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Kamel pasó la noche dialogando con el desierto. Desde hacía varios años no había tenido tiempo para dejarse absorber por un paisaje de rocas y arena donde el hombre no tenía lugar alguno.

En la habitación del americano, la luz no se apagaba. Estudiaba sus expedientes, obsesionado por los dibujos de Mona.

Cuando Mark había llamado a Mona, a él le había parecido que ésta estaba tensa e inquieta; al pie de su edificio, el servicio de seguridad había detenido a un merodeador cuyo interrogatorio no había dado fruto alguno. Puesta bajo vigilancia, la joven había ido, sin embargo, al mercado. A pesar de su insistencia, Mark no había podido darle ninguna fecha para su regreso.

Antes del amanecer del vigésimo cuarto día del ramadán, un nubio les sirvió tortas de pan caliente, queso, fruta y huevos frescos. Cuando el sol se levantó, el egipcio y el americano habían terminado ya de comer. Uno y otro acordaron dormir tres horas antes de salir hacia la presa.

Durante todo el día, se inclinaron de nuevo sobre lo que consideraban como los escasos puntos débiles del enorme dique, hablaron con los técnicos encargados de la vigilancia y el mantenimiento, releyeron los informes más recientes, pero no observaron nada inquietante. Ningún peligro interno amenazaba a la presa.

Los radares militares no dejaban de escrutar el cielo, acechando un aparato sospechoso que habrían señalado inmediatamente a las baterías antiaéreas y a los aviones de caza, ocultos en escondrijos subterráneos, junto al aeropuerto de Asuán.

A las cuatro, un oficial superior del ejército del aire pidió ver a Kamel. Éste reconoció a uno de los responsables de mayor nivel de la seguridad del país; no solía desplazarse por cortesía.

—Una noticia inquietante: acaban de informar a El Cairo de que dos Mig 29 rusos acaban de llegar a Jartum.

—¿La república islámica del Sudán es lo bastante rica como para pagarse tales maravillas?

—Algunos de nuestros hermanos árabes son generosos y subvencionan a los locos peligrosos. Los Mig 29 son excelentes aviones, rápidos y bien armados, aunque los americanos los consideren algo rústicos; están provistos de un cañón de 30 milímetros, pueden disparar ciento cincuenta obuses y seis misiles. Pues bien, no han llegado solos; dos pilotos rusos, muy experimentados, han aceptado pilotarlos a cambio de una retribución mejor que la del ex ejército rojo.

—¿Un ataque aéreo procedente del sur?

—Es posible.

—¿Corre la presa serio peligro según sus expertos?

—Están divididos.

—Puesto que están ya avisados, podrán derribarlos en cuanto entren en nuestro espacio aéreo.

—Teóricamente, sí.

—¿Por qué esta restricción?

—Una de nuestras unidades de pilotos de combate esperaba equipo y nuevos uniformes. A consecuencia de un lamentable error de intendencia, sólo ha recibido ropas civiles.

—¿Malevolencia?

—Los uniformes les serán muy útiles a alguien.

—Dicho de otro modo, los terroristas podrían utilizarlos.

—Podría citarle otros ejemplos del mismo tipo. En el ejército, la situación se ha hecho preocupante; algunos generales, y no de los menos importantes, consideran que es necesario iniciar un diálogo con los islamistas, los únicos capaces de llevar a cabo reformas en profundidad.

—Serán barridos, como en Irán.

—El rumor afirma que los integristas han sabido convencer a los oficiales para que se unan a su causa; varios cuerpos del ejército seguirían a sus jefes. El asesinato del coronel Zakaria fue un golpe muy duro; nadie era tan eficaz como él en la lucha contra los locos de Alá.

—¿Es, a su entender, una tendencia irreversible?

—Eso me temo; tal vez los islamistas no necesiten atacar la presa para alcanzar sus objetivos. Debiera usted pensar en flexibilizar su posición; el nuevo régimen sabrá utilizar a los hombres de valor, siempre que su fe sea innegable. La situación evoluciona con rapidez; es usted lo bastante inteligente como para apreciarlo. Y en ciertas ocasiones, cada uno para sí.

