El faraón es Dios entre los dioses.
Advino a la existencia
a la cabeza de la enéada,
creció en el cielo,
se desarrolló en el horizonte
cuando sus modos de existencia
se manifestaron
en Heliópolis.
(Ceremonial de coronación
del Nuevo Año).
Cuantos se hayan acercado en alguna medida a Egipto, bien sea con el corazón o con la razón, en seguida habrán comprendido una verdad evidente: que la clave de la civilización egipcia, su figura cimera a lo largo de toda su historia, se encarna en el personaje del faraón. El faraón está presente en todas partes, desde el acto más sagrado hasta la actividad más cotidiana; en todos los templos y todos los ritos está presente su figura.
¿Quién era el faraón? La lectura de los libros de historia nos induce a imaginar que el rey de Egipto era un monarca comparable a Luis XIV, un político más o menos autoritario según los períodos, y en resumidas cuentas un gobernante al que aprobamos o no de acuerdo con nuestras opiniones personales.
Equiparar la aventura de los faraones a una serie de dinastías sería traicionar el pensamiento simbólico de los antiguos egipcios. Para ellos, el faraón esencial que se encarna en individuos debidamente elegidos y probados era comparable a la luz que se desvela en el horizonte cada mañana; el faraón es el cielo de Egipto, el cielo inmenso del que cada cual extrae la verdad que necesita.
El rey, poseedor de la doble corona que es «grande en magia», se levanta como un astro para infundir vida a la tierra de Egipto. Todo esfuerzo humano está destinado al resurgimiento eterno del sol de verdad, sin el cual la sociedad carece de sentido.
La estela de Sehetepibre nos muestra que el faraón ilumina la tierra más que el disco solar y que él hace reverdecer la tierra más que ninguna de las grandes crecidas del Nilo. En otras palabras, el faraón es sinónimo de la capacidad de crecimiento por excelencia, que favorece y sostiene la expansión de todo lo existente. Esta idea también pervive en los reinos celtas y en la Edad Media, donde el monarca era indispensable para el buen «funcionamiento» de la naturaleza.
Del faraón Seti I se decía que era un toro de luz, dotado de vida en compañía de las estrellas que no conocían la fatiga. Es posible encontrar otros muchos calificativos cuya intención elemental es evitar cualquier asomo de antropocentrismo. La civilización egipcia nunca actúa con el objetivo de satisfacer intelectualmente al individuo sino para la gloria del Creador.
No obstante, al faraón se lo define precisamente como la imagen del Señor del universo. El Señor de la vida creó al rey con objeto de incrementar su irradiación y transmitir a la humanidad la sabiduría de los cielos. Sin el faraón, nadie puede acceder a lo divino. Egipto no creía en una comunión directa entre Dios y el individuo profano, una actitud que juzga vanidosa y utópica, y estima que conviene establecer un «puente» entre el cielo y la tierra.
Por esa razón, el constructor por excelencia, el faraón, maestro de obra de los maestros de obras, no puede morir. Cuando un reino llega a su fin, el rey al que calificamos de «difunto» asciende al cielo y se une al sol, al que insufla un nuevo dinamismo. Y así puede afirmarse que el sol está compuesto de todas las almas de los reyes que desempeñaron su oficio sagrado sobre la tierra.
Cuando Dios entroniza al faraón, no lo convierte en un político con poder sobre una nación, por importante que ésta pueda ser, sino que le confía la responsabilidad de la tierra entera, ofreciéndole el sur «tan lejos como sople el viento», el norte «hasta el mar», Occidente «tan lejos como llegue el sol» y Oriente «hasta donde se alce con los rasgos de Shu» (dios primordial del aire).
