Han llegado los hermosos días, un señor ha aparecido en todo el país, y la oposición ha vuelto a ocupar su lugar; el rey del Alto y el Bajo Egipto, señor de los millones de años, tan grande en la realeza como Horus, ha inundado Egipto de fiestas… ¡Qué todo hombre de bien venga y lo vea! La justicia ha derrotado a la mentira; el pecado ha caído de bruces; la avidez de las personas ha sido amansada.
El Nilo se eleva muy alto, los días son largos, las noches tienen sus horas, la luna llega con exactitud, los dioses están satisfechos y felices. Vivimos llenos de admiración y en la alegría.
Papyrus Sallier, 1,8,7-10
Que lo diga Nut [la diosa del cielo], grande en su resplandor:
El rey es mi hijo mayor
que abre mi vientre.
Él es aquél al que yo amo,
y estoy en armonía con él.
(Pir. § 1).
Estas frases de los Textos de las pirámides nos introducen en el núcleo de un tema esencial: el papel fundamental que el faraón, en su condición de hijo del cielo, desempeñaba en el gobierno de la sociedad egipcia. A primera vista, el problema resulta sencillo: Egipto es una sociedad teocrática, el rey posee plenos poderes y distribuye sus órdenes entre una nube de funcionarios más o menos ambiciosos que cumplen con celo su cometido. De esta relación de fuerzas, establecida como tal por los historiadores, fatalmente surgen conflictos de los cuales saldrá fortalecida o debilitada la autoridad monárquica.
Un gran número de obras parten de esta composición de lugar para formular una historia política de la civilización egipcia utilizando los textos en un sentido materialista que corresponde a nuestra actual visión de los fenómenos sociales. El faraón, sin embargo, es hijo de Nut y de Geb, es decir, hijo del cielo y de la tierra.
Está formado por estos dos principios espirituales y prolonga sobre la tierra su armonía cósmica. Nos gustaría estudiar la sociedad faraónica desde esta perspectiva, prescindiendo de las reconstrucciones políticas que, a nuestro entender, se apartan de la realidad egipcia. Muchos eruditos afirman que los epítetos aplicados al rey sólo son figuras retóricas sin relación con los hechos; nosotros, por el contrario, creemos que los textos poseen un gran rigor y jalonan el itinerario del estudioso que acepta tomarlos en serio.
En un diálogo con Ptah, dios de los artesanos, Ramsés II reconoce que el dios le ha instalado en el trono y que ha creado su realeza por decreto. El rey es también el heredero de la creación total; herencia que aparece claramente consignada en un acto de donación oficial que el faraón conserva con sumo celo en los archivos de su conciencia. En su calidad de verdadero ejecutor testamentario de la divinidad, el faraón no se limita a gozar plácidamente de las increíbles riquezas recibidas sino que en seguida entra en una red de deberes, y los dioses velan por la buena aplicación de sus órdenes. «Geb no comete un acto inarmónico hacia su heredero que hereda», a condición de que el heredero respete los términos del testamento cósmico.
Como bien advertimos, el rey no se presenta como un déspota entregado a satisfacer sus placeres. Al asumir la dirección del Estado se convierte en el fiel servidor de los dioses, que unas veces son padres y otras hermanos. Padres porque son otras tantas «causas creadoras» que engendran el principio de realeza antes de que ésta se encarne en el hombre; hermanos porque acompañan siempre al faraón en las acciones más cotidianas. Los textos nos enseñan que por las venas del faraón no corre la sangre sino el oro de los dioses y diosas. Por eso posee «la salud en sus miembros», una salud que no responde a una simple buena condición física sino a una conformidad permanente con el orden vital del cosmos. Tal como se le dice al rey:
Tus brazos son Atum,
tus hombros son Atum,
tu vientre es Atum,
tu espalda es Atum,
tus partes posteriores son Atum,
tus piernas son Atum.
(Pir. § 135).
