De los antiguos monumentos de la isla de Elefantina sólo quedaban unas ruinas, bañadas por el alba del vigésimo octavo día del ramadán. El gran templo de Khnum, el dios carnero que provocaba la crecida al levantar su pie colocado sobre las aguas, se reducía a un montón de piedras dislocadas; al atravesar aquel destruido universo, Soleb pensó en su Nubia perdida, cuya visión no le abandonaba ni un solo instante.
Llegaba por fin la hora de la venganza y de la justicia.
Tras haber pasado la noche entre los vestigios y absorbido el poder de la luna, el cuchillo celeste de fulminante poder, el nubio se dirigió con paso tranquilo hacia la aldea habitada por sus hermanos de raza. Más alegres y pimpantes que las moradas de los fellahs, las de los nubios exiliados concedían un gran espacio al color: fachadas ocres y rosadas, puertas y contraventanas pintadas de verde o azul, dinteles decorados con motivos geométricos. Acogedores, los habitantes ofrecían de buena gana a los visitantes té a la menta y hablaban de sus tierras sumergidas bajo las aguas, más allá de la presa.
Soleb entró en casa del más viejo brujo de la pequeña comunidad; vivía en una coqueta morada, coronada por una cúpula de ladrillo crudo. Dentro reinaba un agradable frescor. En la obra estaban incrustadas algunas conchas destinadas a alejar los malos espíritus.
Sentados en el suelo de tierra batida, unos veinte hombres de manos azules; la pintura ritual les permitía vencer el mal de ojo.
Todos eran experimentados hechiceros que habían combatido a temibles demonios y dado pruebas de su eficacia. Todos habían jurado poner en común su arte para perforar el corazón de la presa y privarla de veneno.
El viejo hechicero pronunció unas plegarias en nubio arcaico, una lengua que pronto desaparecería; imploró olvidadas divinidades, los discípulos salmodiaron a coro. Durante una hora, hicieron vibrar en sí mismos extrañas fuerzas, heredadas de las plegarias de sus padres. El espíritu de su clan renacía; ya no eran miserables marginales sino una tribu guerrera dispuesta al ataque.
El viejo brujo calló.
Los hechiceros se levantaron juntos; el anciano les indicó un depósito del que salían oxidados fusiles, porras, hachas y podones. Aquellas armas les servirían para cruzar la barrera policial y acercarse al monstruo.
Soleb saludó al anciano de piernas paralizadas que lamentaba no poder acompañar a su ejército.
Tras haber llegado a la orilla este en un transbordador, los hechiceros subieron a dos camionetas que servían, por lo común, para transportar a los obreros de la zona de la presa, y se dirigieron al inmenso dique.
Uno de los hechiceros conocía al soldado que custodiaba el menos frecuentado de los senderos de acceso; como iba a ser relevado poco después, el nubio le ofreció llevarle a su acuartelamiento. El soldado se instaló en la parte trasera, feliz por ahorrarse algunos pasos.
Las camionetas se detuvieron ante el puesto de guardia, del que salieron dos soldados deseosos de examinar los documentos de los obreros. Les sorprendió que todos fueran nubios; aprovechando el efecto de la sorpresa, los hechiceros les derribaron.
El camino estaba libre.
Ante él extremo este de la presa, los hechiceros se sentaron en semicírculo y pronunciaron las fórmulas mágicas que harían estallar el cemento y las piedras y darían libre curso a las aguas del Nilo. Concentrados en un mismo objetivo, los pensamientos de los nubios producían una energía capaz de destripar una montaña. Como habían preparado su ataque y debilitado, durante meses, las defensas del monstruo, éste no podría resistir mucho tiempo.
Una hora, sólo una hora, y las primeras grietas, invisibles, se abrirían en la masa.
Pero los hechiceros sólo dispusieron de veinte minutos; acudieron otros soldados. Dispararon al aire y, luego, amenazaron a los revoltosos; tres nubios respondieron con sus trabucos, hiriendo a un militar. Furiosos, sus compañeros acabaron con ellos.
