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El supervisor de la presa mantenía la cabeza inclinada sobre los dibujos.

—Conoce usted su significado, ¿verdad?

—Sí, señor Walker, pero estos trazos parabólicos son el reflejo de una simple teoría.

—No, de una experimentación cuyos resultados le eran también conocidos.

—Es usted demasiado pesimista… La presa no es un dique como los demás.

Kamel observaba a Gamal Shafir; su fe se resquebrajaba. Ante una amenaza calculada y algunos peligros cifrados, creía menos en el carácter indestructible del monstruo.

—Reconozca al menos que el encenagamiento del lago Nasser es mucho más rápido de lo previsto.

—Tal vez…

—Me anunció usted la llegada de un equipo de especialistas, encargados de estudiar los depósitos de limo.

—Era un proyecto, señor Walker.

—¿Quién se lo presentó?

—Unos técnicos, hace más de un mes.

—¿Qué hicieron sobre el terreno?

—Un examen superficial, sondeos… ¿Qué se yo? Me habían pedido que estudiara los medios menos costosos de dragar el fondo del lago y limpiar la presa.

La mirada de Kamel se hizo gélida.

—¿Es usted un traidor o un imbécil?

Gamal Shafir dio un respingo.

—¿Qué significa…?

—¡Un traidor y un imbécil! Merece que le ahorquen. ¿Cuándo se verificaron las turbinas por última vez?

—En abril pasado; dos de ellas tenían ligeras grietas que, a largo plazo, harán imprescindible su sustitución. Pedí un presupuesto a una empresa americana y otro a un grupo francés.

—¿Qué era representado por una mujer joven?

—Sí, en efecto.

Mark describió a Hélène Doltin.

El supervisor la identificó.

Los «especialistas» en encenagamiento habían colocado en la masa lodosa explosivos de gran potencia; quienes se habían encargado de las turbinas actuaron del mismo modo. Además de la capacidad de destrucción de sofisticados ingenios, las ondas sonoras de excepcional intensidad, brutales y precisas al mismo tiempo, habrían abierto considerables brechas en ambos diques.

Caída la noche, Kamel ofreció champán a Mark y Mona en la terraza de la mansión blanca.

—Será necesaria una escuadra de obreros y artificieros calificados para quitar las cargas explosivas. Los comandos terroristas hicieron una verdadera hazaña; cierto es que los ingenieros de la ex URSS les ayudaron mucho. Dentro de dos días, cuando finalice el ramadán, que coincide este año con nuestra fiesta nacional, Mohamed Bokar habría dado órdenes de hacerlo saltar todo.

—¿Quería sumergir Egipto? —preguntó Mona.

—Luxor como máximo, de acuerdo con las erróneas interpretaciones facilitadas por el supervisor.

—Miles de muertos, millones sin duda…

—Desde el punto de vista terrorista, una soberbia demostración de fuerza. Tras semejante hazaña y la aniquilación de la ciudad turística por excelencia, ¿quién habría discutido la supremacía de los terroristas?

Mark parecía nervioso.

—No me siento satisfecho —reconoció.

—¿Qué le molesta?

—Han interceptado ustedes material de guerrilla y los elementos de un detonador… ¿Y si existieran uno o varios más?

Un largo silencio acogió la pregunta del americano. Mona se levantó para buscar entremeses fríos y brochetas de cordero; de paso, lanzó una ojeada a la mezquita en construcción.

—Es una eventualidad —admitió Kamel—; pero sería también necesario alguien capaz de utilizarlos. Ejército y policía han peinado toda la zona.

—Sin conseguir detener a Mohamed Bokar.

—Solo, o con algunos fieles incluso, nunca logrará acercarse a su objetivo. Si esto puede tranquilizarle, no levantaré ninguna medida de seguridad hasta que terminemos de desactivar los explosivos.

—Loable precaución.

Mona sirvió unos deliciosos platos.

—Es extraño —observó—; los obreros han desmontado el andamio, pero la mezquita nueva no está iluminada.

—¿Idas y venidas durante el día? —preguntó Kamel.

—No, no he observado nada.

—Permítanme que les abandone unos momentos.

El egipcio dio por teléfono unas breves órdenes.

Quince minutos más tarde, mientras gozaban de la brisa del desierto, cálida y suave, Mark y Mona asistieron al sitio de la mezquita por las fuerzas de seguridad.

No encontraron resistencia alguna.

Menos de una hora más tarde, Kamel tenía los resultados de la intervención.

—Gracias a usted —le dijo a Mona—, hemos echado mano al último elemento de su dispositivo: en el sótano de la mezquita, un buen montón de mandos a distancia. Desde este lugar se habrían provocado las explosiones en cadena. Ahora, cualquier peligro ha desaparecido ya. Podemos saborear esta excelente cena con tranquilidad… Mientras aguardamos las tinieblas.