Existen numerosos textos que identifican cada parte del cuerpo del faraón con otras tantas divinidades. En otras palabras, el gobierno central de Egipto a partir del cual se constituye la sociedad egipcia no puede confundirse con un individuo omnipotente que impone una autoridad de derecho divino. Este gobierno central es un hombre comunitario, un hombre cuyo cuerpo está formado por el conjunto de dioses y diosas. El rey es la boca que habla el lenguaje de los dioses, es técnicamente per âa, «la gran morada», donde el ser divino, uno y múltiple, mora en toda su realeza. Afirma el faraón:
Celebraré los ritos en todos los lugares,
de verdad,
mientras los dioses estén sobre la tierra.
(Abydos I, pl. 42 B).
Aquí vemos claramente definido el primer deber social del rey: celebrar los ritos en todo el país, animar cada uno de los santuarios con el soplo divino del que él es depositario. En Egipto se considera que una sociedad sin ritos es tan sólo una concentración inconexa de individuos que nunca conseguirán vivir juntos. Los ritos pueden celebrarse porque los dioses están sobre la tierra. El faraón tiene a su cargo el mantenimiento de la condición divina de la tierra de los hombres para que las fuerzas celestes no se alejen.
El faraón es precisamente quien mejor conoce el gran secreto de la armonía social, el arte de adorar a los dioses. En los Textos de las pirámides encontramos una frase enigmática donde se nos dice que Horus hace que se congreguen los dioses para el rey «en el lugar de donde partió». (Pir. § 24); la muerte de un rey justo —o, más exactamente, el final de un momento de la realeza— deja aquí abajo una «impregnación» divina que excluye la ausencia de potencias cósmicas. No hay parte alguna de la persona real que se vea privada de Dios y, del mismo modo, no existe sobre la tierra celeste creada por el faraón ningún lugar que se vea privado de lo sagrado.
Hotep di nesu, «ofrenda que da el rey», es una expresión tan frecuente que la mayoría de los traductores no presta atención a su significado profundo. Sin embargo, simboliza la totalidad del culto que el faraón rinde a los dioses; a los dioses y a los hombres espiritualizados, puesto que el propio rey en persona garantiza el servicio de ofrendas por el alma luminosa de todos los egipcios que han cruzado las puertas del cielo.
¿En qué consiste la ofrenda? El hombre occidental contemporáneo está habituado a formas de oración donde el individuo suele «reclamar» a Dios algo que lo favorezca o le suplica que aparte de él el sufrimiento. En estos contextos, la ofrenda se reduce al mínimo. Ofrecemos nuestra «buena voluntad», nuestra confianza y esperamos algo a cambio.
El faraón no es un individuo sino el ser comunitario que sacraliza una sociedad; su ofrenda es, por lo tanto, de naturaleza distinta. «La ofrenda —escribe Alexandre Varille— debe considerarse como la firma general de la acción. Por supuesto no es el rey el que puede actuar sobre Neter [el dios] a través de la ofrenda, sino que es Neter quien actúa en el rey resumiendo una totalidad humana». (ASAE LIII, 117).
Por consiguiente, el don se impone para «estimular» la actividad humana, para conferirle una condición sagrada evitando que caiga en una materialidad elemental. La ofrenda no está en modo alguno vinculada a la historia sino que por este medio el faraón libera a su pueblo de los condicionamientos temporales.
El rey es también el hijo y amante de Maat, al que Aldred define como «el orden cósmico en la época en que fue establecido por el creador». Al disponer de una «percepción omnisciente», el rey mantiene al país y a la sociedad en el estado primordial que crearon los dioses. Dado que su boca fue «fundada en equilibrio», según la expresión de los Textos de las pirámides, no permite que ningún individuo se aparte de la comunidad para satisfacer sus deseos personales. En cuanto se produce semejante desastre, Egipto deja de ser hijo de la Luz. Se establece entonces una distancia tenebrosa entre el «funcionamiento» del Estado y el del orden primordial donde viven los dioses. Hacer existir a Maat significa respetar las proporciones divinas que rigen todos los ámbitos de la existencia social, desde la celebración del culto hasta el recuento de granos. Orar sin conciencia o desplazar los límites de un campo son faltas que atentan al espíritu y ambas revisten la misma gravedad; en ambos casos, el hombre vil traiciona a Maat y la sustituye por la noción de beneficio personal que rompe la armonía de la comunidad.