En sharia es-sukh, la «calle del zoco», paralela a la cornisa, los habitantes de Asuán solían pasear cuando caía la noche. Los comerciantes deploraban la ausencia de turistas a quienes lograban, a menudo, seducir tras sonrientes negociaciones; tejidos de algodón, bolsos de piel de cocodrilo, cestería, alfarería, conchas del mar rojo, aguardaban en vano a los clientes. Abundaban las especias: paprika, azafrán, pimienta, cilantro, comino, exhibían sus vivos colores junto a hierbas medicinales y hojas de alheña. En las callejas perpendiculares a sharia es-sukh, algunos sastres, inclinados sobre sus máquinas de coser, remendaban las galabiehs.

Algunos mirones regateaban limones verdes y plátanos; los chiquillos jugaban al fútbol con una pelota hecha de trapos. Un empleado municipal barría sin convicción venteando el olor del maíz que asaba, al aire libre, un vendedor de armas tradicionales nubias, puñales y rompecabezas.

Mark vagabundeaba, se detenía aquí y allá, intercambiaba algunas frases con los fumadores de narguilé, sentados en sillas procedentes de las mansiones particulares en las que habían vivido los ingleses. Algunos hombres de Kamel vigilaban al americano, que había querido tomar el pulso a la población, seguro de que podría obtener algunas informaciones de los comerciantes a quienes conocía desde hacía años.

Reinaba el mal humor. La ausencia de turistas sumía a miles de personas en una miseria que el sol del sur hacía soportable todavía; el horizonte permanecía cerrado, las agencias no habían recibido ninguna reserva de grupo para el próximo invierno. ¿Cómo sobrevivirían los guías, los taxistas y los conductores de autobús, el personal hotelero, los vendedores de falsificaciones y recuerdos, toda aquella gente cuyo pan dependía de los visitantes extranjeros?

Sin conmoverse, todos habían advertido el despliegue de las fuerzas de seguridad en torno a la presa; de vez en cuando, el ejército mostraba su fuerza. Desde los sangrientos acontecimientos que habían costado la vida a numerosos coptos y al padre Butros, la policía recorría la ciudad y no autorizaba ningún grupo sospechoso. Numerosos policías, muy mal pagados, vestidos con harapos y que vivían en insalubres barracones no ocultaban ya sus simpatías por los islamistas que, antes o después, tomarían el poder, puesto que prometían luchar contra la corrupción y ofrecer empleos, los jóvenes los seguirían.

Kamel había desaconsejado el paseo de Mark considerándolo inútil y peligroso, pero la tozudez del americano desmontaba cualquier razonamiento.

Pese al polvo y la pobreza, el Egipto de los pequeños oficios tenía un encanto arrebatador; en el gesto de ciertos artesanos resonaba todavía el lejano eco de aquellas manos geniales que habían tallado piedra y madera, construido templos y palacios.

Una pesada mano se posó en el hombro de Mark.

Volvió la cabeza y descubrió a un nubio de edad avanzada, cuyo rostro lucía una rara belleza.

—Un amigo desea verle.

—Tengo muchos amigos en esta ciudad.

—Éste te salvó la vida.

—¡Soleb!

—No pronuncies en voz alta este nombre.

—¿Qué le ha sucedido?

—La policía le busca; está acusado de rebelión.

—Es insensato.

—Soleb habla demasiado alto.

—Quiero ayudarle. ¿Dónde se oculta?

—Ve a correos y solicita, en la primera ventanilla, una colección de sellos nubios.

Mark despistó a los hombres de Kamel pasando por la rebotica de un vendedor de especias; no quería comprometer en modo alguno la seguridad de Soleb.

En verano, la oficina de correos de Asuán permanecía abierta hasta muy tarde; los horarios variaban en función del humor del jefe de la delegación. En la entrada, un soldado dormitaba con la boina ante los ojos y el fusil a su lado. Un vendedor ambulante vendía pasteles y zumo de fruta. En el leproso interior del edificio, hedores de fritanga y orines, algunos ventiladores de entre-guerras removían el aire. Largas colas avanzaban lentamente hacia las ventanillas; Mark pidió turno y habló de los rigores del verano con un campesino que intentaba, por enésima vez, percibir una modesta indemnización bloqueada en El Cairo.

Una hora más tarde, el americano estaba ante el empleado, un nubio protegido por una destartalada reja.

—Quiero comprar una colección de sellos nubios.

—Eso no existe.

—Para mí, sí.

—¿Está decidido a comprarla, sea cual sea el precio?

—Lo estoy.

—El vendedor estará mañana en el mausoleo del Aga Khan, una hora después de que salga el sol.

