El avión de Kamel aterrizó en El Cairo a las nueve treinta. Había por todas partes soldados de uniforme, pertenecientes a las unidades especiales antidisturbios. Un general, visiblemente nervioso, comunicó al hombre de la policía secreta que el tráfico aéreo con el extranjero se mantenía sin más incidentes que los habituales retrasos.
—Márchense inmediatamente —recomendó Kamel a Mona y a Mark— les obtendré plazas en un avión cualquiera.
—Debo pasar por mi casa —exigió ella.
—Yo también —dijo el americano.
—¿Quieren llevarse algunos recuerdos? Corren ustedes peligro.
—Mañana termina el ramadán —recordó Mona—; la gente pensará en la fiesta, no en la violencia.
—¡Qué Alá le dé la razón! Dos de mis hombres les protegerán hasta que se marchen.
Mark Walker clavó sus ojos en los del egipcio.
—Volveremos a vemos, Kamel.
Mucho me temo que no.
Ambos hombres se estrecharon la mano, lamentando no haberse conocido un poco más.
Al salir del aeropuerto, Kamel subió a un mercedes blanco mientras la pareja se alejaba en un Peugeot Break que se dirigía al centro de la ciudad.
Más encorvado que de costumbre, con la frente surcada por las amigas y sus dedos desgranando sin cesar las cuentas de un rosario, Mohamed Bokar estaba sentado en el sillón de Mark Walker. Tras haber eliminado al criado, esperaba en la penumbra del despacho.
Por culpa del americano, lo había perdido todo, su papel de líder del terrorismo, su honor y su mujer. Era inútil presentarse ante sus comandatarios extranjeros y los jefes religiosos de la revolución islámica; su fracaso en Asuán y la aniquilación de su comando le habían desacreditado para siempre. Sólo había cometido un error, subestimar la capacidad de Mark Walker para perjudicarle.
Éste volvería, Bokar estaba seguro de ello; necesitaba sus expedientes, aquellos papelotes que le parecían esenciales.
El americano no saldría vivo de su morada. Kabul solía encargarse del trabajo sucio; pero esta vez lo llevaría a cabo el propio Mohamed Bokar, tan frío como una serpiente.
Mark y Mona tenían en el bolsillo un pasaje hacia Londres; la egipcia se reuniría con su hija, el americano tenía allí numerosos amigos y un apartamento en el que la pareja iba a instalarse con la esperanza de regresar lo antes posible a Egipto.
El Peugeot Break tuvo que rodear numerosos grupos de fieles que habían invadido la calzada e impedían el paso de los automóviles. Tras un sinuoso recorrido de más de dos horas, el vehículo se inmovilizó por fin al pie del edificio de Mona.
—Meteré lo esencial en una sola maleta —anunció la joven.
—Para ganar tiempo, iré a pie hasta mi casa y regresaré a recogerte.
El avión de Londres, retrasado, despegaría a las seis de la tarde. Manifestaciones y embotellamientos interrumpirían el camino del aeropuerto; no les quedaba pues mucho tiempo.
—Apresúrate, Mark.
—Me limitaré al mínimo: un artículo importante sobre la presa que publicaré en los periódicos ingleses y algunos documentos irremplazables.
—No dejes de mirar tu reloj.
—Prometido. Los hombres de Kamel velarán por ti.
—Bastará con uno; toma tú el otro.
—Si quieres… pero yo elijo.
Aparte, Mark discutió con sus guardias de corps, dos policías de unos treinta años pertenecientes a un cuerpo de élite. Solicitó al más plácido que velara por la seguridad de Mona.
—Si no he regresado a la una y media —exigió—, márchense sin mí; Mona no debe perder este avión y la facturación se cierra dos horas antes de la salida. Un incidente cualquiera puede retrasarme. En este caso, su colega requisará un coche y nos reuniremos con ustedes en el aeropuerto.
El policía asintió.
—¿Y si el retraso fuera muy grande?
—Ya me las arreglaré para tomar otro avión.