Para Maat no existe «lo grande» y «lo pequeño». En el Egipto tradicional, por lo demás, tampoco existe una «razón de Estado» y una «razón individual» que abarquen dos ámbitos distintos. Si el individuo no participa del estado simbólico engendrado por el rey gracias al ejercicio de un oficio, no se halla en el Ser y entonces carece de una realidad auténtica.
Esta sociedad rigurosamente sustentada en la aplicación de Maat no es arbitraria pues, de hecho, todos sus componentes poseen el profundo sentimiento de participar en la vía real. El faraón es a la vez el más lejano y el más próximo. El más lejano porque es el hijo de Dios eternamente situado en el centro del palacio, y el más próximo porque celebra el culto y los ritos que constituyen los actos esenciales de la vida social. Cuando en El libro del divino consuelo el maestro Eckhart se refiere a la justicia, nos ofrece una excelente definición de Maat: «Pero la justicia pura, por no tener padre creado, y siendo absolutamente una con Dios, es su propio padre, Dios».
Como ya hemos dicho, el faraón es la obra de arte más perfecta posible. No es un político que accede al poder después de numerosas intrigas sino un ser esencialmente simbólico que nace el día de la coronación.
Después de su purificación, el candidato es presentado a los dioses bien por el rey que lo precedió o bien por una divinidad. En este momento se proclaman los nombres del rey y sale a la luz su naturaleza profunda. Los dioses le entregan las coronas mientras que por su parte el rey realiza los actos de ofrenda en su honor. Algunos textos alusivos parecen demostrar que el faraón individuo era sometido a distintas pruebas antes de recibir los deberes de su cargo. Citemos, por ejemplo, el caso de Ramsés II, que recuerda cómo Seti I, su padre, lo orientó hacia la realeza: «Cuando mi padre apareció oficialmente ante el pueblo, yo era sólo un niño sentado en sus rodillas; él dijo hablando de mí: “Coronad al faraón para que pueda yo juzgar sus cualidades ahora que aún estoy con vida.” Y ordenó a los chambelanes que me colocaran sobre la cabeza la doble corona. “Dejadlo administrar el país; dejemos que se muestre él mismo al pueblo.” Así habló él mostrando su gran amor por mí.» (Cfr. Aldred, Akenatón, 24).
El rey «en ejercicio» comprueba de este modo las aptitudes del futuro soberano gracias a la institución de la corregencia, que posiblemente fue una constante de la monarquía. Sea como fuere, en nuestra opinión el problema de la legitimidad del rey en Egipto se ha planteado mal. A menudo se han despreciado los textos de la coronación so pretexto de que los reyes se glorificaban a sí mismos o intentaban, mediante la fraseología sagrada, paliar su nacimiento plebeyo. En realidad, en la teología egipcia el concepto de nobleza está muy claro: el rey reina at ovo, y los dioses lo han predestinado para esta función. Nadie puede elegir por su propia voluntad la función real, que es atribuida como el fardo más pesado y el más liberador a la vez, pues el rey de Egipto es el «punto común» que confiere sentido a los ritos y los símbolos. Un pasaje de los Textos de las pirámides dice:
Estrella aguda de frente
que viaja hacia lo lejos,
que trae los productos lejanos
a la luz de cada día,
el rey viene a ocupar su trono,
el rey aparece como estrella.
(Pir. § 263).
Una vez coronado, el rey se convierte precisamente en esta estrella que guía los pasos de todos los egipcios por la senda de la vida. Se ocupa, como hicieran sus predecesores, de reorganizar la existencia terrestre tal y como transcurría cuando los dioses reinaban en Egipto.
