Si los egiptólogos realmente quieren hoy día hacer tabla rasa de las ideas preestablecidas en todos los campos de sus investigaciones, no por subestimar el meritorio esfuerzo de sus predecesores sino para reformular los problemas sin otro escrúpulo que el de la exactitud, si se atreven a desprenderse de un conformismo pusilánime y de una hueca erudición, si se liberan de un mundo de convenciones académicas en un período excesivamente favorable a las restricciones, no tardarán en apreciar el valor del conocimiento tradicional que los egipcios han dejado inscrito de mil sutiles maneras en sus templos.
ALEXANDRE VARILLE, Luxor, 20 de abril de 1951
En la actualidad, cuando continuamente se cuestionan las bases de nuestra civilización, en estos tiempos en que los deseos más secretos del hombre provocan convulsiones de las que nadie queda a salvo, es preciso decidirse a plantearse con la exigencia pertinente la pregunta de por qué hay egiptólogos. Pues lo cierto es que Egipto depende estrictamente de la visión que nos proponen quienes se ocupan de estudiar su civilización. ¿A qué se debe que un reducido grupo de hombres dediquen su tiempo a la investigación de un mundo desaparecido? ¿Qué puede ofrecer ese mundo a nuestros contemporáneos?
Consideramos indispensable justificar la existencia de la egiptología, pues alguien podría creer que únicamente es una ciencia histórica entre otras y que su práctica es un asunto de mera erudición. En realidad, al cabo de un siglo de investigación y de hallazgos, los estudios de egiptología están conduciendo a sus adeptos hacia horizontes más vastos, a tal punto que ningún egiptólogo contemporáneo puede pretender dominar todos los aspectos de su ciencia.
Precisamente, uno de los aspectos más difíciles es el «tratamiento» del material del que disponemos. Existen numerosas teorías, con frecuencia contradictorias. Tomemos un ejemplo: el corpus de los Textos de las pirámides[2] se divide en secuencias cuyo orden difiere según los intérpretes. Se han propuesto varios «sentidos» de lectura y, en función del que se adopte, las interpretaciones de esos escritos fundamentales difieren. El inmenso y admirado Karnak aún no ha entregado por completo sus secretos; todavía no sabemos exactamente a qué correspondían las sucesivas construcciones ni a qué intención simbólica respondían.
Sobre cada egiptólogo recae la tarea de determinar claramente su punto de vista. El mayor problema se plantea en el momento de utilizar las fuentes y hacer que «hablen». Las escuelas materialistas del Este se condenan a estudiar Egipto de forma sociopolítica, aplicándole incluso la teoría de la lucha de clases; por su parte, las escuelas históricas intentan convertir los fenómenos religiosos en simples fabulaciones destinadas a enmascarar inquietudes políticas.
Podríamos alargar la lista, que no debería ocultar un hecho capital: la egiptología no es una ciencia «positivista», sino que depende rigurosamente del egiptólogo que maneja los documentos. Todo está relacionado, como observa Max Guilmot, en la conciencia del intérprete.
Hecha esta precisión, no nos sorprenderá constatar que algunos egiptólogos le niegan a Egipto toda relevancia espiritual, mientras el objetivo de otros, los menos, es actualizar la herencia faraónica. Entre los antiguos existía una unidad prácticamente unánime. Clemente de Alejandría, este padre de la Iglesia tan bien informado sobre la gnosis, se expresaba en términos tan claros como éstos: «En forma secreta y verdaderamente sagrada, algo que nos resulta muy necesario, los egipcios nos mostrarán la doctrina absolutamente sagrada, la que está reservada en el santuario de la verdad, y lo harán con ayuda de lo que ellos llaman las cosas imperecederas». (Stromates, Libro V, capítulo 4, 19). El árabe Abd-el-Latif, muerto en 1229, compartía su opinión cuando comentaba el naos verde de Menfis: «Es evidente que el objetivo de esos cuadros era ofrecer a la mirada el relato de las cosas importantes, hazañas destacables, circunstancias extraordinarias y representarlo bajo la forma de emblemas secretos muy profundos. Estamos convencidos de que todo eso no se hizo por simple divertimento y que no se emplearon todos los esfuerzos del arte en tales obras con la sola idea de embellecerlas y decorarlas».
