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Kamel fumaba un cigarrillo mentolado contemplando la presa; con el cuello de la camisa abierto, no se había anudado todavía la corbata.

Sentado en un sillón de mimbre, también Mark Walker miraba al monstruo.

—¿Por qué despistó a mis hombres?

—Un imperativo de discreción.

—¿A quién vio en el mausoleo del Aga Khan?

—A un amigo.

—¿Su nombre?

—¿Lo ignora usted?

—Me gustaría oírlo de sus labios.

—Puesto que está informado, sabe perfectamente que este hombre es inofensivo.

—¿Le ha dicho algo esencial sobre los terroristas?

Mark sonrió.

—No, realmente no.

—Lo he pensado, señor Walker; estoy convencido de que el grupo de Mohamed Bokar intentará dar aquí un golpe resonante.

—¿Una prueba?

—Un montón de indicios y mi íntima convicción. La presa es, sin duda, una añagaza; concentrándonos en ella, olvidamos el resto de la región.

Pese al calor, algunos obreros, encaramados en andamios, seguían construyendo la nueva mezquita.

—La policía ha matado a algunos integristas en una mezquita de Asuán —recordó Kamel—; buscarán vengarse en la misma ciudad. Olvidemos la idea de un cataclismo y reemprendamos nuestro habitual trabajo de hormigas; puesto que los terroristas circulan con papeles falsos, verifiquemos de nuevo e intentemos obtener informaciones de nuestros soplones.

—A mi nivel, he fracasado.

—Empecemos de nuevo, con la totalidad de mis efectivos; los profesionales acabarán advirtiendo algún detalle significativo.

Kamel parecía tranquilo, casi indiferente, pero Mark sentía que estaba librando un último combate, sin esperanza de cortar los tentáculos del pulpo que asfixiaba a Egipto. Se prestó sin embargo al juego y, en su compañía, pasó Asuán por el tamiz, mientras se efectuaban nuevos controles de identidad. A media tarde, exploraron incluso las antiguas canteras de granito, de excepcional calidad, que habían utilizado los constructores egipcios para levantar templos y tallar obeliscos en un solo bloque.

En el caos de rocas ardientes, habría sido fácil ocultar cajas llenas de armas o explosivos: era necesario franquear el obstáculo formado por el guardián del Servicio de antigüedades y los dos policías encargados de proteger a los turistas. No tenían nada anormal que señalar.

Kamel contempló un gigantesco obelisco tendido, desprendido en parte de la roca.

—Si lo hubieran erigido —dijo Mark— habría pesado mil doscientas toneladas y superado los cuarenta metros de altura.

—¿Por qué lo abandonaron los constructores?

—Una grieta hizo inutilizable el enorme bloque.

—¿Un error de los canteros?

—No. un terremoto.

El egipcio clavó sus ojos en los del americano.

—Cuando la tierra tembló, en El Cairo, algunos edificios se derrumbaron: ¿sufriría la presa si el epicentro estuviera en Asuán?

—Todo depende de la violencia del seísmo; pese a las negativas oficiales, estoy convencido que el dique sufriría considerables daños.

—¿Pueden preverse los terremotos?

—La mayoría de los especialistas responden negativamente, a excepción de algunos investigadores del Instituto de Física del Globo, en Atenas.

—Debemos ponemos en contacto con ellos.

—¿En qué está pensando?

—Suponga que los terroristas se hayan tomado en serio las previsiones pesimistas de este instituto, anunciando un temblor de tierra inminente en la zona de la presa: ¿por qué no iban a aprovecharlo, evocando la cólera de Alá contra el gobierno? El fenómeno natural se convertiría en su mejor aliado, el pueblo quedaría conmovido. El objetivo de Mohamed Bokar no es destruir la presa, aunque millones de muertos le importen muy poco; quiere dañarla, para demostrar que puede atacar cualquier centro vital del país. Los explosivos utilizados no bastarían para dislocar la masa de cemento y piedra, pero el efecto de pánico sería tal que la población acusaría al Estado impío y se pondría en manos de los integristas para salvar el país.

—Si se ha previsto un temblor de tierra, el supervisor no lo ignora; nos habría hablado de ello.

—Cree que la presa es indestructible… a menos que se haya vendido a los integristas. Si controlan la central hidroeléctrica, la televisión y los aeropuertos, ¿quién les impedirá apoderarse del país? El proyecto de atacar la presidencia y los ministerios es como tirar arena a los ojos. Millones de insurrectos lo harán en su lugar.

—No estamos todavía ahí. Kamel.

—¿En quién confiar hoy? Todo el mundo puede ser comprado, siempre que se pague su precio.

—¿También usted?

La mirada del egipcio se endureció.

—Yo soy demasiado civilizado, señor Walker, por haber hecho esta pregunta, mis antepasados le habrían cortado en dos con su sable.