Mark tomó a Mona en sus brazos.
—Esta noche estaremos en Londres.
—Celebraré lejos de mi casa el fin del ramadán…
—Intentaré disipar tu pesadumbre.
Algunos viandantes, indignados por la actitud de la pareja, les lanzaron miradas agresivas.
—Tal vez creen que no estamos casados —dijo Mark, sonriendo—; he aquí mi regalo para la recién casada.
Incrédula, Mona contempló el collar de brillantes y esmeraldas.
Con gestos lentos y dulces, Mark colocó el adorno sobre la piel satinada de la joven.
—Según mis ritos familiares, somos ya marido y mujer.
Olvidando su pudor, Mona besó a Mark en plena calle. Incómodos, los dos policías apartaron la vista.
—Date prisa; ahora estoy impaciente por sentarme en el avión.
—Con un talismán como éste, vivirás mucho y feliz.
Acompañado por su guardia de corps se alejó a grandes pasos.
Mark había hecho bien en no utilizar el coche; tras el pillaje de las tiendas de lujo y oficinas de importación-exportación por jóvenes integristas provistos de barras de hierro, las fuerzas antidisturbios habían cerrado el barrio. A pesar de la intervención del policía, el examen de sus documentos requirió media hora; con los pulmones ardiendo y la lengua seca, ambos hombres corrieron hacia el palacio de dos pisos donde el americano había dejado tantos recuerdos.
Mark empujó la reja, atravesó el jardín, entró en la mansión y tomó brusca conciencia de que el banco del guardia estaba vacío; a aquellas horas, habría debido de dormir a pierna suelta, con el turbante sobre los ojos.
Llamó varias veces.
En vano.
—No es normal —dijo a su guardia de corps—; en caso de ausencia obligada, le habría pedido a su primo que custodiara la casa.
El policía sacó una automática de fabricación israelí y subió la escalera de mármol atento al menor ruido.
A la altura de la alcoba, un crujido; Mark quiso entrar primero, el policía se lo impidió. Blandiendo su arma, con el brazo estirado, exploró el lugar.
—Nadie.
Nadie, salvo la fotografía, la gran fotografía de Hélène Doltin. Mark la hizo pedazos.
Su reloj marcaba las doce cincuenta; tenían que apresurarse.
—Vayamos a mi despacho.
El policía precedió de nuevo al americano y empujó la puerta de la habitación cuyas contraventanas estaban cerradas. Dio dos pasos, incomodado por la penumbra y advirtió, demasiado tarde, una presencia a su izquierda.
Disparó, no alcanzó a Mohamed Bokar que le hundió en los riñones la hoja de su cuchillo y cayó de lado soltando la automática. El terrorista la recogió y mató a su víctima disparándole una bala en la cabeza.
El drama había sido tan rápido que Mark no tuvo tiempo de intervenir; su mirada encontró la del asesino, gélida, irónica.
Voluntariamente, Mohamed Bokar disparó demasiado arriba; la bala rozó los cabellos de Mark Walker y se clavó en un adorno de madera. El integrista quería acosarlo en su propia mansión, verle llorar de miedo, oírle gemir y grabar, en su carne torturada, las palabras del Corán contra los infieles.
Mark corrió hacia el fondo del pasillo, vaciló antes de penetrar en una habitación cerrada desde hacía muchos años; el asesino se aproximaba armado con una automática y un puñal. Sus sandalias no hacían ruido alguno en la alfombra.
Mark giró la empuñadura de la puerta; desde que había servido de capilla ardiente para los despojos de sus padres, nadie había entrado en aquella estancia. Mohamed Bokar avanzó sin apresurarse; el americano se había cortado todas las salidas. Si pedía socorro, nadie le oiría; la calle, al otro lado del jardín, era demasiado ruidosa. Para impedir que saltara por la ventana le clavaría una bala en cada rodilla; luego, le clavaría el cuchillo.
