Mark permaneció junto al aeropuerto hasta que cayó la noche, esperando que las barreras policiales se levantarían. Sobre la torre de control, el cielo permanecía vacío. Ni despegues ni aterrizajes; Egipto estaba separado del mundo.
Kamel lo había advertido bien; el Estado no dominaba ya la situación.
El americano solicitó al taxi que le llevara al centro. Ante cada mezquita, en cada encrucijada, grandes pancartas anunciaban el fin de la corrupción y el nacimiento de la República islámica. Las cadenas de radio y televisión difundían sin cesar los inflamados discursos de los jeques más extremistas.
En la plaza el-Tahrir, la habitual agitación: embotellamientos, autobuses de bote en bote, centenares de peatones hambrientos y sedientos. Un detalle insólito: la ausencia de policía y ejército. ¿Habrían recibido órdenes de no dejarse ver para evitar provocaciones o se habrían pasado ya al otro bando?
Mark abandonó el taxi y entró en una tienda de ropa, regaló al comerciante su chaqueta, sus pantalones y sus zapatos y se vistió del modo más anónimo posible. Con su galabieh azul celeste, tocado con un tejido blanco y calzando sandalias, nadie le tomaría por un europeo. En cuanto se iniciara la tormenta, los extranjeros serían los primeros chivos expiatorios.
Cuando los altavoces de las mezquitas lanzaron la llamada a la plegaria vespertina, la circulación se interrumpió, miles de hombres salieron a la calle y ocuparon la calzada para efectuar las habituales prosternaciones. En pocos instantes, El Cairo se vio transformado en una gigantesca mezquita; Mark, arrastrado por la multitud, no quiso distinguirse. Rodeado de jóvenes integristas, se comportó como un buen musulmán.
Pero no pensaba en Dios, sino en Mona. A la tierna hora en la que la noche de estío se extendía sobre Egipto, ella sobrevolaba el mediterráneo dirigiéndose a Inglaterra; encontraría el modo de sobrevivir y reunirse con ella. En su pecho mantenía la esperanza; pasada la exaltación, el sentido común popular prescindiría del fanatismo. Mientras los monumentos faraónicos permanecieran intactos, su magia protegería el país.
El americano cenó en un café popular, discutió con algunos ancianos que condenaban la violencia, se durmió en su silla y fue despertado, antes del amanecer, por la voz grabada de los muecines.
En la plegaria del alba, la superpoblada capital se transformó de nuevo en lugar de culto.
Como cada año, el fin del ramadán prometía ser la fiesta preferida de los egipcios. Los predicadores no dejarían de recordar que el hombre, gracias al ayuno ritual, había aprendido a dominar sus instintos y sus pasiones para mejor someterse a Dios. Sufriendo hambre y sed, los fieles de Alá habían vivido en pie de igualdad con los más menesterosos y habían compartido sus sufrimientos. Por ello, todos se disponían a entregar su óbolo a los pobres.
Los niños aguardaban con impaciencia el período del Aid el-Seghir, las tres jornadas de júbilo durante las que se olvidarían los rigores del ayuno; recibirían regalos, ropa nueva en especial, los mendigos serían alimentados, los empleados tendrían derecho a donaciones en especies.
Aquella mañana del trigésimo y último día del ramadán, coincidiendo con la fiesta nacional, que conmemoraba el glorioso 23 de julio de 1952, fecha en la que Nasser tomó el poder, los altavoces difundieron ardientes discursos sobre la victoria del islam en el mundo entero. El Sudán, Afganistán, Irán, Argelia, Cisjordania, la India, habían tomado ya el camino de la única verdad, que pronto seguirían el Magreb y los demás países árabes, Indonesia, Asia e incluso Europa. El sueño del Profeta se realizaba. La declaración del rector de la universidad de al-Azhar, según la cual matar un enemigo del islam no era un crimen, provocó las manifestaciones de violencia cuidadosamente preparadas por las organizaciones terroristas.
En los barrios elegantes, infestados de infieles y extranjeros, los integristas vertieron bidones de gasolina y prendieron incendios; los bomberos que intentaron intervenir fueron pisoteados. Las administraciones fueron desvalijadas, las comisarías asaltadas; los escasos soldados que se atrevieron a disparar contra la muchedumbre fueron asesinados.