Cuando intentaron evacuar a los demás hechiceros, éstos se defendieron con hachas, podones y garrotes; su reacción fue tan brutal que sorprendió a las fuerzas de vigilancia. Su eliminación ofreció algunos minutos más a los supervivientes, entre ellos Soleb. Alarmados por los disparos, los refuerzos se lanzaron hacia el lugar y dispararon sin previo aviso.
Soleb murió, en último lugar, convencido de que la presa no podría resistir la magia nubia.
Kamel aplastó su cigarrillo mentolado, apenas encendido; ni siquiera sentía ganas de gozar aquel modesto placer. El Tribunal Supremo del Estado acababa de absolver a treinta y cinco terroristas.
Presionada por las amenazas integristas y con el acuerdo del gobierno, la justicia rompía filas. El ministro de Asuntos Exteriores había pronunciado un importante discurso, destinado al país y a la opinión internacional; su conclusión sonaba a rendición; «El fundamentalismo musulmán debía ser considerado una corriente de pensamiento que tenía derecho a existir».
¿Acaso la mezquita al-Azhar no se negaba a condenar a los terroristas detenidos por la policía? En la calle no se compadecía a los oficiales asesinados y se aspiraba al cambio.
Tras la anulación de los próximos ahorcamientos y el anuncio del diálogo con los islamistas, la Djihad y las Gamaat Islamiyya habían gritado victoria, exigiendo la inmediata partida de todos los políticos y la sumisión del ejército a la nueva República islámica. Al día siguiente se organizarían enormes manifestaciones.
Pobre consuelo; Mohamed Bokar no sólo había fracasado en Asuán sino que era derrotado, también, por sus propios aliados. La situación se le escapaba de las manos, otros líderes ocuparían luego el lugar que dejaría vacante.
También Kamel estaba condenado.
Sería incluso una de las primeras cabezas ofrecidas al nuevo régimen, como símbolo de la resistencia a la islamización radical de la sociedad. Los integristas pondrían, en su puesto, a un religioso que se inspirara en los métodos de la policía secreta iraní.
Los Estados democráticos, como de costumbre, observarían los hechos; en cuanto el nuevo régimen estuviera asentado, comerciarían con él, sin preocuparse por la ideología y las inevitables purgas, es decir la ejecución de miles de musulmanes moderados y de cristianos, a lo que se añadiría la destrucción de los monumentos faraónicos.
Sin embargo, todos lo sabían. Todos habían sido avisados.
En la radio y la televisión, algunos jeques inflamaban los ánimos. Esta vez iban a volver la página.
Desnuda, con una ligera sonrisa flotando en sus arrebatadores labios. Mona se había adormecido. Mark abandonó el lecho sin ruido, entró en su despacho y registró un escritorio en el que había algunos archivadores consagrados a la antigua presa de Asuán. En un montón de carpetas, había ocultado un estuche con un collar de brillantes y esmeraldas que había pertenecido a su madre; ella le había pedido que se lo regalara a la mujer con la que quisiera casarse. Le daría a su amante esta sorpresa.
Aunque su condición de infiel le impidiera casarse con Mona, ella sería la mujer de su vida.
Desde la estancia, cuya habitación estaba abierta, oía el ruido de las obras de la nueva mezquita; semejante ardor, aun en el caso de un lugar sagrado, era ciertamente sorprendente.
Varias hojas escaparon de una carpeta, resbalaron unas sobre otras y cayeron al embaldosado. La experimentada mirada del americano le alertó; uno de los esquemas tenía numerosas analogías con uno de los dibujos que Hélène Doltin apretaba contra su pecho instantes antes de morir.
Un extraño plano de la antigua presa… ¡Eso era lo que le parecía tan precioso!
Mientras escuchaba las explicaciones del americano, Kamel colocó en su bolsillo un pañuelo rojo que daba una nota de color a su traje azul marino.
—Me voy a El Cairo, señor Walker; la revolución no tardará ya en estallar. No niego el interés de su hipótesis, pero ya no me afecta.
—A mi entender los aspectos anormales del plano de Hélène corresponden al emplazamiento de las cargas explosivas. Aunque Mohamed Bokar haya conseguido huir, ¿no provocará él o uno de sus fíeles la catástrofe?
