice a la diosa madre: «Toma a tu hijo al que amas; él desempeñará la función real», crea una verdad total, abarcadora, en la que se confunden nacimiento y legitimación. En otras palabras, todo nacimiento «sembrado» por los dioses y sometido a su control adquiere valor cósmico; el hijo se parece al padre «señal a señal».

Viene entonces el amamantamiento realizado por las diosas, un amamantamiento que se revela indispensable para hacer frente al mundo manifiesto con sus pruebas. La tradición faraónica nunca consideró a sus reyes como puros espíritus; su tarea consistía también en luchar en el corazón mismo de la materia, en medio de los defectos humanos para reorientar todo lo que se había desviado. El símbolo del amamantamiento divino, basado en uno de los más hermosos actos de amor de la creación, alude al mundo de arriba y al mundo de abajo. La leche transmite una inmensa virtud: la posibilidad de rejuvenecer eternamente. Esta cualidad está relacionada con el tema del niño inmortal que subsiste en el rey con independencia de su edad, un niño que simboliza la inmortalidad en su aspecto más regenerador.

El trono vuelve a florecer, el nuevo rey sale del océano primordial, las tierras permanecen sometidas bajo sus sandalias; por la gracia de la enéada, el rey gobierna la tierra de Egipto y el desierto. El faraón reina sobre un territorio cotidianamente modelado por la mano de los hombres y también tiene a su cargo regir la existencia de la tierra no cultivada y salvaje y el amenazante desierto. Ya hemos insistido en esta idea en otro lugar. Dado que los dos señores son uno, el faraón no se desentiende de ninguna realidad. Él es la imagen viviente del «soberano bien» que engloba al mismo tiempo el bien y el mal; él es templanza y violencia, calma y tempestad y, además, él es el tercer término de donde nacen y a donde vuelven todas las dualidades del mundo aparente.

Al faraón recién nacido, la enéada le concede, una vez más, una dimensión cósmica especialmente destacada pues, efectivamente, el monarca recibe los dones de doce «genios» macho, los ka, y de doce «genios» hembra, las hemesut. Desde la salvación hasta la eternidad, desde el renacimiento permanente hasta la plena realización de la personalidad real, de la victoria sobre la adversidad a la alegría, los propios dones palidecen ante la plenitud que representan.

Una vez que el rey ha asumido esta responsabilidad, entra entonces en contacto con él una divinidad de primer rango. Es el dios Heka, uno de los dirigentes de la Casa de la Vida, donde inspira a los redactores de los libros sagrados. Heka posee las claves de la magia, que constituye el saber esencial del rey. No confundamos, sin embargo, magia y artificio; Heka enseña al faraón las estructuras ocultas de la vida, las formas más secretas de creación. Le proporciona el sentido de las escrituras santas donde la tradición registra los conocimientos indispensables a la realeza.

Una observación capital que no debemos pasar por alto: el rey está obligado a ver a Heka, es decir, según la terminología egipcia, a crearlo. El faraón, por consiguiente, no se limita a registrar una «magia» preexistente, un «saber» acabado, sino que con su propio nacimiento trae al mundo un nuevo estado del ser para el universo entero, una nueva aproximación al conocimiento. Si realmente preexiste un faraón ideal que es la síntesis de todas las fuerzas divinas, a este modelo lo «acompaña» un faraón encarnado vinculado con la época concreta en que aparece. Conservando los fundamentos tradicionales de la civilización, los adapta, los modela según su tiempo y los «ajusta» a la mentalidad de sus contemporáneos. Un rey al que le bastara el encuentro con el dios Heka sería un simple tradicionalista al que en seguida superarían los acontecimientos; en cambio, el faraón que crea a Heka al recrearse a sí mismo recupera la potencia original de la magia y disfruta de la inmensa fuente de los «archivos de luz» de donde extraerá las directrices divinas.

«He aquí que el oro ha engendrado al hijo que amáis», declara Thot a la enéada. De este modo registra un auténtico proceso «alquímico» pues, bajo la vigilancia de los dioses, la sustancia divina se ha transformado en un ser real que los representará sobre la tierra. No podríamos imaginar misión más importante, como incesantemente nos recuerda la doble corona que une el rojo y el blanco. La diosa Sechat, la señora de la Casa de la Vida, asegura al rey muchos años de eternidad, expresión que no significa una larga vida sino años en que se incluye la eternidad, años en los que hay inscrita una cualidad intemporal. Probablemente sea ésta una de las ideas de la civilización egipcia más difíciles de captar en su justo sentido; en el desarrollo natural del tiempo, el ciclo forja la ley. Vuelven las estaciones, y las actividades del hombre se adaptan a su curso. Los «años de eternidad» del rey no responden a este criterio; son años fecundados por una especie de instante de gracia permanente que es la presencia divina concebida como un «estallido» de apenas un segundo de duración y sin embargo eterno.

En este sentido son esenciales las palabras pronunciadas por Sechat, «que ha empezado a escribir libros entre las diosas». «He distinguido tus años sobre la tierra como Ra para que renueves tu ciclo como señor de la intemporalidad. He entrado en el santuario de la concepción […] para darte la tierra productiva y todo lo que hay en ella. Yo inscribo los años de tu hijo en expansión del corazón. Yo le prescribo una realeza hasta los límites del tiempo. Soy la señora de la escritura, la señora de la magia, la señora de las diosas».

Sorprendente visión de la realidad última donde se armonizan las nociones de realeza, de eternidad, de tierra que engendra, de «corazón expandido» para acoger todas las expresiones de la vida. Sechat, que simboliza el «pulso» intelectual de Egipto en compañía de Thot, entroniza realmente al faraón como maestro espiritual.

Maestro espiritual no significa dispensador de doctrina. El faraón no tiene nada que imponernos ni dogmas que defender. Si algunos egiptólogos han lamentado la ausencia en Egipto de un libro sagrado definitivo como la Biblia o el Corán, nosotros, por el contrario, pensamos que un documento de tales características habría traicionado la institución real. El faraón surge de lo más profundo del misterio del nacimiento divino; él es el Ser que nos orienta hacia el misterio por naturaleza, el que no se explica con «mandamientos». No aspira a revelar ni a describir el misterio sino a inculcar su sentido e introducir en nosotros el germen del renacimiento. «Gracias a la magia de los ritos —concluye Daumas—, el mundo acababa de recuperar las fuerzas vivas que permitieron que el orden creador prevaleciera sobre la primordial confusión del caos». Orden creador, sí, pero no un sistema rígido. En el nacimiento del rey, es el misterio lo que brilla con todo su esplendor, no el hombre enmarañado en una explicación. La tiniebía luminosa, insoportable para las miradas, baña el mundo con su resplandor, un mundo en que el faraón, hijo de la Luz, se dispone a iniciar su obra.