Cuando el sol del vigésimo séptimo día del ramadán se levantó sobre la presa de Asuán, sin conseguir alegrar la enorme bestia gris agarrada a la roca, Kamel puso fin al interrogatorio de los terroristas llegados del Sudán y del policía copto. Habían hablado en abundancia de su entrenamiento, de su compromiso religioso, de su certeza en la victoria, pero no habían dado la menor información sobre su misión. La regla del compartimentado se había aplicado estrictamente; sólo Kabul conocía el objetivo y la fecha. Por ello el veterano de Afganistán, consciente de que nadie puede resistir la tortura, se había suicidado.
Mark Walker había acertado; los balones de fútbol contenían, en efecto, los elementos de un detonador que los terroristas debían entregar al ingeniero que formaba parte del equipo contrario. Tras el partido, aquel pequeño regalo habría pasado desapercibido.
Kamel había depositado grandes esperanzas en el interrogatorio del técnico; pero tampoco él sabía dónde y cuándo debían estallar las cargas, si existían. Kabul le habría acompañado al paraje para darle las últimas precisiones y comprobar su ejecución.
El egipcio subió al tejado del edificio donde habían sido encerrados los terroristas, encendió un cigarrillo y contempló la presa. Contradictorios pensamientos atravesaron su espíritu; él, que ignoraba la pesadumbre, deploraba no poder ser amigo de un hombre como Mark Walker, un ser transparente al que confiarle dudas y esperanzas. El destino le arrebataba aquel supremo gozo.
—Atenas al teléfono —advirtió uno de sus hombres.
Kamel habló largo rato con un apasionado sismólogo seguro de sus predicciones.
Cuando colgó, el egipcio consideró que había llegado el momento de interrogar seriamente a un hombre de los más turbios; a Mark Walker no le disgustaría participar en la entrevista. Kamel pasó pues a buscarle por su casa, donde seguía sumido en su documentación intentando desvelar el misterio de los dibujos de su prometida.
El hombre de los servicios secretos se acostumbraba a los paisajes de Asuán, aunque echaba en falta la magia de El Cairo; desintoxicarse de la capital era difícil. Pese a las angustias del momento, tenía a veces la sensación de estar de vacaciones y disfrutar los encantos del sur como si fuera un simple turista. Egipto no era un país sino un universo cuyas claves se ofrecían una a una, al hilo de las estaciones y los días; el estío de Asuán, implacable, se unía al poder del desierto para hacer oír la voz del granito y la catarata, esa voz inmensa que la presa intentaba acallar. El Nilo pertenecía a todo el planeta; ¿acaso no nacía, según los viejos mitos, en el mismo cielo? Lo que Nasser y los soviéticos habían realizado era un crimen contra el porvenir.
Kamel se sorprendió adoptando las tesis de Mark Walker, aunque antes de su encuentro con el americano no se había preocupado nunca por la presa. Le molestaba aquella influencia.
En la terraza de la mansión, un nubio dormía con un ojo abierto.
Avisa al señor Walker de que estoy aquí.
—Se ha marchado.
—¿Sabes adónde?
—Ha venido a buscarle un coche de la policía.
Kamel corrió al teléfono.
El comisario principal de Asuán no había mandado ningún coche a la mansión del americano.
El comisario, como muchos egipcios, era prolijo y bonachón; panzudo, se quejaba un poco de la ascesis a la que le obligaba el ramadán, felicitó a Mark Walker por su largo y difícil combate contra los perjuicios de la presa, de la que muchos fellahs desconfiaban.
El chófer conducía con prudencia pues las calles de la ciudad estaban llenas de niños y asnos llevando pesadas cargas; las bicicletas zigzagueaban, los automóviles adelantaban sin avisar.
—No podemos ir más deprisa —lamentó el comisario—; ¡imagine que la policía atropella a un chiquillo!
—¿Cuál es el motivo de esta citación?
—No tengo ni la menor idea, señor Walker; mis superiores me han pedido que fuera a buscarle urgentemente y le llevara a comisaría, a causa de un hecho nuevo que le afecta de cerca. No me lo han revelado y no lo lamento. Cuanto menos se sepa, mejor.
El coche se detuvo en una populosa calle, bastante limpia, donde numerosos peatones se cruzaban, sonrientes y habladores. El chófer pidió permiso para dejar un paquete en casa de su madre; contrariado, el comisario parlamentó y solicitó la opinión del americano, que estuvo de acuerdo.
—Conoce usted Egipto, señor Walker; hay que ser indulgente. Este pobre diablo conduce día y noche, no le queda mucho tiempo.
El comisario se secó la frente.
—Qué calor… Perdóneme, voy a comprar perfume.
Mark se quedó solo en el coche. El chófer había desaparecido en una calleja, el comisario en una tienda. Muy tranquilos se mostraban pese a la prisa que tenían.
De pronto, en aquella animada arteria, el americano experimentó una penosa sensación de soledad. No, los policías con prisa no se habrían comportado así… Mark abrió la portezuela y, de un salto, se lanzó a la calzada. Desequilibrado, corrió algunos metros y cayó en la acera de enfrente cuando el coche estalló.
—El explosivo estaba en el portaequipajes —dijo Kamel—. Dos muertos, tres heridos graves, cinco leves, usted entre ellos. Ha tenido mucha suerte, señor Walker.
Con el hombro dolorido y el codo arañado, Mark desinfectó una herida dé su frente con agua oxigenada y rogó al médico que aplicara un esparadrapo para detener la hemorragia. El facultativo, tras haberle auscultado, no consideró necesario administrar más cuidados.