Según la expresión de Baillet, el faraón es el «corazón del ser colectivo de Egipto», un corazón inmenso cuyas medidas son lo universal, un corazón cuyo primer deber es acoger el conjunto de expresiones humanas para sacralizarlas. Como escribe Georges Posener: «El orden cósmico y la comunidad egipcia cuyo corazón es el faraón están unidos por unos vínculos de participación; lo que atañe a la vida social repercute en el universo. La colectividad humana y la naturaleza son solidarias y obedecen a una ley de similitud».[4]
Por lo mismo, es natural considerar la institución faraónica una forma de gobierno de los hombres a la vez que una forma de gobernarse a uno mismo. Varios textos precisan que el faraón es sia en los corazones; sia es una expresión egipcia que podemos traducir por «conocimiento» o, más exactamente, por «conocimiento intuitivo». El rey es el símbolo más puro y, si hacemos realidad la realeza dentro de nosotros, accederemos a esta forma de conocimiento que ya no separa el mundo divino y el mundo material.
El corazón del faraón, donde tiene su sede el conocimiento más elevado, da pie a numerosas expresiones fundamentales del pensamiento egipcio; para describir a un hombre alegre, por ejemplo, se dice que es «largo de corazón», mientras que el individuo deprimido está «corto de corazón». Si alguien entra en sí mismo para meditar, se dice de él que «sumerge el corazón». Cuando el corazón concibe una orden, provoca la acción de los brazos, permite que las piernas caminen y ofrece a cada miembro del cuerpo una función y una razón de ser. La vista, el oído y la respiración ofrecen al corazón un mensaje de lo que han percibido en nuestro mundo de manera que el corazón informa y es informado; está en el origen y al final del circuito vital, así como el faraón es al mismo tiempo origen y fin de la sociedad humana.
Si el faraón es ese corazón simbólico que, poco a poco, debe latir en el pecho de todos los hombres, resulta importante precisar su nombre. Sabemos que el conocimiento de los nombres era para el hombre del antiguo Egipto la ciencia fundamental, pues constituye la única posibilidad de dominar de verdad el curso de los fenómenos. El célebre cartucho, un óvalo alargado con el nombre del faraón, simboliza el recorrido elíptico del sol que lleva la vida a todo el universo.
El nombre del rey, como se advierte en la simbología del cartucho, no es un simple patronímico individual. En realidad, el «gran nombre» simbólico del faraón comprende cinco nombres: el primero es el nombre de Horus, el segundo es el que conceden las «dos soberanas» (el buitre y la serpiente), el tercero es el de «Horus de oro», el cuarto es el título de «rey del Alto y Bajo Egipto», y el quinto, «hijo de Ra». A esos cinco «cánones» corresponden cinco patronímicos particulares del monarca reinante. Dicho de otro modo, con independencia de los nombres particulares de cada monarca, los faraones son depositarios de los nombres sagrados que acabamos de citar.
No debe extrañarnos que dos de los aspectos del «gran nombre» estén relacionados con Horus, pues el faraón prolonga la misión de Horus sobre esta tierra para mantener su país dentro del orden cósmico y reconstituir lo que estaba disperso. Por eso se convierte en el tercer término, el hijo de la Luz que puede legítimamente unir lo alto y lo bajo. Las dos soberanas, es decir, la diosa del Alto Egipto y la diosa del Bajo Egipto, son de alguna manera «matrices» que hacen efectiva la acción del faraón.
Éste ostenta el «gran nombre» de cinco componentes y ocupa su lugar en el «trono de los seres vivos». Entonces, los dioses y los hombres aclaman la majestad de su aspecto y constatan llenos de júbilo que el ser perfecto acaba de concluir la «renovación de sus nacimientos» para que la potencia de su mirada ilumine a los que están sumidos en las tinieblas. A veces, el faraón también aparece en la galería real del palacio, llamada de «aparición», que es de oro fino. Entonces el rey queda totalmente asimilado a un sol.
Según afirma un ceremonial, el faraón procede de Heliópolis, la ciudad de luz donde reside el Creador. Crea la tierra de la que nació, sustituye el desorden por el orden y reconcilia a Horus y a Set, los dos hermanos que combaten sin cesar, para generar el dinamismo indispensable para la buena marcha del mundo. Al conciliar norte y sur, el faraón se afirma como persona unitaria que facilita el ejercicio de una espiritualidad civilizadora.
