51

En Der Dronka, pueblo cercano a Assiut, en el alto Egipto, el vigesimoprimer día del ramadán prometía ser excepcional; los habitantes, coptos u ortodoxos, no respetaban el ayuno musulmán pero preparaban la peregrinación de la Virgen en la que más de un millón de fieles se dirigirían hacia el gran monasterio construido en la ladera de la colina, alrededor de una gruta milagrosa en la que se habían albergado José, María y Jesús.

En Der Dronka, cada uno de cuyos habitantes poseía un viejo fusil del tiempo de la ocupación británica, Yussef pensaba organizar unos comandos capaces de asegurar la protección de los cristianos del sur. Llegado la víspera, el jefe de la mafia de basureros no ocultaba su preocupación.

En El Cairo, la situación se hacía alarmante; un loco de Alá había matado, en el bar del hotel de lujo Semiramis, a tres juristas extranjeros que estaban en la capital para asistir a un congreso. Los islamistas cumplían sus promesas; pronto atacarían a los coptos considerados, también, como extranjeros.

Ante la iglesia del pueblo, cuyas dos altas torres estaban adornadas con cruces coptas, el servicio de orden local controlaba la identidad de los peregrinos, cuya devoción era acompañada por una feroz voluntad de guerrear contra los fanáticos que querían aniquilarles. A pesar de las llamadas a la calma procedentes de la jerarquía religiosa, los espíritus se caldeaban y no creían ya en las virtudes de la tolerancia. Aquí se mantendría el culto católico o se moriría empuñando las armas.

Yussef se asustaba de su propia temeridad; acostumbrado a las justas comerciales, la violencia le daba miedo y temía cometer un error fatal comprometiéndose en un combate que le superaba. Para tranquilizarse, miró al jefe de la milicia local, un coloso de un metro noventa, que vestía una galabieh azul celeste, un paño blanco alrededor del cuello y un gorro marrón en la cabeza; en su mano derecha sujetaba un fusil con bayoneta. Espesas cejas, negro bigote y pómulos salientes daban a su rostro un aspecto de rara ferocidad. El hombre, temido y obedecido, examinaba personalmente a cada peregrino antes de dejarle penetrar en su territorio.

Tranquilizado, Yussef pensó en el americano; sin que lo sospechara, él era quien le había convencido para abandonar su confort y su rutina y defender su clan. Su bravura, cercana a la inconsciencia, había despertado en el jefe de la mafia de los basureros los impulsos caballerescos heredados de sus antepasados mamelucos. Si los musulmanes tenían el valor de sacrificarse por Alá, ¿no tendría él el de morir por Cristo? Pasmado ante sus propios actos, Yussef se sentía dispuesto a participar en la cruzada; primero sería necesario devolver al buen camino los poblados cristianos que, como Burtubate, habían votado a un candidato islamista en las elecciones municipales, esperando escapar así a la furia de los integristas. Esta huida hacia adelante llevaría al exterminio de los coptos; aunque se taparan los ojos no escaparían al enemigo. Luego sería necesario recabar la aprobación de la jerarquía religiosa y obligar al presidente a adoptar medidas que aseguraran la igualdad de derechos entre musulmanes y coptos.

Un adolescente se presentó al jefe de la milicia que verificó la presencia, en el dorso de la mano, de una cruz azul tatuada. Le dejó pasar pero, asaltado por la duda, le cogió por el hombro.

—Es curioso tu tatuaje… Vuelve a enseñármelo.

—¿Por qué?

—Juraría que es reciente.

—¡Claro que no! Yo…

—Enséñamelo.

Cogió la mano del adolescente y la volvió.

—Es reciente.

—¡No, no!

—Estoy acostumbrado; no eres cristiano.

—¡Te equivocas!

—¿Quién eres?

Aterrorizado, el adolescente blandió un cuchillo e intentó hundirlo en el vientre del copto; más rápido, éste le rompió el brazo y le levantó del suelo.