—Acepte mis excusas; sólo me gustan los hombres que no tienen precio.

El propio Kamel conducía el Mercedes que, a causa de un camión caído en la cuneta, se vio obligado a detenerse junto al estadio de fútbol de la ciudad, cercano a un cementerio abandonado. En el círculo central, un perro amarillo dormía a pleno sol. A la entrada del estadio, abierto a los cuatro vientos, una polvorienta tienda servía de refugio a un soldado adormecido. Desde la carretera podía verse el césped, reducido a un cadáver de abrasada hierba.

Cuando la calma regresara, Mark adoptaría un perro como aquél, de mirada dulce y fiel.

De pronto, el animal se puso de pie y echó a correr para evitar a un jugador que empujaba un balón entre los montículos de tierra.

—¿Juegan con ese calor? —se extrañó el americano.

—A veces —respondió Kamel—; este deporte apasiona a los egipcios que descollaron durante la copa del mundo de 1990. El equipo de Asuán no es el mejor, pero los jóvenes se desloman para convertirse en estrellas.

—El hombre que he visto no es joven.

—El entrenador, sin duda.

Cuando la carretera estuvo libre, el Mercedes se puso en marcha; Kamel, aunque impaciente por llegar a un teléfono que le permitiera hablar con Grecia, advirtió la contrariedad del americano.

—¿No le gusta el fútbol?

—Correr más de una hora en este homo… ¿Cómo resisten los pulmones?

—Cuestión de costumbre; supongo que el partido empezará por la noche.

—¿De qué competición se trata?

—Me pide usted demasiado; ¿por qué me lo pregunta?

—Un detalle me ha sorprendido, de modo inconsciente, e intento… ¡Ya está! ¿Cómo se visten los jugadores de fútbol egipcios?

—Como los de los demás países. Camiseta y pantalón corto.

—¿Pantalón corto, está seguro? ¿Y por qué éste, en pleno verano, lleva unos pantalones largos, como si tuviera frío?

Kamel redujo la velocidad.

—La desnudez, parcial incluso, asusta a los integristas que la consideran un pecado. Y eso no afecta sólo a las mujeres; algunos jeques han exigido que los futbolistas no sigan mostrando los muslos y las piernas, renuncien a los impúdicos pantalones cortos y se pongan los largos para ocultar sus miembros inferiores.

—El pantalón con el número nueve que encontró usted en la maleta del ingeniero ruso, asesinado en Luxor por Safinaz…

—Éste era, pues, el modo de ponerse en contacto con el grupo terrorista.

—Agradezcámoselo a un perro amarillo, viejo y temeroso.

Cuando Kamel consiguió ponerse en contacto con la sección de sismología del Instituto de Física del Globo, en Atenas, las oficinas estaban cerradas. Tendría que esperar hasta el día siguiente para que los responsables de las previsiones estuvieran al otro extremo del hilo.

La investigación sobre el partido de fútbol fue rápida. A última hora de la tarde, el equipo local jugaría contra el de Abu-Simbel, llegado en autocar desde el sur; en éste figuraba un policía cuya presencia había evitado cualquier control serio de la identidad de los jugadores.

Kamel superó un momento de cansancio.

—He aquí por qué resulta tan difícil luchar contra esta peste, señor Walker, no hay ni un solo nivel de la jerarquía donde no exista algún elemento, secundario o importante, que esté corrompido.

—Abu-Simbel… ¡Muy cerca del Sudán!

—El comando pasó por el desierto o tomó tranquilamente la carretera de Asuán tras haber sobornado a los guardias fronterizos; con un auténtico policía a bordo, una nadería. Luego, los terroristas se instalaron en el alojamiento reservado a los jugadores visitantes y han esperado el momento de actuar.

—¿Por qué un partido de fútbol?

—Ha permitido introducir en Egipto a doce profesionales competentes, los once jugadores y el entrenador, sin contar con los reservas.

—Tal vez haya más.

—¿En qué está pensando?

—Nada en concreto; ¿cómo piensa actuar?

—No es hora de andar con cuidado; no soy muy partidario de ello, pero se impone una intervención brutal.

—Tal vez no.

—¿Qué propone?

—Deje que el equipo de terroristas entre en el vestuario; me gustaría comprobar una hipótesis que podría evitar una carnicería.

Kabul había dado de bastonazos a su subordinado; no conocía otro modo de corregir una falta. Haberse mostrado en el campo con pantalones largos, durante el entrenamiento, era un error estúpido, sin consecuencias, por fortuna, gracias a su rápida intervención. Mostrar los muslos le costaba mucho al comando, pero debía aceptar la costumbre mientras la ley islámica no se hubiera proclamado.