A media mañana, un cortejo de prisioneros liberados se lanzó, con gran júbilo, al asalto de la gran esfinge de Gizeh; racimos humanos la emprendieron con su lomo y su cabeza, destrozándolos a barrenazos. Poco antes de mediodía, un comando penetró en el museo de El Cairo, rompió las vitrinas que contenían los tesoros de Tutankamón y pisoteó los preciosos objetos. Cuando la estatua de Ramsés II, en la plaza de el-Tahrir, fue derribada, unos gritos saludaron el final del régimen faraónico estigmatizado por Hassan el-Turabi, el ideólogo sudanés cuyo retrato encabezaban todos los cortejos, junto a los del Allatolah Jomeini.
Encogido en su silla al fondo del café, Mark escuchaba la radio, que daba noticias entrecortadas por lecturas de azoras del Corán.
Afortunadamente, Mona estaba a salvo; en aquella debacle, Mark habría conseguido salvar, al menos, una vida. Una vida cuya nobleza y hermosura eran, por sí solas, portadoras de futuro. Mona no renunciaría nunca a luchar por el brillo de un islam tolerante. ¿Acaso no le correspondía a una mujer, como en ciertas épocas de la Antigüedad egipcia, salvar a su país de la barbarie?
Grupos armados recorrían El Cairo gritando consignas de victoria; aquí y allá, columnas de humo negro ascendían hacia el azul del cielo. Los integristas atacaban, sin duda, los centros neurálgicos donde se manifestaba aún cierta resistencia. Por miedo a una hecatombe, el poder dejaba que el pueblo se manifestara sin oponerle los tanques y las fuerzas antidisturbio, con la esperanza de recuperar más tarde el dominio de la situación.
Mark salió de su cubil. Junto a los manifestantes unas veces, con aterrorizados viandantes otras, se dirigió hacia el Viejo Cairo. Quería comprobar la loca idea que, al amanecer, se le había ocurrido.
En el barrio donde vivía Kamel, se celebraba el advenimiento del nuevo régimen como en todas partes. ¿No prometía, acaso, riqueza, felicidad y justicia? Cuando se introdujo en la calleja, el americano miró a su alrededor, ningún chiquillo se dirigió a él. Avanzó hasta la pared del fondo, contra la que se amontonaban bidones oxidados y botellas de plástico.
No se manifestó guardián alguno.
Mark apartó grasientos papeles, descubrió el agujero y se metió por él; inclinado, recorrió el pasadizo, cruzó el umbral de piedra y empujó la puerta blindada.
Vistiendo una galabieh roja, adornada con triángulos entrecruzados con hilos de oro, Kamel estaba tendido en un sofá y escuchaba el vigésimo tercer concierto de Mozart interpretado por Clara Haskil. Un delicado aroma de jazmín flotaba en la sala con cúpula de coloreadas cristaleras. Como en sus precedentes visitas, Mark tuvo la impresión de cambiar de mundo y aventurarse por un continente perdido. El suelo de mosaico azul y blanco, con dibujos florales, los paneles de madera, con labrados arabescos, los muebles de marquetería y las estatuas egipcias componían un universo de paz y armonía cuyo corazón era el jardín interior, donde el canto de una fuente de granito rosado encantaba el oído.
—Siento volver a verle, señor Walker; ¿no le di un billete de avión?
—Un enojoso contratiempo me impidió marcharme con Mona: Mohamed Bokar me esperaba en mi despacho. Ha muerto, pero perdí mi avión y el aeropuerto está cerrado.
—El presidente ha huido; la mayoría de los generales se ha puesto a las órdenes de los islamistas, que se han apoderado de los órganos vitales del Estado. Egipto ha olvidado la advertencia del argelino Said Saadi: «El integrismo se parece a la muerte, pues sólo se experimenta una vez». ¿Quiere un poco de champán?
—El ayuno no ha terminado.
—No es usted musulmán y yo me concedo la posibilidad de romperlo, dadas las circunstancias. Implican saber disfrutar las maravillas de este mundo, como este Dom Pérignon de inigualable sabor.
Mark aceptó la copa que le tendía el egipcio.
—Se reservó usted informaciones.
—Exacto, señor Walker. Por eso deploro su presencia aquí.
—¿Un temblor de tierra inminente?