—Hablarás, crápula, tú…

La mirada del jefe de la milicia se inmovilizó, su boca se abrió y cayó hacia adelante, sin soltar su presa a la que aplastó bajo su peso; de su espalda salía el mango de un puñal hundido hasta las cachas. El asesino, un copto del pueblo de Burtubate vendido a los islamistas, puso pies en polvorosa. Una decena de balas le detuvieron en el acto.

El incidente rio cogió desprevenido a Kabul, el fiel lugarteniente de Mohamed Bokar; oculto en un grupo de falsos peregrinos que aguardaban en el interior de un destartalado autobús, dio la orden de pasar a la ofensiva.

Los terroristas lanzaron granadas y dispararon ráfagas de kalachnikov, derribando a decenas de coptos cuya respuesta fue irrisoria. Mujeres, niños y ancianos sirvieron de blanco y cayeron unos tras otros.

En menos de diez minutos los terroristas, bien entrenados, hicieron una masacre. Sólo sufrieron dos heridos en sus filas.

Cuando el autobús y varios coches particulares se los llevaban, a toda velocidad, lejos de Der Dronka, el polvo que levantaba un cálido viento cubría ya el cadáver de Yussef.

El monasterio copto de San Pablo de Tebas vivía al compás de los oficios y plegarias; barbados y bigotudos, vestidos con una larga sotana negra y tocados con un gorro negro adornado con bordados en forma de cruz, los monjes se atareaban para lograr la salvación de Egipto y del mundo. Conscientes del peligro que representaba el integrismo islámico, tenían la convicción de que su fe era la mejor arma contra la violencia. Más de un millar de monjes coptos, distribuidos en una veintena de monasterios que se levantaban en los desiertos arábigo y libio, libraban su pacífico combate con la misma convicción desde que había comenzado, el 29 de agosto de 284 después de Jesucristo, la «era de los mártires» cuyo fin nadie preveía para un futuro próximo.

Desde aquella lejana época, el modo de vida de las comunidades no había cambiado demasiado; el desierto imponía su ley y sus exigencias. Sobrevivir en condiciones hostiles implicaba una fuerza interior que se desarrollaba en contacto con los hermanos, cada uno de los cuales cumplía una tarea precisa.

El más joven monje de San Pablo de Tebas criaba gallinas, como había aprendido a hacerlo en su aldea antes de optar por una existencia al servicio del Señor; sentía cierto orgullo al ofrecer huevos frescos a sus hermanos más viejos, aunque cuidaba de no cruzar los límites de la vanidad. Él, que tanto miedo había tenido del terrorismo en el mundo profano, se sentía aquí seguro; el más fanático de los islamistas no agrediría a hombres sin defensas, entregados a lo sagrado.

Durante el próximo invierno, intentaría hacer cultivable una porción del desierto, al sur del monasterio, que un antiquísimo texto conservado en los archivos describía como fértil; si Dios quería, las legumbres brotarían de la tierra. Un hermoso proyecto, sin duda, que no debía hacerle olvidar las siete horas de oración cotidianas que garantizaban los vínculos de la comunidad con el Cielo. Preservando las reliquias de San Pablo, que tenían mil seiscientos años, la Iglesia copta mantenía una tradición que era herencia de Egipto; los coptos habían vivido en esta tierra antes que los musulmanes y no tenían intención alguna de abandonarla. Afirmando su identidad y los valores del pasado, quebraban la violencia de los islamistas.

A fuerza de cohabitar durante años y años con los mismos seres, era posible interpretar el menor de sus gestos y percibir sus más ínfimas intenciones. El anciano que se aproximaba, con la cabeza gacha, tenía un andar extraño. Sorprendido, el joven monje no conseguía identificar a su hermano. ¿Estaría enfermo? No, se trataba de un desconocido, de un monje procedente de otro monasterio; pero ¿por qué se acercaba al gallinero?

—Hermano, qué…

Riendo, Kabul echó hacia atrás la capucha que ocultaba su rostro lunar.

—¡Tu existencia insulta a Alá, fraile! Soy el diablo y debo castigarte.

Asustado, el joven monje retrocedió y chocó con el muro. Con histéricas carcajadas, Kabul le apuñaló, llamó a los miembros de su comando y se lanzó al interior del monasterio.