El rey posee el secreto de los dos dioses, Horus y Set. Está escrito en el pergamino que le ofreció a su padre, Osiris, en presencia de Geb, el dios que rige la vida de la Tierra. Por supuesto, un secreto de esta índole no puede expresarse racionalmente, pues consiste básicamente en una actitud con la cual se intenta crear un tercer término unitario, no dejarse atrapar en la trampa de las contradicciones y de las oposiciones. Por eso, un texto afirma:
Deshechas están las trabas del faraón
por Horus,
desligadas las ligaduras
por Set.
Es puro, su dios es puro.
No sucumbirá a ninguna emboscada del mal.
El rey queda así liberado por los dioses a los que debía apaciguar. Un pasaje de los Textos de las pirámides, consagrado a la divinización del faraón, proclama además que éste debe coger los dos ojos de Horus, el negro y el blanco (Pir. § 33a). Horus es precisamente un tercer término que engloba a Set y a un segundo Horus. El conocimiento del negro y el blanco permite al faraón aprehender todos los aspectos de la realidad y, tal y como canta una estela grabada a la gloria de Ramsés II, Horus y Set profieren clamores de júbilo, la tierra se consolida, el cielo está satisfecho, y el oro brota de la montaña sobre su nombre y sobre el nombre de su padre.
El reconocimiento de la cualidad del faraón por parte de los grandes dioses tiene su traducción sobre la tierra en otra función simbólica, la del rey guerrero que rompe la tiniebla y previene toda clase de perturbaciones. Se trata, en sentido estricto, de una guerra santa que no va dirigida contra los hombres sino a favor del desarrollo de las fuerzas luminosas ocultas en la materia. Desde esta perspectiva, el faraón es un «toro poderoso con cara de halcón», «el valeroso de garras cortantes», y debemos mostrarnos siempre vigilantes en relación a él.
Es fácil comprender por qué funciones tan importantes no se le confían al primero que llega. Asimismo vislumbramos en los textos y relatos rituales una «iniciación» real. Uno de estos relatos, referido a la confirmación del poder real en el nuevo año, resulta especialmente revelador. Nos enseña que el rey yacía sobre un lecho ceremonial y que el oficiante deslizaba bajo su cabeza cuatro sellos, dos en nombre del dios tierra, Geb, uno en nombre de Neit, la diosa del tejido, y uno en nombre de Maat, la diosa de la armonía universal. Los cuatro sellos constituían la herencia simbólica de Horus que el rey debía conservar a cualquier precio. El faraón, difunto en apariencia, moría a lo mortal y renacía a la vida auténtica, donde se convertía en depositario de una «energía de reino». Tal y como escribe Jean-Claude Goyon, «tras entrar en una muerte simbólica el último día del año, volverá a levantarse la mañana del año nuevo, regenerado y a la vez confirmado en su poder».[5]
En Egipto, el poder real no es un hecho definitivo. Sólo Maat, la justicia divina, es eterna e inmutable; los faraones intentan hacerla existir y periódicamente son reiniciados con objeto de recuperar un dinamismo que han ido agotando los años de reinado y los combates cotidianos inherentes al mundo manifestado.
El amamantamiento del rey es otra fuente de energía cósmica. En la escena del amamantamiento, el rey aparece representado como un niño, pues se encuentra al inicio de un nuevo ciclo en el que una vez más todo debe volver a empezar.[65] «Toma mi seno —dice la diosa— para que mames de él, oh rey, puesto que de nuevo estás vivo, y de nuevo eres un niño». (Pir. § 912b).
Al rito del amamantamiento le sigue el rito del abrazo, que aparece descrito de forma sobresaliente en los bajorrelieves de Karnak, y nos muestra al dios comunicándole al rey el aliento creador. Con el beso de la paz, Dios y el faraón ponen en comunicación el mundo divino y el mundo humano. Aseguran al pueblo egipcio una paz auténtica basada en un conocimiento de las leyes de la vida.