A pesar del peligro, Mark se demoró un instante en las fotografías de sus padres y en los paisajes de una niñez feliz. Aquella felicidad había sido preservada allí, en el lugar donde su padre y su madre se habían amado.
El terrorista se detuvo; el americano, caído en la trampa, no se movía ya. Dentro de unos instantes, le suplicaría que respetara su vida. Mohamed Bokar había matado a muchos hombre en Afganistán, pero nunca de cara. Utilizaba explosivos o atacaba por la espalda. Se liberaría de su propia cobardía torturando a Walker, condenado al infierno de los incrédulos.
Cuando la encorvada silueta de Mohamed Bokar cruzó el umbral del santuario familiar, Mark recordó la áspera discusión en la que había reprochado a su padre su afición por la caza. ¿Su Winchester favorita, colgada sobre una cómoda, funcionaría todavía?
El americano tomó el arma, apretó dos veces el gatillo y cerró los ojos.
No oyó grito de dolor alguno ni ruido de caída; si había fallado, estaba condenado a morir entre horribles sufrimientos.
Alcanzado en pleno corazón, Mohamed Bokar había permanecido de pie durante algunos segundos, con la boca abierta y los ojos asombrados, antes de caer en un sofá.
Por efecto de las balas, su rosario se había roto; las cuentas corrieron por la alfombra de Afganistán, manchada con su sangre.
Mark creyó que tendría tiempo de llegar a la cita, pero un cortejo de mujeres veladas, blandiendo el Corán, le cerró el paso. Rodeadas por un servicio de orden compuesto por integristas armados, gritaban consignas hostiles al régimen establecido y favorables a la inmediata instauración de la ley islámica. Empujarlos e intentar evitar la muchedumbre habría supuesto un linchamiento.
Rodeando el obstáculo, Mark tomó pequeñas callejas llenas de coches atascados en embotellamientos que imposibilitarían, muy pronto, cualquier circulación.
Llegó al pie del edificio de Mona a las dos y cinco; el Peugeot Break se había marchado. Tenía que encontrar un taxi que le llevara al aeropuerto.
Mona había discutido hasta la una y cuarenta y cinco, pero el policía había acabado arrancando, tras afirmar que debía respetar sus imperativas órdenes. Gracias a sus bocinazos, las bruscas aceleraciones, los zigzagueos, las subidas a las aceras e, incluso, las amenazas empuñando un revólver, consiguió llegar al aeropuerto a las cuatro y cuarto.
La situación se había degradado desde la mañana; fuerzas antidisturbios, con casco y vestidas de negro, registraban coches y pasajeros. El guardia de corps de Mona consiguió acelerar los trámites, acompañó a la joven hasta el mostrador de facturación y, a pesar del retraso, insistió en que embarcara.
Aterrorizada, Mona no dejaba de mirar hacia atrás, buscando a Mark en una muchedumbre de extranjeros que tomaban al asalto los mostradores de las compañías aéreas dispuestos a comprar un billete a cualquier precio.
—No me marcharé sin él.
—Tomará otro vuelo.
Un grupo de ingleses, presas del pánico, empujó a Mona hacia el control de pasaportes. Pese a sus protestas, fue arrastrada por un río humano que empujó a los aduaneros y tomó las escaleras mecánicas que llevaban a las salas de embarque.
La joven intentó retroceder por última vez, pero unos soldados la obligaron a avanzar en compañía de los demás viajeros.
Las formalidades de embarque se redujeron al mínimo.
Rota, aunque segura de encontrarse con Mark en Londres, Mona lloró al abandonar la tierra de Egipto.
Liberándose por fin de un monstruoso embotellamiento, el taxi de Mark Walker voló hacia Heliópolis. Un kilómetro antes de llegar al aeropuerto, un control de policía le obligó a detenerse. Mark parlamentó con un oficial que exigía ver pasaporte y billete.
—¿Puedo pasar?
—Sus papeles están en regla, pero tendrá que volver más tarde.
—Tengo que viajar a Europa.
—El aeropuerto internacional acaba de cerrarse hasta nueva orden.