Construido con gres rosado en la orilla oeste, al sur de las antiguas tumbas y frente a la isla de Elefantina, el mausoleo del sultán Mohamed Al-Husain, Aga Khan III, cuadragésimo octavo imán de una secta ismaelí que contaba con cuatro millones de años, dominaba el antiguo paraje. Muerto en Suiza, en 1957, el jefe religioso había exigido descansar en la cima de una de las más hermosas colinas de Egipto.

Al iniciarse la mañana del vigésimo quinto día del ramadán, el lugar estaba desierto; como el arrendador de asnos dormía, Mark subió a pie hacia el edificio coronado por una cúpula. Pasó ante la casa de la Begum, cuyas contraventanas estaban cerradas; la viuda había efectuado largas estancias en la elegante mansión, rodeada de árboles y flores. Cada día hacía depositar una rosa roja en el sarcófago de mármol blanco. Un atrio de peldaños semi-circulares precedía la entrada; Mark se descalzó y entró en el mausoleo, mantenido en un sorprendente estado de limpieza. En la sala de la cúpula, con paredes de granito rosado de Assuan, reposaba el famoso sarcófago, tras el que se había practicado una hornacina en dirección a La Meca.

Un ruido de aspirador turbaba el descanso del Aga Khan; oculto tras una columna de granito, un empleado quitaba el polvo. Flexible, esbelto, elegante, el coloso nubio manejaba el instrumento como si fuera un juguete.

—He venido, Soleb.

—Se lo agradezco, señor Walker.

La voz grave y dulce no había cambiado.

Regio, con su larga galabieh azul, el coloso negro tenía, más que nunca, el aspecto de un jefe.

Mark se acercó.

—¿Problemas?

—Los árabes siguen negando sus derechos a mi pueblo. Exigí el regreso al país y me acusan de rebelión contra el Estado. Cuando me pudra en un cárcel mi voz no molestará ya a las autoridades.

—Nubia ha desaparecido bajo las aguas del lago Nasser.

—Lo que el hombre ha hecho, el hombre puede deshacerlo.

—¿Qué quieres decir?

—Mi pueblo y yo rechazamos el exilio; ¿no es usted el más feroz adversario de la presa?

—Es cierto, pero…

—¿Ha cambiado de opinión?

—No, Soleb, pero, las circunstancias…

—¿Está defendiendo, acaso, al monstruo?

—Se teme un ataque terrorista. Algunos expertos, y yo mismo, hemos examinado la presa para descubrir eventuales puntos débiles.

—¿Lo han conseguido?

—No.

—Yo, sí.

Mark no ocultó su asombro.

—¿Aceptarías revelármelos?

—Desde hace cinco años, los mejores brujos nubios están hechizando la presa; nos ha devuelto poco a poco la fuerza que nos había robado. A veces, nos sentimos desalentados; nunca habíamos luchado contra una bestia inerte. Su alma se ocultaba en el corazón de la piedra pero hemos acabado encontrándola; ya sólo nos queda darle el último golpe.

—El último golpe…

—Los brujos nubios destruirán la maldita presa, señor Walker, nos ha hecho sufrir demasiado y sólo produce desgracias.

—No hagas locuras, Soleb; el servicio de orden te impedirá acercarte.

—Los fusiles no pueden impedir la magia.

—Los soldados se hallan en estado de alerta; han recibido orden de disparar contra cualquier sospechoso.

—No nos asustan.

—Eres un hombre inteligente y valeroso, Soleb, no lleves a tus amigos a la muerte.

—Nuestra suerte no nos preocupa; sólo cuenta la destrucción de la presa.

—Es una montaña que nada puede destruir.

—Mataremos la bestia que anegó nuestras tierras y nos impide vivir en nuestro país.

El nubio se había sumido en la locura; el sufrimiento de un exilio sin esperanza le privaba de la más elemental lucidez.

—Sobreponte, Soleb, escúchame; tu país se perdió para siempre. Te juro que pasaré mi vida luchando contra los efectos nocivos de la presa. Escúchame, permíteme salvar tu vida como salvaste la mía.

—Es usted un hombre generoso, señor Walker; este mundo no lo es. No le dará tiempo para realizar su sueño, porque le ha descubierto y catalogado como persona peligrosa. Los míos y yo no existimos ya; ¿por qué va a desconfiar de nosotros? En las sombras, hemos minado los cimientos de la presa; pronto la derribaremos.

Un hombre que vestía una galabieh blanca entró en el mausoleo, llevando una rosa, y se dirigió hacia el sarcófago de mármol blanco. Soleb se alejó de Mark Walker y siguió pasando el aspirador.