En la carretera que lleva de Luxor a Asuán, varios controles del ejército y de la policía eran la causa de enormes embotellamientos; las fuerzas de seguridad registraban cada vehículo y a sus ocupantes. Las órdenes de Kamel se habían ejecutado con un lamentable espíritu competitivo; entre la policía y el ejército se iniciaba una carrera de arrestos que se traduciría en primas y ascensos.
Bloqueados en un magma de camiones, camionetas, autobuses, coches y motocicletas, Kamel, sus hombres y Mark pasaron la noche cruzando controles uno tras otro. A pesar de su insistencia, Kamel no logró obtener un helicóptero; todos los aparatos, a excepción de los aviones de línea, habían sido requisados por el ejército. En cada vuelo interior viajaban policías vestidos de civil, tras un control muy estricto de la identidad de los pasajeros y del personal de vuelo, con el objeto de prevenir cualquier tentativa de secuestro.
Aquella proliferación de precauciones, que se volvían contra él, no tranquilizaba a Kamel; bastaba con un piloto y algunos militares integristas para transformar un Boeing en bombardero o en avión-suicida. Ciertamente, los pilotos de caza podrían derribarlo en pocos segundos, pero ¿recibirían a tiempo la orden de despegar? El caos en el que se hallaba inmerso demostraba que todo Egipto, rehén de un exceso de funcionarios, a menudo incompetentes o corruptos, no era ya capaz de asumir su propia segundad, menos aún cuando el peligro procedía del interior. Aprovechando un sistema cuyos engranajes conocían, los islamistas lo habían gangrenado para que se hundiera por sí solo.
En cada control, Kamel mostraba unos papeles que convencían a los oficiales y que le dejaban pasar. Sólo habían detenido a pequeños delincuentes, ningún terrorista había caído en las mallas de la red.
Al amanecer del vigésimo segundo día del ramadàn, el cortejo de Mercedes entró por fin en Asuán. Mark tenía el corazón en un puño; veneraba aquellos lugares donde, a pesar de la urbanización, el Nilo y sus islas celebraban sus bodas con el Gran Sur. El sueño de una civilización perdida se imponía aún con el poder del sol de África.
Bastaba con volver la espalda a la orilla este y contemplar las tumbas de los gobernadores de Elefantina, en la orilla de Occidente, para olvidar la fealdad del presente; sobre la cúpula de los vientos, como la llamaba la tradición, soplaba el espíritu de los antiguos nobles, apasionados por la aventura y la grandeza. El oro de las arenas conservaba el recuerdo de aquellos seres rudos, severos, de palabras escasas y poderosas, que vivían su muerte en un paraje sublime, dominando la ciudad moderna.
Martirizado, el Nilo seguía siendo encantador; continuaba abriéndose paso entre las rocas graníticas como si, superada la presa, el río disfrutara de nuevo de una imposible libertad. Los hombres le habían arrebatado para siempre los impulsos de la catarata, sus poderosos pasos y sus oscuros roquedales. Pero el paisaje, rosado al alba, de un blanco brillante a mediodía, violeta por la noche, seguía alimentándose de la luz que habían adorado los faraones.
Deslumbrado, Mark creyó por un instante que la paz había vuelto y que la dulce vida de Asuán había vencido el espectro del fanatismo; un control le devolvió a la realidad. De nuevo, Kamel se vio obligado a demostrar su identidad y a contestar un interrogatorio que él mismo había preparado. Terminada su tarea, el capitán encargado de controlar los automóviles se deshizo en floridas excusas.
—¿Tumultos en la ciudad?
—Dominamos la situación.
—¿Ni el menor incidente?
—Permanecemos muy atentos.
—¿Sospechosos detenidos?
—Tres personas, llevadas a la cárcel.
Kamel pasó por gobernación, Mark le aguardó en el segundo Mercedes, vigilado por sus hombres, bastante nerviosos; espiaban a cualquier viandante y no permitían que nadie se aproximara.
El egipcio salió del edificio administrativo media hora más tarde, impaciente por dirigirse a la cárcel donde interrogó a los sospechosos detenidos desde la víspera.
Un fracaso.
—Ningún terrorista —reveló a Mark—. El grupo de Mohamed Bokar ha evitado nuestra red. El país arde: numerosos coptos han sido asesinados, en Der Dronka, durante la peregrinación en honor de la Virgen. Yussef está entre las víctimas… Un alado menos. Los integristas no han vacilado en incendiar un monasterio y exterminar su comunidad. En El Cairo, ante el museo, un atentado con explosivos ha destruido un autobús de turismo, matando al chófer y a algunos viandantes. Y, por si fuera poco, el gobierno se ve sometido a chantaje: o libera a los islamistas encarcelados o será responsable de las próximas violencias. Si el presidente cede, el ejército quedará desmoralizado y se derrumbarán las últimas murallas contra el integrismo.
—Vayamos a casa de Gamal Shafir.
—El supervisor de la presa no recibe hoy —afirmó el secretario del poderoso personaje.
—Es urgente e importante —precisó Kamel.
—El supervisor no recibe.
—Comuníquele nuestra presencia —recomendó el americano.
—Vuelvan mañana.
—¿Han recibido mis instrucciones? —preguntó Kamel.
—Tengo las mías.