El jazmín perfumaba el aire.

—Qué deliciosa velada… Bastaría con retener la felicidad en lo más profundo de nosotros mismos y olvidar la fealdad de los humanos… Pero ¿quién de nosotros es capaz de hacerlo? Antaño, los jefes de tribu aprovechaban la noche para transmitirse los secretos de la vida.

Hasta que concluyó la cena, se abandonaron al río del pasado y caminaron por desaparecidas tierras.

—Siento quebrar la magia de esta noche de estío —se lamentó Kamel—, pero debo devolvemos a la realidad. Aunque su odisea personal y el trabajo de mi equipo hayan obtenido un éxito total, no hemos salvado Egipto. En El Cairo la situación evoluciona rápidamente y en la mala dirección. Al aceptar las exigencias de los integristas, el gobierno ha puesto la cabeza bajo el hacha.

Mona se rebeló.

—¡No es posible! Nuestros dirigentes no son tan insensatos.

—Las ratas abandonan el barco que se hunde. Debemos marchamos sin tardanza; dentro de unas horas, los islamistas iniciarán el proceso de la toma del poder.

—¿No es usted un derrotista?

—Hipocresía, cobardía, inconsciencia… Eso es lo que hemos opuesto a un maremoto alimentado por la miseria del pueblo. ¿Cómo sorprenderse de que tan frágil muralla se derrumbe? He luchado hasta el último momento y me ha ayudado usted a evitar un desastre, salvando esta presa a la que tanto había combatido.

—¿Qué nos aconseja? —preguntó la muchacha.

—Márchense conmigo mañana por la mañana; espero poder encargarme de su protección hasta el aeropuerto y permitirles abandonar Egipto en cualquier avión.

Mark estaba destrozado, pero apreciaba en exceso la lucidez de Kamel para dudar de su juicio.

—Me pide usted que abandone esta casa, Egipto, la lucha contra la presa…

—Una conducta suicida sería indigna de usted; si el destino lo quiere así, podrá regresar. Mañana, a las ocho, saldremos hacia la capital.

Ni Mona ni Mark durmieron.

Hasta el alba del vigésimo noveno día del ramadán, pasearon por el desierto, alejándose de la presa agazapada en las tinieblas. Con su bastón, una rama de acacia tallada, el americano golpeaba regularmente el suelo para alejar a las serpientes.

La pareja ascendió a una colina en forma de pirámide y se sentó en la cima. Agitando sus grandes alas, una lechuza les sobrevoló.

—Tal vez Kamel se equivoque —dijo Mona—; ¿no acaba de obtener una victoria decisiva sobre los terroristas?

—No quiere ocultarse en un sueño.

—¿Qué decides?

—Regresemos a El Cairo con él.

—Me habías hecho amar Asuán.

—¿Imaginas este paisaje sin la presa? Sería pura magia… A veces, tengo la sensación de que los hombres se empeñan en destruir los paraísos que este planeta les había ofrecido.

Antes de que los últimos jirones de noche se desgarraran, Mona pronunció las plegarias rituales. Mark dejó vagar su mirada por los dorados flecos del levante.

El agua de la cantimplora estaba fresca todavía; dándose la mano, regresaron a la casa.

Las tumbas del cementerio musulmán se apretaban unas contra otras; en los túmulos coronados por modestas estelas desprovistas de inscripción, algunos guijarros blancos. Todos conocían el emplazamiento de sus muertos.

Como homenaje a su dignidad de hechicero, Soleb había obtenido una tumba con cúpula, digna de un jeque. Kamel había cumplido su palabra permitiendo a los nubios sacar el cadáver del depósito y proceder a sus ritos sin presencia extraña alguna.

Mark no podía abandonar Asuán sin rendir homenaje a un hombre a quien había admirado sin reservas. En el interior del sepulcro, una cuerda tendida de la que colgaban hojas cubiertas de plegarias en antiguo nubio y brazaletes de plata.

Junto a la entrada velaba el viejo hechicero impotente que no había podido participar en la expedición. El americano le saludó.

—Soleb se ha marchado al otro extremo del mundo, donde el Nilo nace y donde Nubia existe todavía. Me habló de usted como de un aliado fiel y un hombre de palabra.

—¿Por qué se sacrificó?

—Nuestros hechiceros han cumplido con su deber y seguido al mejor de ellos. En adelante, Soleb será considerado un santo por todos los nubios, implorarán su protección; Soleb no se ha sacrificado, se ha comportado como un guerrero y ha obtenido su victoria.

—Ha muerto, y la presa sigue viviendo.

—Hemos roído su corazón. Ya sólo es una osamenta inerte que no podrá resistir el viento, el fuego, el agua y la cólera de la tierra.