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Poco antes del amanecer del vigésimo tercer día del ramadán, una falúa, pesadamente cargada, atracó en la orilla oeste de Asuán, bajo las tumbas de los nobles del Imperio Antiguo. No se parecía a los elegantes esquifes ni llevaba turistas de paseo por el Nilo; verdadero barco de transporte, iba equipada con un motor que su capitán no había utilizado, prefiriendo deslizarse con el viento favorable del alba.

Los marineros no se apresuraron a descargar los sacos de cemento procedentes de la fábrica de Heluan y las cajas que contenían cristales para proteger los bajorrelieves; los trabajos de restauración y protección de las venerables tumbas que permanecerían cerradas todo el verano habían sido ordenados por el servicio de Antigüedades, deseosos de proteger un paraje tan ilustre.

Provisto del fajo de autorizaciones oficiales, Mohamed Bokar y sus hombres habían sufrido sin angustia alguna un control de la policía fluvial; el integrista había hecho sustituir los guardias por fieles de Alá, que se sentían honrados de recibir al único hombre capaz de devolver la felicidad al pueblo.

Los porteadores treparon por el sendero que llevaba a las tumbas, cerradas por pesadas puertas metálicas; ¿qué mejor escondrijo para las armas y explosivos que se utilizarían en el ataque a la ciudad, mientras Kabul cumplía su misión en la orilla este?

Desde aquel promontorio pagano, Mohamed Bokar dominaba Asuán; obtenida la victoria, arrasaría los sepulcros y construiría una gigantesca mezquita.

Mark había ofrecido hospitalidad a Kamel, en su blanca mansión a orillas del desierto, sobre un espolón rocoso desde el que se contemplaba la presa y la primera catarata del Nilo. Nadie se aventuraba por aquella zona árida y recalentada, salvo algunos nubios desarraigados, a quienes el americano había confiado sus llaves y la custodia de la casa; no tenía pues ninguna tentativa de robo.

La morada se componía de una serie de despachos llenos de documentos consagrados a la presa. En las alcobas, fotografías que representaban paisajes de Egipto bajo las aguas de la crecida, antes de que el monstruo acabara con ella.

Contemplando una de ellas, había hablado largo rato con Mona para tranquilizarla e informarla de los últimos acontecimientos; por su lado, la joven no tenía ningún incidente que comunicar. Le costaba soportar aquella separación, impaciente por recuperar a su amante.

—Su mansión —observó Kamel— se parece a la del arqueólogo Howard Carter, el descubridor de la tumba de Tutankamón. ¿Se inspiró usted en ella?

—Inconscientemente tal vez; la visité cuando era muy joven y me hizo soñar.

—La vista es angustiosa. Esta pared de cemento quebrando el Nilo que se abre camino entre hostiles rocas… No debe de ser fácil vivir aquí.

—Para combatir un adversario de esta magnitud, hay que conocerle bien.

—¿Qué fruto han dado sus investigaciones?

—Nada. Sin embargo, he estudiado mis expedientes durante toda la noche; los dibujos de Hélène no tienen relación alguna con los planos de la presa.

—Pues formaba parte del comando decidido a dañarla, y los tenía apretados contra su pecho cuando murió.

—Es inútil recordármelo.

—Creí durante mucho tiempo que me ocultaba usted un elemento esencial.

—¿Sigue pensándolo?

—Mi opinión no importa.

—Me gustaría conocerla.

—Alimentar la esperanza de que seamos amigos me parece ilusorio.

—¿Por qué, Kamel?

—Usted es un idealista, yo un funcionario que tiene una misión; nuestra alianza es sólo momentánea.

—Combatimos los males que amenazan Egipto, amamos con todo nuestro ser al mismo país, estamos dispuestos a dar nuestra vida para que no se hunda en las tinieblas. ¿No implica esta comunión de objetivos confianza y amistad?

—Sueña usted despierto, señor Walker. En mi oficio, estas dos palabras no tienen cabida. Si hubiera cedido a esta tentación, haría ya mucho tiempo que no estaría entre los vivos.

—Sigue considerándome un adversario.

—Saque las conclusiones que le plazca. Volvamos a la presa; Gamal Shafir no me inspira confianza.

El supervisor aguardaba a Kamel y al americano junto al monumento en forma de flor de loto que conmemoraba la inauguración de la presa y la cooperación egipto-soviética.

—¿Han dormido ustedes bien, a pesar del calor? —preguntó untuoso.