Miles de pequeños funcionarios, tan tontos como éste, hacían eficaz la maquinaria administrativa; las directrices se embarrancaban en su despacho, las reformas se pudrían en los expedientes.
—Si no vemos al supervisor dentro de un minuto, le acusaré de alta traición y será usted ahorcado.
Aunque ignorase la exacta función de Kamel, el secretario comprendió que no bromeaba. Abandonó de inmediato su tono cortante.
—El supervisor está enfermo… Descansa en su casa.
—Su dirección.
Gamal Shafir vivía en una mansión de seis habitaciones, oculta en un palmeral entre la antigua y la nueva presa. Dos criados nubios velaban por su bienestar. No opusieron demasiada resistencia a la intromisión de los policías y acompañaron a Kamel y Mark hasta el salón donde descansaba el dueño de la casa, de floreciente panza bajo su galabieh. Macizo y cuadrado, fumaba un narguilé.
Sorprendido, se incorporó.
—¡No quiero ver a nadie! Señor Walker… Me habían dicho que se había marchado a El Cairo.
—Pues he vuelto.
—¿Quién le acompaña?
Kamel encendió un Dunhill mentolado y lo metió en su boquilla de oro.
—Limítese a contestar mis preguntas y colabore sin rechistar.
—¡Nadie me habla en este tono!
—Tengo a mi cargo la seguridad de esta región y debo eliminar a los elementos peligrosos; ¿le basta esta explicación?
La presencia en el vestíbulo de varios hombres armados convenció al supervisor de que su huésped, elegante y refinado, pertenecía al servicio especial que dependía directamente del presidente. Estaba tratando con uno de esos hombres en la sombra que no figuraban en ningún organigrama, tenían diez nombres y actuaban al margen de cualquier legalidad sin temer la menor condena. Mejor sería no contrariarle.
—Estoy a su servicio.
—¿Le comunicó mis órdenes la policía local?
—Estaba enfermo.
—¿No han sido ejecutadas pues?
—Es un simple contratiempo… ¿De qué se trata?
—De la seguridad de la presa.
—No se preocupe.
—Está en peligro.
El supervisor dio un respingo.
—¡Bromea usted!
—Los islamistas intentarán destruirla.
—¡Imposible! Pregúnteselo al señor Walker, conoce la presa tan bien como yo. El dique es indestructible.
—Quiero asegurarme.
—Pero… ¿De qué modo?
—Bajo el control del señor Walker, acompáñeme a visitar el paraje y sus instalaciones; examinaremos todos sus puntos débiles.
—Es un largo trabajo y hace mucho calor… Mejor sería nombrar un equipo de expertos y recoger sus conclusiones.
La mirada de Kamel se endureció.
—¿Se niega a cooperar?
—No, claro que no.
—¿Está usted conchabado con los terroristas?
—¡Es falso! Soy funcionario y no me meto en política. La presa está en perfecto estado, no se ha descubierto defecto alguno y mi gestión no permite ningún problema. Además…
—¿Además?
—Son instalaciones secretas, no tengo derecho a…
Kamel descolgó el teléfono y marcó un número. Por fortuna, la secretaría de la presidencia respondió de inmediato. Dijo algunas anodinas palabras a un alto funcionario y tendió el auricular al supervisor.
—Escuche bien.
La conversación fue breve. Gamal Shafir colgó.
—Estoy a sus órdenes —dijo con humildad.
—Guíenos.
—¿Ahora?
—Ahora.
—Con este calor, temo que enfermemos.
—Asumiré el riesgo; apresurémonos.
—Tantas precauciones me parecen inútiles; le aseguro que la presa no corre peligro alguno.
—¿Es usted consciente de la magnitud de un eventual desastre?
—Se ha exagerado mucho y…
—No —intervino Mark—, los cálculos son fiables; está en juego la supervivencia del país y de sus habitantes.
—Pasemos por mi despacho.
Gamal Shafir les mostró los últimos informes de inspección, que no denunciaban ninguna anomalía inquietante y recomendaban el mantenimiento habitual. Sin embargo, ni Kamel ni el americano se sintieron satisfechos; éste último conocía muy bien las fórmulas estereotipadas destinadas a evitar problemas administrativos. A regañadientes, sudando y jadeando, el supervisor se decidió a hacer una visita a las instalaciones.
Mark odiaba al monstruo de cemento que estaba asfixiando el Nilo y amenazaba, a corto plazo, la supervivencia del legado faraónico, sin embargo tuvo que resistir la magia malsana que emanaba de aquella enorme masa e intentaba aniquilar cualquier resistencia. Con su simple peso, la presa anestesiaba la conciencia; se imponía a la mirada, la capturaba y le impedía elevarse. Devorando el paisaje, el dique se había nutrido con la locura y la vanidad de los hombres, seguro de que nunca le faltaría alimento.
El americano sabía que nadie conseguiría domesticarlo; era demasiado poderoso, estaba demasiado seguro de su fuerza, demasiado arraigado en la antigua catarata cuya energía había absorbido.
Extraño en verdad; cuando el propio supervisor le permitía acercarse a su enemigo y descubrir sus fallos, él debía encargarse de su protección.
Los integristas obligaban a Mark a convertirse en el salvador de la presa, el monstruo al que tanto deseaba vencer.