El culpable aceptó el castigo y prometió ser el más ardiente en la acción, para hacerse perdonar la falta. Como sus compañeros, se sentía orgulloso de participar en una guerra santa que se grabaría en todas las memorias.

Pronto comenzaría el partido que los terroristas disputaban para justificar su presencia; el policía que pertenecía al equipo, en contacto con colegas integristas, les había tranquilizado sobre su estrategia. Las autoridades no sospechaban nada. Como el equipo de Asuán era mucho más fuerte, la derrota de los islamistas, aunque fuera escandalosa, no sorprendería al público, encantado de ver ganar a sus favoritos.

En el equipo de Asuán, un solo jugador importaba a Kabul, un ingeniero que trabajaba en la presa. Habría debido de ponerse en contacto con su colega ruso, que llevaría un pantalón largo con el número nueve; la muerte de su cómplice en nada impediría el desarrollo del plan de Mohamed Bokar, porque al propio Kabul entregaría el detonador destinado a hacer operativos los explosivos colocados en los fundamentos de la central hidroeléctrica. Ciertamente, el descubrimiento del escondrijo del depósito de agua privaba al comando de parte de su poder de fuego, pero la policía, segura de haber echado mano a lo esencial, no proseguía sus investigaciones. El incidente favorecía a los islamistas.

Llamaron a la puerta del vestuario; Kabul salió.

Ante él, un hombre vestido de negro, el árbitro del encuentro, joven, atlético y poco risueño.

—¿Es usted el entrenador de Abu-Simbel?

—Sí.

—Exijo un partido leal y sin violencias.

Kabul asintió.

—Me horrorizan los tramposos y sancionaré a quienes finjan ser víctimas de una carga o de un mareaje correctos; avise a sus jugadores.

—No se preocupe.

—Enséñenme los tacos de las botas.

—Eso suele hacerse en el campo.

—Tengo la costumbre de proceder así; además, al finalizar el partido, requisaré sus balones de entrenamiento.

—¿Por qué razón?

—Caridad. Los chiquillos no tienen medios para comprarlos; así contribuirán a la formación de nuestros futuros jugadores.

Botas y tacos recibieron la aprobación del árbitro.

—El partido comienza dentro de diez minutos.

El hombre vestido de negro, uno de los lugartenientes de Kamel, dio media vuelta, aliviado. Había reconocido a Kabul, el ciego instrumento de Mohamed Bokar, una verdadera fiera de imprevisibles reacciones.

Kabul tuvo miedo.

Por lo general, su jefe le indicaba el camino a seguir y tomaba las decisiones; el terrorista nunca se había encontrado en una situación semejante. Adaptarse a lo imprevisto le perturbaba.

Entró como una tromba en el vestuario.

—Los balones de entrenamiento —exigió.

—¿Qué ocurre? —preguntó el más joven de los integristas.

—Debo marcharme.

—¿Adónde vas?

—A ver a Mohamed y pedirle consejo.

—¿Y nosotros?

—Jugáis el partido.

—¿Y después?

—Volveré con órdenes.

Kabul tomó la red que contenía tres balones, cerró de un portazo el vestuario y corrió hacia la salida del estadio. Acostumbrado al peligro, sus ojos descubrieron enseguida varios individuos que se fijaban en él.

La policía.

Su instinto no le engañaba.

Dio marcha atrás, cruzó el campo de juego y corrió hacia el cementerio. El peso de los balones que contenían un sofisticado detonador, le molestaba.

Los hombres de Kamel se habían dividido en dos grupos de intervención. El primero, sin disparar un solo tiro, detuvo en el vestuario al equipo de terroristas disfrazados de jugadores y avergonzados al ser detenidos en aquel estado; el único que intentó defenderse fue derribado. El segundo grupo se desplegó para interceptar a Kabul, del que todos tenían miedo; los policías, cuyo imperativo era apoderarse de los balones intactos, temían el comportamiento del asesino.

El veterano de Afganistán, jadeante enseguida, se habló a sí mismo para animarse; las palabras de odio y de venganza se cabalgaban al salir de su boca, su cabeza en forma de huevo se agitaba. Se deslizó entre las losas sepulcrales, desprovistas de nombre, destrozadas en su mayoría.

Una ráfaga de arma automática picoteó el suelo pocos metros por delante de él, obligándole a detenerse.

—Ríndete —exigió una fuerte voz—; tu comando ha caído en nuestras manos. No tienes posibilidad alguna de escapar.

Ahora, les veía: una decena de profesionales vestidos de civil, no eran soldados sin experiencia. Debido al peso de los balones, el islamista no podría despistarlos.

Por primera vez, era la presa.

Recordando los gestos precisos y rápidos que tantas veces había ejecutado en Afganistán, Kabul quitó el pasador de las seis granadas que llevaba al cinto, arrojó tres hacia los policías más próximos, dos a los balones y se suicidó con la última.