En la conciencia egipcia no existe la noción de un paraíso perdido o de un pecado original, pues cada faraón restaura la unidad cuando se produce la muerte del antiguo rey y repite lo que antes hicieron sus antepasados. El nuevo reinado representa una inmensa esperanza que se hará realidad mediante una práctica justa de los cultos. Por este motivo, el nuevo rey restaura los santuarios o crea otros, encarga que se tallen estatuas dedicadas a las divinidades, recorre las ciudades de Egipto y les concede las maravillosas riquezas de que disponían en el tiempo de la enéada.
El rey debe resucitar los tiempos primordiales porque fueron y volverán a ser tiempos de luz en los que el hombre podrá hacer realidad lo más auténtico que hay en su interior. Para llevar a cabo este «programa», el faraón actuará mediante lo que podríamos llamar «el gobierno de las coronas». Éstas, según afirma un texto, están puestas sobre la cabeza del rey tan sólidamente como el cielo sobre sus cuatro pilares.
Las dos coronas principales son la blanca, que simboliza el sur de Egipto, y la roja, que simboliza el norte. Esta última está caracterizada por un hilo de metal doblado en forma de espiral, una especie de antena de la que se afirma que alcanza las alturas del cielo (Goyon, Rituales fúnebres, 155).
Según un texto del templo de Esna en que Osiris se dirige al rey (Sauneron, Esna V, 205), estas coronas se unen sobre la cabeza del rey para que reine sobre el orbe celeste:
A ti la corona blanca, en tu condición de rey del sur;
las dos coronas en tu condición de rey del sur y del norte,
reunidas bajo la forma de la doble corona.
Todos los países extranjeros se inclinan ante tu poder;
los Nueve Arcos están reunidos bajo tus sandalias,
mientras que tus adversarios caen a tus pies
y Egipto vive sereno sobre tu agua
[es decir, en la fidelidad al faraón],
soberano para la eternidad, ¡sin segundo!
La reunión de las dos coronas forma el pskent, de donde brota «la grande en magia», la serpiente uraeus (cobra), celoso guardián del rostro real. De la boca del uraeus sale una llama que destruye a los enemigos y las fuerzas nocivas. Los textos suelen hacer referencia a la simbología de la dualidad —cuyo cumplimiento armónico tiene lugar mediante la conciliación de los contrarios expresada por el faraón—, que suelen mencionar con frecuencia los textos:
Lo que pertenece al rey,
es su Padre quien se lo da,
es la Luz [Ra]
quien le da cebada, escanda, pan y cerveza.
El rey es el de las cinco comidas
en el templo.
Los tres están en el cielo
con la Luz,
los dos están en la tierra
en compañía de las dos enéadas.
(Pir. § 121).
Las cinco comidas están relacionadas con la condición del faraón de hombre realizado; los «tres» que se hallan en el cielo corresponden al aspecto ternario de la persona real a la que no tardaremos en referirnos. En cuanto a los «dos» que se hallan sobre la tierra, se refieren al sur de Egipto, que el rey gobierna en tanto que «el del junco», y al norte de Egipto, que dirige en tanto que «el de la abeja». Casar al junco con la abeja significa unir los dos países, tareas cotidianas propias del rey sin las cuales no sería posible la vida social de ningún modo. El faraón es plenamente consciente de que los hombres siempre se sienten atraídos por las oposiciones y los contrarios; su papel no consiste en hacer que desaparezcan dichas realidades eternas sino en sublimarlas mediante una comunión. En este sentido, el faraón va mucho más lejos, pues no sólo reina sobre la «tierra negra», símbolo del Egipto fértil, sino que también preside los destinos del desierto rojo, el país de Set dominado por una violencia incontrolada.
Entendemos que esta observación implica dos consecuencias fundamentales. El faraón vela por la armonía natural del Norte y el Sur entendidos como los dos «Estados» simbólicos de Egipto, situado en el centro del universo. Esta inmensa tarea se aplica a un mundo fértil que recibe la orden como una bendición. Ahora bien, a este trabajo regular y constante se añade una aventura que proyecta la institución real hacia lo desconocido: someter los fantasmas del desierto, afrontar sus peligros y convertir esta zona árida en una tierra sagrada.