—Mohamed Bokar no anda lejos —afirmó Kamel—; nunca le perdonará la muerte de su mujer.
—Bastaba con enviarme a sus asesinos y cargar mi muerte en la cuenta de la policía.
El atentado con coche bomba es una de sus acciones favoritas. Por su efecto devastador, impresiona las imaginaciones. Daremos con Bokar, estoy seguro; pero antes le propongo una indispensable entrevista.
—¿Con quién?
—Con su viejo adversario, Gamal Shafir.
El supervisor de la presa se agitaba en su sillón; la mirada de Kamel le incomodaba. Tendió una blanda mano al americano.
—¿Un accidente, señor Walker?
—Los terroristas han intentado eliminarme.
—¡A usted! ¿Por qué razón?
—La presa —respondió Kamel.
Gamal Shafir se secó la frente.
—¡La presa! ¡Eso no tiene sentido!
—Según un sismólogo griego, Egipto ha entrado en un período de frecuentes perturbaciones. Tras El Cairo, llega el turno de Asuán; aunque muchos de sus colegas le consideran un extravagante, este especialista ha previsto un importante temblor de tierra en los alrededores del final del ramadán.
—¡Predicción de brujo! No tiene valor alguno.
—¿Lo sabía usted? —preguntó Mark.
—Recibí unos ridículos documentos, en efecto.
—¿Avisó a sus superiores?
—No quiero perder mi puesto.
—Y sin embargo, avisó usted a alguien.
—Los documentos acabaron en la papelera.
—¿Por qué informó a Mohamed Bokar? —preguntó Kamel.
El supervisor se levantó indignado.
—Es escandaloso, usted…
—Siéntese y diga de una vez la verdad.
Temblando, el supervisor obedeció.
—Considera usted la presa indestructible —recordó Mark— y se equivoca. No resistiría un temblor de tierra de fuerte intensidad.
—¡Claro que sí!
—¿Sabe usted que la destrucción de la presa acarrearía la de Egipto?
—Tonterías.
—Una inmensa ola cubriría el valle, El Cairo e incluso el Delta.
—No es cierto; sin duda Luxor quedaría afectado, pero nada más.
—¿Es sincero?
Los ojos de Gamal Shafir no mentían.
—No tiene conciencia del peligro —afirmó el americano—. Es aún más grave de lo que suponía.
—¿Cuándo le amenazó Mohamed Bokar? —preguntó Kamel.
—Le aseguro que…
—Basta ya. Diga la verdad o le interrogaré de otro modo.
El supervisor se derrumbó.
—Hace tres meses se pusieron en contacto conmigo… Tengo familia en El Cairo y no puedo hacerle correr riesgos.
—¿Qué informaciones comunicó a los islamistas?
Gamal Shafir inclinó la cabeza.
—Nada importante, se lo aseguro.
—Hable.
—Me preguntaron la capacidad de resistencia de la presa a los más poderosos explosivos.
—¿Su respuesta?
—Daños ínfimos.
—¿Qué sabe usted de los planes de los terroristas?
—Nada, realmente nada… Pero han renunciado, es evidente. ¿No irá a detenerme?
El desprecio de Kamel hizo enmudecer al supervisor.
Gigantesca y fría, indiferente al sol de estío, les desafiaba. Tal vez el supervisor tenía razón, tal vez la presa era indestructible.
—El tipo es un imbécil —dijo Kamel—; ha acabado creyendo en la infalibilidad de su ídolo.
—Al menos habrá desanimado a los islamistas.
—En absoluto.
—Me ha parecido sincero.
—Lo era; Mohamed Bokar quedó convencido de que las explosiones sólo dañarían superficialmente la presa. Pero algunos daños espectaculares, tal vez un temblor de tierra, y la cólera de Alá… ¡Utilizar la presa para que la revolución islámica triunfe es un golpe espléndido!
—Si el supervisor sobreestima la capacidad de resistencia de la presa, Egipto será aniquilado.
Kamel se entristeció.
—La muerte de un pueblo y de un país por culpa de un funcionario incompetente, un pequeño grano de arena en el mecanismo…
—¿No podría limpiarse?
—Temo que ese trabajo de titanes supere nuestras posibilidades; como máximo, intentaré detener a Mohamed Bokar y decapitar el movimiento terrorista.
—Suponiendo que Bokar esté todavía en Asuán.
—La tentativa de asesinato con coche bomba, en una calle animada, lleva su firma: actuar en la sombra, como un cobarde, pero provocar el estupor de la gente matando de modo espectacular. Kabul estaba ávido de violencia, Mohamed lo está de poder, de un poder basado en el terror.
—Tras la muerte de Kabul, el arresto del comando y ese doloroso fracaso, ¿por qué va a quedarse aquí cuando en Assiut o en El Cairo está seguro?
—Sus argumentos no carecen de lógica, pero prefiero mi instinto de cazador a la lógica.
Minutos más tarde, avisaron a Kamel de que el Primer ministro acababa de escapar, por los pelos, de un atentado. Un coche bomba había estallado pocos segundos después de que pasara el cortejo oficial, en la plaza el-Tahrir. Varios testimonios demostraban la presencia de Mohamed Bokar en El Cairo.
—Tenía usted razón, señor Walker; ante el fracaso de Asuán se ha marchado a la capital para mantener allí el clima de terror. Siento no poder quedarme en su casa esta noche; mi agenda estará ahora muy cargada. Dos de mis hombres se encargarán de protegerle.
—¿Cuándo abandona Asuán?
—Mañana, supongo; piense en la organización de su coloquio, señor Walker. Es una hermosa y noble causa.