El exterminio de una comunidad de monjes coptos tendría una enorme resonancia; esta vez, la minoría cristiana sabría que era indeseable en el suelo de Egipto.

Antes de que comenzaran los tumultos, hordas de turistas procedentes de todo el mundo tomaban por asalto el museo de arqueología egipcia de El Cairo, para admirar las colecciones amontonadas en un edificio demasiado exiguo.

El vigesimoprimer día del ramadán, varias clases de escolares egipcios, unos japoneses y algunos ingleses atravesaban los jardines de amarillento césped y subían los peldaños que llevaban a esa cueva de Alí Babá donde tantos tesoros inestimables, entre ellos los de Tutankamón, habían encontrado refugio.

La policía velaba para que los escasísimos visitantes extranjeros no fueran importunados por los vendedores ilegales, cada vez más deprimidos; como los demás comerciantes que vivían del turismo, maldecían a veces el integrismo, aunque se resignaban a él. Cuando el poder cambiaba de manos, al pueblo no le quedaba más que inclinarse.

A la entrada del museo se llevaba a cabo un cuidadoso registro; ni siquiera se libraban los bolsos de las damas. ¿Acaso no habían prometido los islamistas destruir las antigüedades egipcias, vergonzosas huellas del paganismo?

Frente al museo estaban aparcados autocares de turismo, de tamaños diversos, inutilizados la mayoría. Los que tenían la suerte de transportar viajeros, dejaban en marcha su motor para mantener el aire acondicionado.

El chófer del vehículo ultramoderno reservado a un grupo de japoneses, dormitaba al volante. Sus clientes no saldrían del museo antes de una hora, lo que le dejaba tiempo para disfrutar los placeres de la siesta, a pesar de los ruidos de la ciudad.

Cuando estalló la bomba, destrozando el autobús y proyectando restos metálicos que mataron e hirieron a numerosos viandantes, el chófer no se vio morir.

Una hora después del atentado, el comunicado firmado por las Gamaat Islamiyya explicaba que el movimiento había «vengado a los fieles desarmados, asesinados en la mezquita al-Rahma de Asuán»; respondía así a un acto de barbarie perpetrado contra fieles musulmanes y seguiría golpeando en cualquier parte; ni los hoteles de lujo, ni la sede de la Liga árabe, ni siquiera el edificio de la policía nacional estaban fuera de su alcance. Algunos comentaristas justificaron la actitud de los integristas; ¿acaso no luchaban por el establecimiento de una sociedad más justa y más respetuosa con las leyes de Alá?

Furiosa, Mona apagó la radio; la voz de los musulmanes moderados era ignorada, acallada incluso. El asesinato de Farag Mustakbel había supuesto una gran victoria para los integristas; su desaparición disuadía a los intelectuales deseosos, en nombre del Corán y de la tradición islámica, de oponerse a las tesis de los extremistas. Unos tras otros, los medios de comunicación se unían a Mohamed Bokar, sin que su nombre fuera pronunciado.

Mona rompió las páginas de su manuscrito consagrado a las reivindicaciones de las mujeres egipcias y a su exigencia de libertad; nadie se atrevería a imprimirlas. Por primera vez, tuvo miedo, con todo su ser, miedo de que su país se sumiera en una noche de espanto.

Oró a Dios.

Él no deseaba el reinado de unos pocos fanáticos sedientos de poder. Él disiparía la pesadilla y permitiría que un islam pacífico floreciera en la tolerancia.

La oración de la joven ascendió hacia Él como un canto grave y dulce, moldeado por siglos de misticismo.

Una hora después de la ruptura del ayuno, las cadenas de radio y televisión interrumpieron sus programas para difundir un comunicado especial de las Gamaat Islamiyya; los islamistas exigían la liberación de todos los fieles de Alá encarcelados porque habían afirmado su fe; si, en el plazo de una semana, la puerta de las celdas no se había abierto, las bombas estallarían en la capital y en las principales ciudades de Egipto. El impío gobierno sería responsable de la muerte de miles de inocentes.