Por lo tanto, con independencia del esplendor del doble país, el entorno desértico siempre recordará al rey que la paz social no es algo que se consiga de una vez para siempre.
«Los dos seres divinos aparecen. Los dos dioses se unen en él»: éste era el nombre simbólico del faraón Khasekhemui. Los Textos de las pirámides exigen:
Toma los dos ojos de Horus,
el negro y el blanco,
cógelos para ti y llévalos a tu frente;
que iluminen tu rostro.
Elevación de un vaso blanco y un vaso negro.
(Pir. § 33).
El faraón, como soberano que preside el matrimonio del rojo y el blanco, del negro y el blanco, es el conciliador de contrarios, tal y como señalan claramente los Textos de las pirámides:
El rey unió los cielos.
El rey construye la ciudad de Dios
conforme a su deber.
El rey es el tercero
en su aparición.
(Pir. § 514).
Por ese motivo dispone de tres grandes facultades simbólicas: la vida (ankh), fuente de toda creación divina y humana, la fuerza (ouas) y la salud (seneb), asimilable a la estructura ordenada de todo. Esas tres facultades se ven completadas por la duración (djed), simbolizada por los cuatro pilares del cielo, y muestran así que la persona real es un templo de las dimensiones del cosmos, un templo eternamente estable.
Estos principios demuestran claramente que no podemos confundir al rey de Egipto con un potentado pendiente de sacar provecho de sus riquezas. Las etapas que llevan hasta la monarquía y hasta las reglas que la rigen no están destinadas a formar un jefe imbuido de sus poderes sino a un servidor. El término hem, que con frecuencia designa al rey y que suele traducirse como «su majestad», significa también «servidor».
Una imaginería mediocre ha contribuido a difundir el prototipo imaginario de un monarca oriental propenso a cortar cabezas por pura distracción al tiempo que se atiborra de toda clase de viandas y de bebida y ocupa largas horas con las mujeres de su harén. La civilización egipcia no fue una Roma decadente donde se favorecía el cultivo de toda clase de locuras humanas; por el contrario, una clase de sabios y de escribas, con el faraón a la cabeza, preservaba los valores del pensamiento y de la investigación simbólica. «La tradición de los reyes letrados —escribe Aldred— era muy antigua en Egipto, y los textos de las pirámides hablan del faraón que, después de su muerte, actuaba como escriba de los dioses. Resulta del todo impensable que el dios encarnado no recibiese instrucción en las artes mágicas de la lectura y de la escritura que presidía Thot, el dios de los sabios; y es casi seguro que él compulsaba todos los documentos importantes del Estado» (ob. cit., p. 202).
Este análisis encierra información de gran valor. Podría referirse al reino de un rey filósofo, siempre y cuando definamos la «filosofía» como amor a la sabiduría y no como la afición a un sistema intelectual restringido al hombre. Es cierto que Egipto fue un mundo de Luz, pues los faraones eran los herederos directos que tenían a su cargo exaltarla en una sociedad cuya alma ellos mismos modelaban. Evitaban con sumo cuidado el error que cometerían los filósofos del siglo llamado «de las luces» y que consiste en imponer una doctrina intelectual a un gobernante. El faraón, subrayémoslo una vez más, no tiene nada que demostrar ni que probar. El actúa como lo hicieron los antepasados divinos y, para conseguirlo, desempeña con la máxima brillantez la más elevada función social: construir.
