Apenas se habían despedido y echaba ya en falta a Kamel. Aunque se hubiera negado a ser su amigo, el egipcio le fascinaba; ardía en él una llama que Mark conocía muy bien, la del ideal que debía cumplirse más allá de la propia persona, aunque la época ya fuera sólo corrupción y compromiso. Hombres de aquel temple no estaban de moda y molestaban al poder constituido, sin duda porque encarnaban una rectitud sin valor comercial. A Mark le hubiera gustado hablar largo y tendido con Kamel de sus raíces, de su llameante islam, de la elegancia de pensamiento y de la riqueza de la mano del calígrafo; pero sus destinos habían dejado de cruzarse. El policía regresaba a sus terroristas, Mark a su presa.
El americano se sentía feliz de haber terminado con aquella violencia a la que no se acostumbraba; era necesario el inquebrantable poder de Kamel para sobrevivir en semejante clima y regresar al combate cada mañana, sin temor y sin cansancio. Durante aquellas jornadas en las que la muerte había golpeado con tanta frecuencia, el egipcio le había transmitido algo de su aliento, el aliento que las antiguas divinidades concedían a los hombres piadosos para que cumplieran su función con entusiasmo y rigor.
Cuando el Mercedes se detuvo ante la mansión blanca, Mark creyó que estaba viendo visiones. En la terraza, estaba tomando el sol tendida en una tumbona de mimbre, con los pies desnudos; una blusa abierta y una corta falda permitían adivinar su adorable cuerpo, sus negros cabellos brillaban a la luz dorada del atardecer.
Mark corrió hacia ella.
—Mona… ¡Eres tú, eres tú!
Ella despertó, le miró con sus ojos de un verde claro y le abrazó, suave como la brisa vespertina.
—No podía seguir recluida… Y El Cairo es más peligroso que Asuán, ¿no?
—¿Te han dejado marchar?
—Con permiso de Kamel, por mi cuenta y riesgo. ¿Acaso la vigésimo sexta noche del ramadán no es la del destino?
—Eres la felicidad misma, Mona.
Ella, picara, se apartó.
—Debemos guardar las distancias, antes de que concluya el ayuno.
Mark despidió a los hombres de Kamel; los nubios bastarían para custodiar la casa.
¡Dios mío, como tardaba el sol en ponerse! Nunca había deseado a una mujer como en aquel instante, pero respetó su meditación y su plegaria. Cada uno de sus gestos era una ofrenda a la vida, cada una de sus actitudes una expresión de deseo; la luz moribunda la hacía más sensual aún.
Por fin, pudieron beber un vaso de agua y besarse.
—Tengo hambre —dijo ella risueña.
Sin escucharla, Mark comenzó a desnudarla.
—¿No esperarás a comer lo que te he preparado?
—Los límites de mi paciencia han sido superados hace ya mucho tiempo.
—Casi me asustas…
Hizo resbalar la blusa por los hombros de Mona; sus pechos estaban libres y se estremecían. Los besó con la punta de los labios, delicadamente, como un pintor que diera breves pinceladas a su cuadro. Desabrochó luego la falda y la desnudó con lentitud, mientras ella cerraba los ojos soñando en el loco placer que se disponían a compartir.
Antes del amanecer del vigésimo séptimo día del ramadán, desayunaron en la terraza, disfrutando la calidez de la noche de estío. Mark le había contado las peripecias de la investigación y su final feliz.
—Hay que recuperar la esperanza —afirmó ella—; es el primer fracaso serio de los islamistas.
—Han fallado por muy poco con el Primer ministro.
—¡Pero han fallado! El destino se vuelve contra ellos.
—Es imposible descifrar los dibujos de Hélène… El detalle no tiene ya importancia, pero me irrita. Consolidando mi expediente sobre los nefastos efectos de la presa, tal vez tenga la suerte de comprenderlo.
Ella apoyó la cabeza en su hombro.
—Conozco mal Asuán… Antes de zambullirte en tu trabajo, ¿tendrás la bondad de servirme de guía?
—Pesada exigencia.
—Temo una elevada contrapartida…
—Tienes razón.
—Pronto se levantará el día. No nos queda ya tiempo de…
—Dios ama el amor, de lo contrario no sería Él; ¿no va a perdonarnos, pues, una ligera transgresión del horario?
Mona no rechazó a su amante.