Estas notables intuiciones parecían abrir caminos extremadamente fructíferos a la investigación. Sin embargo, sir Alan Gardiner, cuya gramática es de uso corriente entre todos los egiptólogos, no duda en escribir que los egipcios eran incapaces de establecer ningún tipo de filosofía. Y Gustave Lefebvre, otro célebre gramático, añade: «Si hubo algún pueblo firmemente apegado a la realidad, no cabe duda que ése fue el pueblo egipcio, que siempre tuvo como preocupación esencial asegurarse una existencia material cómoda y una vida feliz».
Si aceptamos tales puntos de vista, deberemos admitir también que el antiguo Egipto quedaría reducido a una simple postal carente de todo interés. Ha habido otros egiptólogos que han intentado justificar su profesión; para Jean Capart y Jean Vercoutter[3], Egipto es una de las civilizaciones más antiguas y por ello merece todo nuestro respeto. Egipto representa un gran momento de la historia de la humanidad y constituye por sí mismo una de las bases de la humanidad contemporánea, y el encanto de su civilización adquiere dimensión universal. Saunery resume esta posición como sigue: «Si la investigación egiptológica es labor de unos cuantos, la cultura faraónica es, en cambio, patrimonio universal; la humanidad entera tiene derecho a acceder a ella, a poder recibirla, apreciarla y asimilarla como parte de su historia común».
Esta visión histórica y cultural es esencial. Y sin duda resulta posible ir todavía más lejos. Para estar en armonía con una civilización como la del Egipto faraónico se nos invita a pasar de un pensamiento discursivo a un pensamiento simbólico. ¿Debemos admitir que los egipcios tenían una percepción de la vida distinta de la nuestra, en el sentido de que unía los distintos elementos de la realidad, no separaba la naturaleza de lo divino ni se contentaba con colocar a Dios en el cielo y a los hombres sobre la tierra, sino que intentaba establecer un vínculo entre las fuerzas creadoras y la condición humana? Al hombre que se plantea interrogantes sobre su propia existencia, sobre el significado de su extraño paso por esta tierra, Egipto le ofrece algunas respuestas. Lo que nosotros bautizamos como «religión egipcia» tiene escasos puntos en común con las tres religiones del Libro, el cristianismo, el Islam y el judaísmo, ya que no se apoya en dogmas ni en verdades reveladas. La revelación se realiza todos los días y es fruto de un esfuerzo consciente del hombre en relación a los dioses.
Para abordar de manera fructífera el pensamiento egipcio nos vemos obligados a olvidar la tan cacareada «lógica racional» que divide el mundo en franjas y nos lleva a calificar de «primitivas» a civilizaciones que son, en realidad, primordiales. Es inútil atribuir a los egipcios una supuesta deficiencia intelectual porque tropezamos con dificultades para comprender sus símbolos. Para los egipcios no hay secuencias de causa-efecto, puesto que para ellos el universo se presenta como un conjunto de mutaciones dinámicas en las que el hombre solamente participa a condición de ser él mismo el lugar de las mutaciones espirituales. Precisamente eso es algo que la lógica racional no es capaz de explicar.
Si aceptamos el punto de vista egipcio, de inmediato descubrimos que entre el cielo y la tierra no hay límites. Vemos que el «tejido» del universo es Uno y que la función del hombre consiste en participar en él de forma consciente. El pensamiento egipcio tampoco es estático o dogmático, sino que se modela sobre las sutiles pulsaciones del cosmos y busca la unidad en la diversidad para crear sobre la tierra una ciudad celeste.
Los paraísos egipcios no consisten en una serie de penosas proyecciones de la vida terrestre en donde el hombre se atiborra de riquezas materiales; esos paraísos representan simbólicamente la sociedad celeste sobre la que los hombres de este bajo mundo modelan su existencia para vivir en armonía con los dioses.