En el capítulo siguiente estudiaremos un célebre texto fundacional. Ahora debemos referirnos a la figura del rey constructor en el contexto de su gobierno. Cuando los dioses reinaban en Egipto, utilizaban una obra sagrada titulada «Libro de la fundación de templos para los dioses de la primera enéada». Esta obra la redactó en lenguaje simbólico Imhotep, gran sacerdote de Ptah, y luego fue trasladada al cielo. Imhotep, preocupado por el futuro del reino, dejó caer el libro en el norte de Menfis, donde lo descubrió el primer faraón. No tardó en transmitirse de rey en rey para que se aplicaran siempre los planos divinos en la erección de los edificios.[7]
En este ámbito, como en todos, el faraón no es esclavo de ninguna fantasía de carácter individual. Él edificó el templo, el set-ib, «el lugar del corazón», según las proporciones originales. Cada templo es, efectivamente, el corazón del país y el ro-per, una expresión que Alexandre Varille traduce como «lo que aparece, lo que manifiesta sobre la tierra su actividad creadora». «Filosóficamente hablando —prosigue—, el rey construye su templo según la naturaleza que él encarna, confiriéndole el carácter de su tiempo […] El faraón, como verdadero rey de derecho divino, se adorará a sí mismo en los grandes centros de Egipto, rindiendo culto no a su persona sino al neter (la fuerza divina) que reside en él». (Algunas características del templo faraónico, pp. 1-2).
La sociedad egipcia halla su equilibrio dinámico en el culto que el rey individuo rinde al faraón símbolo en el interior de un edificio sagrado construido según las directrices divinas. Los reyes construyen por necesidad espiritual, no por deseo de satisfacción estética o para exaltar su vanagloria individual.
El edificio sagrado está concebido como un medio de poner en comunicación el cielo y la tierra. La pirámide escalonada del rey Zoser, en Saqqara, resulta especialmente significativa a este respecto y vale la pena que citemos uno de los textos que recogen esta idea, en el que el faraón proclama:
Me he purificado sobre la eminencia
donde Ra se purifica.
Establezco la escalera,
trazo la escala.
(Pir. § 542).
El rey no actúa directamente sobre la sociedad. Su principal preocupación consiste en manifestar lo sagrado edificando el templo y construyendo la escalera o la escala que unen lo divino a lo humano.
Los faraones no perseguían la felicidad de los individuos en el sentido moderno de la palabra. Su deber consistía más bien en proporcionar los recursos comunitarios que cada cual utilizaba para alcanzar su propia felicidad y, más aún, su propia integración en el cosmos. Un texto grandioso describe al rey como una potencia en movimiento:
Su pan de ofrenda está arriba,
en compañía de Ra.
Su comida está en el océano primordial.
El rey es el que circula aquí y allá,
viene y va en compañía de la Luz.
Él abarca sus templos.
(Pir. § 310).
Un enfoque más concreto nos permitirá comprender mejor en qué medida la condición sagrada del faraón es indisociable de su actuación social. En lo económico se nos impone una realidad: que el rey es el único propietario de toda la tierra de Egipto, por voluntad de los dioses. En consecuencia, posee todo lo que la tierra produce y vela por todo lo que ocurre en ella. En determinadas épocas, algunos faraones ofrecieron parcelas de territorios a individuos que se habían destacado por sus cualidades o por su valentía pero, en principio, el faraón quedará identificado a todo Egipto.
La idea que tenemos de «propiedad» parece, en realidad, demasiado limitada para explicar adecuadamente el fenómeno al que ahora nos referimos. El faraón es el ser comunitario por excelencia, formado por la acción de todos los dioses; la tierra es asimismo una comunidad de elementos formados por los mismos dioses. La tierra, no obstante, espera a ser «trabajada» para que se revelen sus riquezas.
Puesto que el faraón y la tierra poseen una «naturaleza» idéntica, el rey sabe respetarla y no herirla. Si un hombre incompetente daña la tierra, es al faraón en persona a quien agrede; si un malandrín intenta rebasar los límites de un campo para ampliar la parcela que tiene confiada, es al faraón en persona a quien intenta engañar.
La «ecología» egipcia, si se nos permite emplear esta palabra, se funda por lo tanto en la teología. Además, el campesino sabe muy bien que el faraón es quien asegura la crecida del Nilo, regula las estaciones y mitiga cualquier falta de armonía natural, con lo que asegura la subsistencia de sus súbditos. Los productos de la tierra han sido confiados al rey, que destina una parte al templo y otra a los habitantes de Egipto; de este modo todo el mundo obtiene lo que le conviene, ni más ni menos.