El mausoleo del Aga Khan, la isla Kitchener, las tumbas de la orilla oeste, Elefantina, Filae… Mark había trazado un plan de visitas, para que Mona descubriera los esplendores de Asuán. Recorrieron el mausoleo a primera hora de la mañana y se recogieron ante el sarcófago de mármol blanco; un sirviente pasaba el aspirador, pero no era Soleb. Conmovida, la muchacha contempló la rosa roja, símbolo de un amor más allá de la muerte.
En falúa, llegaron a la isla Kitchener, propiedad antaño de un general inglés que había vencido en el Sudán, en 1898, a el Mahdi, un temible integrista; aun siendo militar, Kitchener no dejaba de tener el alma bucólica. En su isla, había albergado plantas tropicales raras de Asia y África; Mark y Mona pasearon pues por las avenidas de un lujurioso jardín botánico poblado de sicomoros, palmeras, kapokieros, mangos, bugainvillas, clemátides de flores blancas y azules, ibiscos, guayabas y demás maravillas que edificaban una coloreada sinfonía. Se sentaron bajo un Saraca indica de hojas anaranjadas y hablaron de su pasado, mientras pájaros blancos revoloteaban de árbol en árbol. Les pareció un milagro que tal felicidad fuera posible, un milagro que debían saborear como descubridores de un nuevo mundo. Liberados del ayer, pensaron en el porvenir que construirían juntos.
Cuando el calor menguó un poco, subieron a bordo de la falúa; tuvo que recorrer una corta distancia para llegar a la orilla oeste. Las tumbas de los antiguos señores de la provincia habían sido excavadas en la cima de una colina; las rampas utilizadas para tirar de los sarcófagos eran visibles todavía, pero los visitantes tomaban una escalera de ochenta peldaños para alcanzar la última morada de los príncipes de Elefantina, gobernadores de renombre y exploradores del Gran Sur.
—Es mi paraje preferido —confesó Mark—; desde allí, la vista es espléndida y se olvida la presa. El Nilo no parece haber cambiado; y sin embargo, agoniza.
—Tú impedirás que muera.
—Sería necesario devolverle la libertad… ¿Estás dispuesta a subir tantos peldaños?
—Te sigo.
Los dos amantes subieron por la escalinata. Apenas habían iniciado el ascenso cuando un gafir, guardián nombrado por el Servicio de antigüedades, les adelantó corriendo y les cerró el paso.
—Prohibido ir más lejos.
—¿Prohibido por quién? —se extrañó Mark.
—Por el inspector de Asuán.
—¿Por qué?
—Las tumbas están cerradas.
—Tengo una autorización permanente de visita extendida por el director del Servicio de antigüedades, en El Cairo.
—No podrá entrar.
—¿Me tomas el pelo?
—Unos obreros están haciendo una restauración y colocando cristales ante las pinturas.
—Nos limitaremos a pasear ante las tumbas.
—Imposible… Los obreros han dejado su material y podrían hacerse daño.
—¿Desde cuándo están trabajando?
—Desde hace unos días.
—Contemplaremos el paisaje desde lo alto.
—Los peldaños están desgastados y son peligrosos: una barrera de seguridad les impedirá pasar.
Mark sacó varios billetes de su bolsillo.
—Deseo mostrarle el paraje a mi amiga; seremos muy prudentes.
—Lo siento, las órdenes son estrictas: nadie debe subir. No me creen problemas.
—¿Cuándo finalizarán los trabajos?
—Lo ignoro.
—Bueno, tendremos que aguantarnos.
La pareja se alejó, vigilada por el guía.
—Sube a la falúa —dijo Mark a Mona.
—¿Qué ocurre?
—El Servicio de antigüedades no inicia obra alguna durante el estío. ¿Por qué miente este guardia?
—No tiene ganas de que le molesten; cuando el ramadán está finalizando, la fatiga se siente cada vez más.
—A mi entender, los cómplices del guardián están cortando un bajorrelieve para venderlo a un rico coleccionista. Subiendo por una de las rampas, les agarraré con las manos en la masa.
—Es peligroso…
—Correrán como conejos.
El guardián no tenía que impedir el paso a demasiados turistas; discutían, protestaban un poco y se marchaban.
Desde el promontorio, oculto tras una piedra, Mohamed Bokar asistió a la escena: una pareja había iniciado el ascenso y, luego, había dado con el centinela que les había impedido ir más lejos.