—El resultado de sus investigaciones —exigió Kamel.

—Tengo excelentes noticias; los informes de mis subordinados, que trabajan sin descanso, están ya redactados. Me gustaría conocer el suyo… con una valoración positiva de mis servicios.

—Nuestra inspección no ha concluido.

—Egipto no tiene nada que temer —aseguró Gamal Shafir—; en caso de conflicto, todo está previsto. El nivel de agua se llevaría hasta la cota 150, es decir cuarenta y seis metros por debajo de la montaña artificial.

—No se trata de una guerra clásica —objetó Mark— sino de un atentado terrorista; si la presa estalla, el país quedará completamente inundado.

—Absolutamente imposible; mis técnicos me lo confirmaron ayer por la noche en una reunión plenaria. Una presa de este tamaño es indestructible; la anchura de su base le confiere una resistencia casi total a cualquier tipo de bombardeo. Ninguna fuerza conocida puede comprometer su estabilidad. El lecho sobre el que descansa la presa fue consolidado, el conjunto es una verdadera montaña.

Mark creía estar oyendo un discurso de Nasser; el supervisor defendía el monstruo como si fuera su hijo. A su modo de ver, no tenía defecto alguno.

El grupo dio unos pasos por la carretera abierta en lo alto de la presa. Mark degustaba la luz cruda, el supervisor se secaba sin cesar la frente; ni una gota de sudor se veía en la frente de Kamel, cuyo impecable traje blanco no tenía arruga alguna.

—De acuerdo con la documentación del señor Walker, hay al menos dos puntos débiles.

—No lo creo.

—El canal de traída y la central hidroeléctrica.

Gamal Shafir sonrió.

—Chismes de los eternos detractores de la presa… El canal de derivación, de ochenta metros de profundidad, se excavó en el granito. Permite que las aguas del Nilo alimenten la central, de una potencia de dos millones cien mil kilovatios, pero ni el uno ni la otra están en peligro. Son objeto de permanente vigilancia; su destrucción, aunque imposible, no comprometería por otra parte la integridad de la propia presa.

—¿Y las turbinas? —preguntó Mark.

—Los ingenieros pensaron en todo; sólo funcionan tres o cuatro turbinas de las doce, para evitar un deterioro precoz y minimizar los gastos de mantenimiento. A diferencia de la antigua presa no existen compuertas de descarga en la base de la obra que, de otro modo, habrían sido un punto débil real. Tranquilícense, caballeros; la presa sobrevivirá a las pirámides.

El supervisor recitaba una lección bien aprendida que describía al monstruo en términos idílicos; ¿cuántos cronistas la habían descrito como la octava maravilla del mundo, capaz de aportar progreso y felicidad a los fellahs?

Triunfante, Gamal Shafir acompañó a sus huéspedes hasta los puntos neurálgicos donde algunos especialistas se relevaban para detectar una eventual anomalía. Mark se mostró puntilloso, agresivo casi, no aceptando ninguna explicación trivial; la jornada transcurrió, irritante.

El supervisor demostró una inquebrantable paciencia; quería demostrar su buena fe y su competencia para obtener un informe elogioso que se convirtiera en un aumento de salario.

Un impresionante servicio de orden impedía el acceso a la zona sensible de cualquier persona cuya presencia no estuviera justificada; la identidad de los obreros, técnicos e ingenieros era objeto de, por lo menos, dos controles diarios.

La presa no corría peligro alguno.

—¿Convencido, señor Walker?

—¿Y usted?

—Debiera de estarlo.

—¿Y por qué sigue dudando, Kamel?

—Mi instinto de cazador.

—El supervisor no ha mentido ni nos ha ocultado nada.

—Tal vez seamos incapaces de verlo.

Mark contempló la presa y sus alrededores; quedaba un edificio sin interés que no habían inspeccionado: el depósito de agua al comienzo de la carretera abierta en la cresta del monstruo. Lo custodiaba un militar adormilado, sentado bajo una tienda verde en mal estado. Tras ella, unos bidones oxidados.

El americano se puso en marcha a grandes pasos; Kamel le alcanzó.

—Un momento; no corra riesgos inútiles.

El egipcio indicó por señas a sus hombres que invadieran el depósito. Despertando sobresaltado, el guardia les amenazó con su fusil antes de permitir que le desarmaran. Asustado, habló abundantemente respondiendo preguntas que nadie le hacía.