El faraón no se limita a explotar las riquezas de la tierra; en su condición de «señor de los graneros», entroja también aquí abajo los frutos del cielo. La parte superior de los modelos reducidos de graneros descubiertos en las tumbas es, según parece, un cielo invertido. Tal vez podríamos compararlos con los graneros dogones que contienen el sistema del mundo y los granos esenciales.
Los problemas de cantidad, por supuesto, perjudicaron a Egipto, así como a otras naciones. Sería pueril negar la existencia de períodos de hambruna o de dificultades económicas; no obstante, la visión faraónica privilegia la conservación cualitativa de los productos y de los bienes, de esos «granos esenciales» que producirán un renacimiento indudable después de haber superado la prueba.
El dominio del circuito económico, inscrito en la persona del faraón, está ligado a otro dominio mucho más vasto. Del rey se dice:
Sus fronteras llegan hasta el orbe del cielo.
Los países están agrupados en un solo haz
en su mano […]
Egipto está en todas partes donde él está […]
Ha reunido la universalidad de los seres
en su puño.
(Estela de Amenofis en Gizeh).
Egipto, como ocurre con todos los imperios tradicionales, estaba situado simbólicamente en el centro del mundo, de modo que el faraón reina sobre toda la humanidad o, más exactamente, es responsable del mantenimiento de la idea de realeza ante toda la humanidad. Es entonces cuando interviene el extraordinario poder del rey.
Una estela afirma que nadie podía tender el arco de Amenofis II, ni darle alcance a la carrera ni remar durante tanto tiempo como él. «Tendió trescientos arcos duros para comparar el trabajo de sus fabricantes, a fin de reconocer a un obrero ignorante de otro experto». Atravesó con sus flechas dianas de cobre y «su golpe fue único, como nunca se había visto desde que el mundo existe».
No se trata de una ingenua propaganda destinada a amedrentar a unos espíritus no menos débiles que los nuestros. El faraón, jefe de los ejércitos, despliega su fuerza con toda su intensidad y grado porque él es el instrumento del poder divino. La estela de Piankhi, por ejemplo, nos muestra que el rey derrota a sus adversarios usando la voz creadora y que, en realidad, es la «Luz oculta», simbolizada por Amón-Ra, la que le ordena actuar y triunfa a través de él.
El faraón conoce la existencia del «enemigo», sabe que la sociedad más armoniosa está amenazada por fermentos de destrucción inherentes a la naturaleza humana. Dado que prefiere la benevolencia (el hecho de bien querer) a la «suavidad» humanista, resulta semejante a Cristo, que arroja fuego sobre el mundo y utiliza, entre otras muchas armas rituales, la maza de piedra blanca (hedj), cuyo origen se remonta a la prehistoria. Nosotros le atribuimos una función especial debido a una escena, que suele representarse con cierta frecuencia en los pilones de los templos, donde se ve al faraón armado con esta maza y dispuesto a golpear a un grupo de enemigos reducidos a la impotencia. ¿Debemos considerar esta imagen como una afirmación de la omnipotencia del faraón, o bien como un testimonio de su victoria? Ambas cosas, si bien estas interpretaciones evidentes no pueden bastarnos. La maza hedj, «la blanca», también es ilustrativa, pues golpea para iluminar al enemigo, para aportarle la luz que le faltaba.
El enemigo, tal y como era concebido simbólicamente por los antiguos egipcios, es aquél que intenta destruir el orden eterno establecido por los dioses y preservado por el faraón. Como rebelde que es, intenta descomponer la estructura sagrada de la sociedad. La función del rey consiste en transformar a ese enemigo, portador de pulsiones negativas y devastadoras, en un ser de luz. Dentro del universo divino, esa misma idea se expresaba a través del mito de la terrorífica diosa leona Sekhmet, la cual, hechizada por los cantos y las danzas, se transformaba en Bastet, la dulce diosa gata.