El nuevo rey era consagrado definitivamente por aclamación, que tenía lugar en dos tiempos; primero, la gran corporación de Heliópolis daba la aclamación proclamando al rey «justo», es decir, que vivía en armonía con el cosmos. Esta corporación era una asamblea divina que reunía probablemente a los sabios del reino como símbolo de los dioses, cuyos consejos inspiraban la sabiduría del monarca. A continuación el rey aparecía ante su pueblo reunido en la unidad; esta vez la aclamación surgía del corazón de los hombres y expresaba una intensa alegría. La vida del rey aseguraba la salvación de todos los hombres. Y una vez más, el suelo de la tierra negra ofrecería sus riquezas, y de nuevo el templo derramaría su luz en el mundo entero.
En la mayoría de las representaciones artísticas, el rey es el personaje de mayor tamaño. Precisamente su nombre egipcio significa «casa grande» (per âa). Recordemos que el título del rey de Asiria era el de «gran hombre», y no debido a su altura sino a su capacidad para atravesar todas las capas sociales, todos los estados del ser humano y todos los círculos de la vida. Dentro de esta «gran casa», es decir, en el interior del faraón, hallaba Egipto su serenidad y su equilibrio. El rey era, pues, más sabio que los dioses, era el que verdaderamente veía a los hombres con ojos divinos.
Nada de lo que tiene lugar en su reino le pasa desapercibido a este rey símbolo. Las palabras que pronuncia aquí abajo, sobre la tierra, se oyen en los cielos, y esto nos invita a pensar en la enseñanza de Cristo, cuando afirma que lo que unimos en la tierra permanecerá unido en el cielo. ¿Por qué el deseo del rey concebido durante la noche se concreta por la mañana? Porque, según afirman los textos, su lengua es una balanza de verdad, sus labios son más exactos que la aguja de precisión de la balanza de Thot y el trono de su lengua es un templo de verdad.
El faraón en persona crea el aire y mantiene sobre la tierra la presencia del aliento vital. Es fácil criticar este enunciado desde un punto de vista racional y señalar que la desaparición de la monarquía faraónica no nos ha privado del aire indispensable para vivir. Pero deberíamos preguntarnos si no es ésta una afirmación excesivamente superficial. ¿Tan persuadidos estamos de que la ausencia del rey símbolo en nuestras ciudades contemporáneas no es la causa principal de la asfixia espiritual y material? El rey de Egipto, al prolongar sobre la tierra la obra del Creador, velaba por el respeto de las leyes espirituales y materiales para que el individuo no se viese privado del beneficio de sus «alientos» interiores y no olvidase los de su prójimo. El rey es también un «chacal de veloz carrera cuando busca a su agresor, el que recorre el circuito de la tierra en el espacio de un instante».
Pero no nos engañemos: el faraón está presente en todas partes en todo momento. Él es el Ojo constantemente abierto y, como afirma la teología egipcia, es él el que en todos los templos ejecuta la totalidad de los actos rituales. Cuando por la mañana se abren los santuarios, el faraón uno y múltiple es quien despierta a los dioses en sus moradas. Por supuesto que el espíritu del rey lo interpreta un sacerdote, pero es el espíritu del rey el que actúa a través de él y nadie más puede presidir la creación del mundo cada día.
El rey de Egipto puede concebirse como una persona colectiva que hace tangible el mundo divino sobre esta tierra, pues es aquí y en ningún otro lugar donde se juega nuestro destino. La plegaria personal no se desarrolló en Egipto hasta la época de Ramsés. En el Imperio antiguo, el pueblo depositaba su fe en la persona de su rey dios, el único que podía interceder en su favor ante los dioses.
Así pues, el faraón es el principal símbolo creado por Egipto. El faraón gobierna orientando las fuerzas vitales de las que es depositario, y a esta noción vamos a dedicar nuestra atención inmediatamente.