Desde esta perspectiva, Egipto defendía la permanencia del Hombre-mago, es decir, del hombre que comulga con el universo e integra los acontecimientos históricos en un marco simbólico. Ese hombre experimenta en su propia carne y en su espíritu la relación entre el gran universo celeste, el macrocosmos, y el pequeño universo terrestre, el microcosmos. Ese hombre reconcilia tinieblas y luz, materia y espíritu; respeta la ley de Maat, la Armonía universal y recupera un estado creador.
Por esa razón, los antiguos egipcios sacralizaban constantemente la existencia cotidiana, ya se tratara del trabajo, de la enseñanza o del ocio; todo está inmerso en la realidad invisible del Creador que, sumergido en un océano de energía, animaba el mundo desde dentro.
El hombre egipcio no era ni un romántico ni un iluminado; no creía que el mero afán de conocer la divinidad le bastase para subsistir al margen de las contingencias del tiempo y del espacio. No estaba libre del proceso del crecimiento y decadencia, pero no pretendía percibirlo de manera analítica. Dado que la muerte existe bajo miles de formas, el pensamiento justo consiste, a su entender, en invertir esta tendencia natural y extraer lo eterno de lo perecedero. La aventura egipcia nunca fue una mera experiencia de delirantes enterradores que ansiaban encerrarse dentro de los sepulcros; ésta es una imagen radicalmente falsa que no puede ahogar la profunda sensación de luz que experimenta cualquier viajero que penetra en una de las «moradas de eternidad» del Valle de los Reyes; estas moradas no son únicamente panteones funerarios, son crisoles donde se forja la conciencia del ser humano.
Según afirma la leyenda, el toro Apis fue engendrado por un rayo celeste. En la testuz lucía una mancha cuadrada gracias a la cual se le podía reconocer entre los demás animales de su raza. Este mito, entre tantos otros, subraya el carácter sobrenatural de la civilización egipcia, que no perseguía reproducir en su arte o en su pensamiento la mecánica de la naturaleza, algo que está al alcance de todo ser humano mediante la observación, sino descubrir las leyes secretas e impalpables que hacen que la naturaleza sea eternamente creadora. Lo que los medievales llamaron «naturaleza naturante» fue una de las preocupaciones constantes de Egipto, y el «rayo celeste» que consiguió captar nos atañe de manera fundamental.
El capítulo primero del Libro del salir fuera de la luz, torpemente traducido como Libro de los muertos, nos recuerda de forma enigmática qué actitud debemos asumir:
He venido a salvarme a mi mismo,
para tenderme en el lecho de Osiris.
Nací huérfano de padre,
como todos los hombres no iniciados.
Tenderse en el lecho de Osiris significa renunciar a la omnipotencia del yo, a la relatividad de las concepciones personales para oír el mensaje de la tradición simbólica. El hombre no iniciado es huérfano porque aún ignora la naturaleza real de su Padre celeste. Al tenderse en el lecho del sacrificio, se ofrece por entero a los dioses y acepta emprender un viaje interior cuyo desenlace desconoce. Quien encuentra al Padre se encuentra a sí mismo, no tanto como individuo temporal sino como fuerza creadora.
Al principio de su Enseñanza, el viejo sabio Amenemopé precisa de forma admirable el contenido vital del pensamiento faraónico:
Principio de la enseñanza
para abrir la mente,
instruir al ignorante
y dar a conocer todo lo que existe,
lo que Ptah ha creado,
lo que Thot ha transcrito:
el cielo con sus elementos,
la tierra y su contenido,
lo que escupían las montañas,
lo que arrastra la corriente,
todo lo que Ra ilumina,
todo lo que brotó sobre la espalda de la tierra.
Los textos egipcios no son cosa del pasado. Aunque es cierto que algunos aluden a una cultura material desaparecida para siempre, los textos calificados de «religiosos» o de «mágicos» conforman matrices de conocimiento que pueden contribuir a que nuestro modo de pensar evolucione en direcciones positivas. El aliento vital del Egipto eterno no ha perdido ni un ápice de su poder, aunque de la civilización que engendró tan sólo queden vestigios.