Cuando el faraón golpea a su adversario con la maza blanca, lo transforma en ofrenda. Y también, efectivamente, se utiliza una maza para golpear los alimentos y transformarlos en dones rituales ofrendados a los dioses. Cuando los héroes cristianos libran batalla contra los dragones, no pretenden tanto matarlos como apaciguarlos y descubrir las riquezas ocultas bajo su apariencia monstruosa. El faraón reintegra al enemigo apaciguado al orden del mundo.
Esta simbología está presente, bajo formas diversas, en las escenas de los grandes templos ptolemaicos como Edfú, Dandara o Kom Ombo, donde vemos cómo el rey inmola a una gacela, un cerdo o un asno, es decir, a criaturas del dios Set. Éste posee la potencia vital en estado bruto, la fuerza cósmica capaz de destruirlo todo cuando se utiliza mal. En la garganta, en el vientre o en los miembros de los animales sacrificados se encontraba el Ojo de Horus intacto. Este Ojo, símbolo de la ofrenda, encarna también la mirada justa del rey sobre el mundo.
Las pieles de los animales servían además de sudario de resurrección. Podemos mencionar «el buen amortajamiento en la piel de Set, el adversario», el paso por esta matriz en que el ser se despoja del «hombre viejo» para convertirse en un «hombre nuevo», recreado a imagen de los dioses. Los Textos de las pirámides explican:
El rey zanja el conflicto,
cercena a los que provocan el desorden.
Él es la llama
ante el viento
hasta el confín de la tierra.
(Pir. § 324).
«Hacer subir la llama» es una actividad esencial del rey, que, para consagrar el templo de Soleb, llama doce veces a la gran puerta antes de traer el fuego que ilumina cuatro veces el naos. Una vez más son los Textos de las pirámides los que nos proporcionan una ilustración de esta función de rey fuego, que propicia el nacimiento de la armonía social:
La Luz [Ra] en el cielo
ha sido armonizada por ti.
Ella concilia en la armonía
a los dos señores para ti.
Tú armonizas la oscuridad,
tú armonizas a las dos soberanas.
La armonía es lo que te han aportado,
la armonía es lo que tú ves,
la armonía es lo que tú oyes,
la armonía está ante ti,
la armonía está detrás de ti,
la armonía te pertenece.
(Pir. § 34).
La «respiración» comunitaria del pueblo egipcio sólo existe a través del «canal» de la persona real en la que cada ser halla su fuego, y su propia razón de vivir.
«Los reyes —nos informa Diodoro— no podían vivir conforme a su voluntad. Las horas del día y de la noche durante las cuales el rey tenía algún deber que cumplir estaban fijadas por las leyes y no podía disponer de ellas arbitrariamente. Se despertaba por la mañana y, después del baño y de revestirse con las insignias de la realeza y magníficos ropajes, ofrecía un sacrificio a los dioses. Había un tiempo determinado no sólo para las audiencias y los juicios, sino también para todos los actos de la vida […] [Los reyes] conservaron este régimen durante mucho tiempo y vivieron de manera feliz sometidos al imperio de estas leyes». Este texto expresa muy bien la realidad: en cualquier acto, desde el más sagrado hasta en la actividad más cotidiana, el faraón es el modelo perfecto que los dioses regeneran sin cesar. Puede compararse a una flor que brota de la tierra porque expresa en espíritu y en verdad la quintaesencia de todo lo que orienta las relaciones humanas hacia Maat.
En el ejercicio de sus funciones, el rey es idéntico a la Luz; en su corazón conciencia reside la sabiduría, y sus palabras se convierten en carne del mundo porque él formula la última realidad. Y los Textos de las pirámides nos ofrecen la conclusión de esta breve investigación:
El rey, grande en poder y dominio,
posee capacidad de dominio
sobre los poderes de dominio.
El rey es símbolo sagrado,
el más sagrado de los símbolos sagrados del Grande.
(Pir. § 407).