Kamel pareció vacilar.
—Comprobémoslo, se lo ruego.
—Le debo este pequeño esfuerzo, señor Walker.
La antigua presa parecía abandonada. Construida de 1899 a 1902 según planos de sir Willcocks, elevada luego de 1929 a 1934, parecía un muro perforado por ciento ochenta compuertas dispuestas en dos hileras, ciento cuarenta de las cuales estaban en la hilera inferior. Al máximo de su capacidad, el embalse formaba un lago que se extendía hasta doscientos veinticinco kilómetros aguas arriba, es decir una capacidad teórica de cinco mil seiscientos millones de metros cúbicos, que se reducían a menos de cinco mil millones debido a la evaporación.
La construcción de la nueva presa había hecho casi olvidar la presencia de aquel primer monstruo, que dejaba pasar el agua de la crecida; dado el fuerte contenido en limo, pronto habría encenagado las compuertas, que sólo se cerraban cuando bajaban las aguas, hacia mediados de octubre. El agua embalsada se distribuía en primavera y en verano, durante el período cálido y seco, antes de la nueva crecida. De dos metros de anchura, abiertas a treinta y tres metros de profundidad, las compuertas escupían un espumoso chorro de cien toneladas de agua por segundo.
La construcción de la antigua presa había permitido el desarrollo del cultivo intensivo del algodón, gran consumidor de mano de obra no cualificada, y acarreado una expansión demográfica cada vez más enloquecida. De este modo, la irrigación permanente, al romper el ritmo de las estaciones y la voluntad de la naturaleza, había lanzado Egipto al infierno de la superpoblación, lecho de la miseria y del fanatismo.
Los hombres de Kamel pusieron manos a la obra; varios submarinistas examinaron las compuertas.
—La gran presa ha sido atacada esta mañana —reveló el egipcio.
—¿Un comando terrorista?
—No, unos nubios con armas ridículas.
Mark sintió un nudo en la garganta.
—Las fuerzas de seguridad…
—Han cumplido las consignas. No hay supervivientes.
—¿Está Soleb entre las víctimas?
—Los cadáveres están en el depósito.
—Voy a pedirle un favor: permita a los nubios enterrar a Soleb hoy mismo.
—¿No es el culto a la amistad más precioso que una rara perla?
A primeras horas de la tarde, llegó el veredicto: la antigua presa estaba llena de potentes explosivos. La mitad de las compuertas quedarían pulverizadas. Según el especialista de la policía y dos ingenieros llamados urgentemente, la destrucción de la antigua presa provocaría una formidable onda de choque que descoyuntaría el enorme dique.
—¿A su entender —preguntó el americano—, se derrumbaría?
—Sólo si una segunda onda de choque, más potente todavía, procedente del sur, se unía a la primera.
Febril, Mark extendió sobre una roca los dibujos de Hélène Doltin.
—¿Este tipo de presa se considera indestructible, no es cierto?
—Es una reputación no merecida —consideró un ingeniero, a pesar de las protestas de su colega—; son, incluso, las más vulnerables y las que han sufrido más accidentes.
—El dique es indestructible —afirmó el otro ingeniero, contradiciendo sus propias palabras.
—Mire estos dibujos —exigió Mark—; ¿no se trata de un modelo de destrucción de una enorme masa por una sucesión de ondas de choque?
El examen del primer ingeniero fue de corta duración.
—Son efectivamente líneas parabólicas consecutivas a una explosión en los fundamentos de una presa. Asistí a un simulacro con maqueta: se mina las partes bajas aguas abajo, se provoca un derrubio y una ruptura vertical en la masa, aparecen fisuras internas y se prolongan hasta paramento, aguas arriba.
Su colega calló, molesto. Mark Walker pensó en voz alta.
—Se renunció a construir presas-bóveda en el Nilo debido al grosor de los aluviones que se acumulan cada año al sur del gran dique y amenazan, mucho antes de lo previsto, con obturar las turbinas… Pronto, Kamel. No podemos perder ni un segundo.