En el Nilo, tres falúas aprovechaban la débil brisa cálida para dar la vuelta a la isla de Elefantina; a bordo, unos japoneses y un belga que se atrevían a desafiar, aún, la prohibición de las Gamaat Islamiyya. Muy pronto, los infieles no cruzarían ya las fronteras de la nueva República islámica de Egipto, libre ya de sus monumentos paganos, insoportable mancilla a los ojos de Alá. Gracias a las indicaciones proporcionadas por el supervisor de la presa, los terroristas destruirían Luxor y su región gracias a una ola purificadora. El agua derribaría los templos de Karnak, sumergiría las antiguas tumbas y destruiría la Tebas de los faraones. Más tarde edificarían allí una gigantesca mezquita conmemorativa, para inculcar a los jóvenes el espíritu de conquista.
Mohamed Bokar vio que la pareja descendía hacia la orilla. Pasada la alarma, permitió a sus hombres descansar. Anochecía y tenían sed, pero apreciaban la agradable temperatura que reinaba en el interior de las tumbas del Imperio Antiguo, a salvo de los ardores del sol. Ya sólo tenían que resistir dos días y podrían pasar a la ofensiva, cuando las fuerzas del orden, desconcertadas, hubieran bajado la guardia. A cambio de salvar la vida y mantener sus privilegios materiales, varios oficiales superiores habían vendido su alma al jefe terrorista, creyendo en sus promesas; durante el asalto final, le facultarían la tarea dando a sus hombres órdenes contradictorias que paralizarían la intervención de las unidades de élite. Y, como todos los ejércitos del mundo, el de Egipto, privado de cabeza, se uniría al vencedor para convertirse en su dócil esclavo.
De pronto, unos roncos gritos procedentes de la orilla.
Mohamed Bokar corrió a su puesto de observación, el gafir aullaba y gesticulaba, señalando con el dedo una de las rampas que conducía a las tumbas.
El integrista se asomó y vio a un hombre que avanzaba hacia él.
Mona, escandalizada por la actitud del guardián, exigió explicaciones; el hombre cogió una piedra y la arrojó a la joven, fallando por poco. Temiendo que el propietario de la falúa interviniera y considerando que había cumplido su misión, puso pies en polvorosa.
Mark Walker… Sí, era él, aquel infiel de insolente suerte, responsable de la desaparición de Safinaz. Clavado en la arenosa pendiente, estaba condenado; moriría como una rata, en un lugar pagano cuyo esplendor alababa para insultar al islam. Mohamed Bokar ordenó a uno de sus hombres que matara al escalador.
Mark había visto al integrista.
No podía huir ni ocultarse. Fácil blanco, volvió la cabeza para comprobar que Mona estaba segura. Inmóvil, acababa de descubrir a un terrorista, arrodillado en un bloque, que apuntaba a Mark Walker con su fusil de asalto.
Dos detonaciones quebraron la calma del ocaso.
Con la cabeza reventada, los dedos crispados sobre su arma, el terrorista cayó al vacío.
Uno de los tiradores de élite del equipo de Kamel, apostado en una falúa, había dado pruebas de su habitual precisión.
Brotando de las embarcaciones, una nutrida descarga impidió a los islamistas tomar posiciones. Mark bajó la pendiente, corrió hacia Mona y la obligó a tenderse en la arena, al abrigo de una roca. Ella le abrazó hasta asfixiarle.
La unidad de intervención de Kamel necesitó más de una hora para vencer la resistencia de los terroristas. Procurando proteger al máximo los antiguos monumentos, habían utilizado granadas de gas, eficaces veintiocho segundos después de haber quitado el pasador.
Perfectamente elegante en su inmaculado traje blanco, Kamel se dirigió hacia la pareja.
Felicidades, señor Walker; gracias a usted hemos aniquilado el resto del comando.
—¿Mohamed Bokar?
—No está entre las víctimas. Huellas de un todo terreno, tras la colina, en dirección oeste, son la prueba de su huida.
—Le creía en El Cairo.
—Siempre he preferido el instinto del cazador a la lógica. En estas tumbas, los islamistas habían depositado fusiles de asalto, municiones y, sobre todo, varios detonadores y mandos a distancia destinados a explosiones de gran poder. Mohamed Bokar creyó al supervisor y se disponía a dar un «golpe quirúrgico» para destruir parte de la presa y sumergir Luxor, la ciudad turística y faraónica por excelencia.
—Y no ha dejado usted de seguirme.
—Entre usted y Mohamed Bokar se ha iniciado un duelo a muerte; ambos se atraen, lo quieran o no. Por eso estaba convencido de que su destino le llevaría hasta él.
—¡Es monstruoso, Kamel! ¿Pensó usted en Mona? ¡Ha podido morir!
—Sólo pienso en el interés general, señor Walker, y comprendo que me odie. ¿No le avisé de que mi función me impedía ser su amigo?