—El especialista griego ha detectado muchos signos precursores de un seísmo de gran intensidad en el período que vivimos; el epicentro estará en la región de Asuán. Podemos tener la seguridad de que la presa sufrirá grandes daños. El supervisor hubiera debido avisar a sus superiores pero, debido a su arresto domiciliario, yo bloqueé el informe científico. ¿Quién lo hubiera tomado en serio?
—Tal vez los hechiceros nubios percibieran el seísmo… pero no es seguro que se produzca. No es usted hombre que deje tantas cosas al azar.
—Sería una falta profesional; sin embargo, la suerte me ha sido útil Una llamada telefónica me ha comunicado que, esta mañana, algunas sacudidas han aterrorizado a los habitantes de Asuán. El especialista griego no divagaba.
—Me obsesiona una idea enloquecida.
—Me gustaría conocerla.
—No ha desactivado usted los sistemas de explosivos.
—Recuérdeme la antigua profecía, señor Walker.
—El crimen estará en todas partes, la violencia invadirá el país, el Nilo parecerá de sangre, el hambre impedirá la fraternidad, las leyes serán pisoteadas, muchos cadáveres serán enterrados en el río, las aguas serán su sepulcro, pues arderá un mal fuego en el corazón de los hombres.
—No está completa; ésta es la frase que falta: la guerra ha aparecido, destruirá las faltas que los humanos han cometido.
Kamel se levantó, dio unos pasos sobre el mosaico, lanzó una admirada mirada a las estatuas egipcias y consultó su reloj.
—Las explosiones en cadena se han producido, los dos diques han sido destruidos. Dentro de algunos minutos, una ola de doce metros sumergirá El Cairo. No tengo ya medio alguno de salvarle.
—No, usted no ha…
—¿Tenía otra elección? Si mi memoria no me engaña, Hegel escribió una frase soberbia: «Fue en Egipto donde, por primera vez, se estableció un reino de lo invisible». Dios y los dioses estuvieron presentes en esta tierra durante milenios y seguirían estándolo si no hubiéramos cometido tantos errores. Para cumplir la misión que me fue confiada, impedir que los islamistas tomaran el poder, me quedaba un solo aliado: la presa.
—No le creo. No ha tomado usted la decisión de destruir Egipto.
—Antes que verlo en manos de los fanáticos que crearán un segundo Irán, prefiero verlo morir. ¿No se adecúa eso a las profecías de los antiguos? Usted mismo ha evocado un texto, le citaré otro, extraído del capítulo 175 del Libro de los muertos: Yo, el creador, destruiré todo lo que he creado; Egipto volverá al estado de las aguas primordiales, como en los orígenes. Las aguas nacidas en el lago Nasser, que usted mismo denunciaba que condesaban el país a desaparecer, realizarán la profecía. Mi único papel ha sido el de acelerar el ineluctable curso del destino. En definitiva, señor Walker, la bestia monstruosa habrá sido vencida.
—La presa es indestructible, no…
—No repita los falaces argumentos de sus adversarios; Hélène Doltin tuvo el talento necesario para vencer los obstáculos técnicos. Yo fui sólo el último agente.
—Si ha cometido usted esta locura, millones de hombres morirán.
—¿Qué habría quedado del Egipto que usted ama sí los integristas hubiesen tomado el poder? Actuando así doy al país una posibilidad de renacer del océano que le librará del fanatismo y la miseria. No olvide un hecho esencial: cuando las aguas purificaderas hayan cubierto el país, sólo subsistirán las pirámides, de acuerdo con el paisaje simbólico que habían creado los antiguos egipcios. Como montañas, emergerán de la gigantesca inundación; era preciso comprender algo: los hombres de nuestro tiempo deben desaparecer para dar paso a los monumentos de eternidad. Gracias a ellos renacerá una civilización.
—Se ha vuelto usted loco, Kamel.
—No, señor Walker; soy sólo un alto funcionario que ha realizado correctamente su trabajo. Puesto que está usted aquí y mi tarea ha concluido, permítame que le ofrezca mi amistad, en la vida y en la muerte.
Cuando Kamel levantó su copa, un terrible rugido hizo Un rugido como sólo podía producirlo una ola gigantesca. Segada de muy lejos, hasta el punto de ocultar la luz.