La cosecha fue fructífera; en el interior del edificio, los policías descubrieron una decena de cajas de explosivos miniaturizados de gran potencia y de fabricación checa. El soldado quedó pasmado; no conocía a los hombres que, la noche anterior, habían depositado allí aquellos sacos de yeso destinados a una reparación que, como era evidente, el depósito necesitaba con urgencia.

El especialista en explosivos del equipo de Kamel estaba perplejo.

—Material reciente y de buena calidad.

—¿Suficiente para hacer saltar la presa? —interrogó su jefe.

—De ningún modo.

—¿Causaría graves daños?

—Unos profesionales con talento podrían hacer daño. A mi entender, estos explosivos no estaban destinados a la propia presa, a menos que…

—Explícate.

—Falta un detonador especial, de buen tamaño, que utilizan los coreanos del norte y los chinos cuando hacen saltar montañas. Es un poco arcaico pero funciona.

La presa de Asuán se comparaba tan a menudo con una montaña… Y algunos afirmaban que los terroristas se aprovisionaban, en parte, en Corea del norte. Mark se estremeció. El mediocre castillo de agua, la tienda en mal estado y los bidones oxidados le parecieron, de pronto, mensajeros de un desastre.

Frente al desierto, en dirección a La Meca, Kamel concluyó la oración ritual vespertina. No lejos, Mark contemplaba el ocaso; para él, era el instante de gracia en el que lo sagrado desplegaba sus coloreados fastos, más allá de cualquier creencia.

El americano ofreció agua al egipcio.

—¿Por qué respeta nuestros ritos si no es musulmán?

—Porque son respetables.

—¿Cómo convencer a los islamistas de que están desnaturalizando el islam? Mis antepasados eligieron una civilización brillante y refinada, cuyo más hermoso florón era la poesía. Podríamos vivir en un paraíso a la sombra de las palmeras, en jardines perfumados, escuchando a los narradores y contemplando el Nilo. Pero nos pudrimos en barrios de barracas y nos desgarramos mutuamente.

—Olvida usted la presa; aunque la paz civil se restablezca, aunque se logre una apariencia de prosperidad, seguirá corroyendo el país.

—¿No estamos aquí para protegerla?

—Necesitaré largos años para vencerla sin destruirla.

—¿Dispondrá de ellos, señor Walker?

—Eso espero, gracias a hombres como usted.

—Centenares de sospechosos han sido interrogados… en vano. Es inútil ocultárselo por más tiempo: ya no domino los acontecimientos. Los terroristas mantienen su ventaja porque, en mi propio servicio, algunos remolonean.

Ambos hombres salieron a la terraza; a su izquierda, a un centenar de metros, una mezquita en construcción.

—Tal vez esté terminada cuando finalice el ramadán, dentro de unos días —advirtió Kamel—; ¿qué necesidad había de edificarla aquí? Dios, en mi juventud, era más discreto, estaba más presente en los corazones.

—Me turbó una predicción —reveló Mark.

—¿Cuál?

—Un texto jeroglífico firmado por el sabio Ipu-Ur que descubrí en una tumba cerca de aquí antes de que me arrastrara esta tormenta. Anuncia que el Nilo se convertirá en un río de sangre y que servirá de sepulcro a numerosas víctimas.

—¿A causa de la presa?

—¿Cómo no pensarlo?

—Esperemos que los antiguos videntes se hayan equivocado. Sentarse en esta terraza, leer un texto de sabiduría, disfrutar la paz del desierto… ¿Hay más completa forma de felicidad? En Alejandría, uno permanece agarrado al mundo moderno, en El Cairo te estrangula. Pero aquí, en el sur, el viejo Egipto te despoja del presente y de tus máscaras. La tierra roja pule el alma.

—¿Piensa en abandonar?

—Si fuera razonable, señor Walker, entregaría mi dimisión al presidente y le aconsejaría que se refugiara cuanto antes en el extranjero; pero queda en mis venas sangre de jinete árabe lanzándose solo, con el sable desnudo, sobre todo un ejército. Renegar de ella me parecería una falta de gusto que no podría perdonarme. Sin duda aprecia usted nuestra caligrafía; las letras son admirables porque la mano del dibujante se ha ido formando, durante años y años, para trazar curvas y volutas, desplazándose en el espacio. Si el destino me lo hubiera permitido, habría sido calígrafo y no habría salido de mi taller antes de haber trazado la letra perfecta que alegrara la mirada de Dios. Pero el destino no lo quiso así y prudente es respetarlo.