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Concentrados, recogidos, los escolares sólo tenían ojos y oídos para su profesora, la joven a la que consideraban su imán, porque conocía el texto sagrado, los ritos, y sabía dirigir la plegaria. Safinaz posó en sus mejillas las palmas de sus manos, cubiertas con guantes negros, y afirmó: «Alá es grande»; los niños repitieron a coro sus palabras. Luego, les enseñó a prosternarse, adoptando la mejor inclinación del cuerpo para tocar el suelo con la nariz y la frente, en un movimiento flexible y armonioso, mientras proclamaban por tres veces la grandeza de Alá y alababan Su perfección.

Al levantarse, Safinaz descubrió a Mark, en la puerta del aula.

Se contemplaron durante unos segundos.

El negro ropón y el velo no conseguían ocultar la belleza de Safinaz. Sus cejas de gacela y sus grandes ojos negros la convertían en la más fascinante de las seductoras. Era la mujer de un instante, capaz de inflamar los sentidos de un hombre con una sola actitud, una simple sonrisa; aun oculta bajo sus siniestras ropas, conservaba su poder de atracción.

Mark había temido que utilizara, por instinto, su arma; pero había confiado en su pasado de intelectual, acostumbrada a reflexionar y evaluar los datos de un problema antes de reaccionar. Hasta ahora, Safinaz había matado de modo frío y organizado, sin dejar lugar alguno para los impulsos.

En la mano derecha, tenía un magnífico rosario de noventa y nueve cuentas, treinta y tres de las cuales debían desgranarse por la perfección de Alá, otras treinta y tres para alabarle y treinta y tres por Su grandeza.

En árabe, Safinaz ordenó a los alumnos que recitaran el comienzo de la primera azora del Corán; se dirigió a Mark en inglés.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Pedirte que te rindas sin violencia.

—¿Tú, un espía judío, te atreves a desafiarme en mi aldea?

—No digas tonterías.

—¿Lo niegas?

—Amo Egipto tanto como tú; deja de creer en tus propias mentiras.

—¡Encontré pruebas en casa de tu amante!

—Prometí a un anciano judío entregar su Torah, su bien más preciado, a unos miembros de su familia.

—¡Qué satisfecha me siento de haber destruido el texto maldito!

—¿No implica el islam respeto por las demás creencias?

—Sólo existe una verdad.

—Tal vez, pero ¿por qué rechazar sus múltiples expresiones?

—Eres un débil, Mark; por eso te refugias en el campo de los vencidos. —No eres tú la que hablas, Safinaz, sino un mecanismo sin alma que tu marido implantó en tu cerebro.

—Estás celoso… Me acuesto con el futuro dueño de Egipto y le daré hijos valerosos que él pondrá a la cabeza de las legiones de Alá.

—Vuelve en ti.

—¿Cuántos policías rodean la escuela?

—Estás cercada, no tienes posibilidad alguna de escapar.

—¿Y tú, a quién sirves?

—Me gustaría convencerte de que renunciaras a la violencia.

Un alumno levantó la cabeza; Safinaz le obligó a concentrarse.

—¿Eres feliz con tu zorra?

—Mona es una mujer maravillosa.

—¡Yo soy inolvidable!

—Conservo el recuerdo de la Safinaz a la que amé; ¿qué demonio se ha apoderado de ella?

—¡Blasfemas!

—Si Dios engendra el odio y la voluntad de matar, ¿no se trata del mejor disfraz del diablo?

Safinaz pareció turbada; en ella combatían la joven en busca de la libertad y la militante integrista convencida de haber elegido bien. El combate fue corto.

—Debiera matarte.

—¿Por qué vacilas?

—No vacilo; quiero que asistas al triunfo de mi marido. Cuando Egipto esté en sus manos, me encargaré de ti.

—Estás presa, Safinaz.

—¿Qué pueden unos policías contra toda una aldea, contra todo un pueblo? ¡Tú y tus aliados sois los prisioneros!

—No cometas un nuevo error.

Los ojos de la integrista se hicieron gélidos.

—Gracias por el consejo.

Sacó un revólver de su bolsillo, agarró a un muchacho por el cuello de su galabieh y le apoyó el cañón en las sienes.

—Si intentan detenerme, lo mato.

—Es tu propio alumno… No serás tan cruel.

—Morirá por Alá y entrará en el paraíso.

Retrocedió, sujetando con fuerza a su rehén. El chiquillo lloriqueó; aterrorizados, sus compañeros se apretujaron unos contra otros.

Cuando salió a la calleja, un policía intentó golpear su antebrazo con el canto de la mano, para que soltara el arma; Safinaz evitó el golpe, disparó a quemarropa y amenazó de nuevo al niño que aullaba de miedo.

—No intenten interceptarme —gritó—, o lo mataré y me mataré.

Los policías se cubrieron; Mark la siguió, secundado enseguida por Kamel.

—No la conocía usted bien.

—Voy a…

—No intente nada, señor Walker; ha comprendido que la queríamos viva y preferirá suicidarse antes de rendirse. No la perderemos de vista; en un momento u otro dará un paso en falso.

—No sea tan optimista.

—Agradezca a Dios seguir vivo y ruéguele que perpetúe su suerte.

Safinaz avanzó, apartó un asno atado a una estaca, sujetó de nuevo a su rehén que intentaba escapar y, sin desearlo, hizo que se golpeara la cabeza contra una piedra que salía del muro; la ceja se partió y la sangre corrió por el rostro del muchacho. Safinaz le ordenó que se comportara como un fiel servidor de su imán, si quería evitar la condenación.

La noticia de que había tomado un rehén corrió a toda velocidad por la aldea; pese a las súplicas de sus consejeros, el alcalde se negó a intervenir. La vejiga le dolía demasiado y era incapaz de moverse.

Gritando imprecaciones, la madre del chiquillo se puso a la cabeza de un cortejo de desenfrenadas mujeres; cerraron la salida de la aldea.

Cuando vieron el rostro martirizado, lanzaron gritos de dolor.

Safinaz se detuvo.

—Apartaos de mi camino.

—Somos tan piadosas como tú —declaró la madre—; pero nadie tiene derecho a torturar a un niño.

—Ha sido un accidente, no quería herirle.

—Suelta a mi hijo.

—Lo necesito; está de acuerdo en ayudarme.

—¡Suéltalo!

—Gracias a él, escaparé de la policía.

—Es mi hijo.

—Alá lo ha elegido; no te opongas a Su voluntad.

—¡Eres tú quien le tortura, y nadie más!

La madre avanzó, las demás mujeres la rodearon.

Safinaz se dio la vuelta; se acercaban los hombres de la aldea, armados con fusiles, picos y palas. A su cabeza, un quincuagenario vigoroso, con los cabellos grises.

—Soy el padre del pequeño; libéralo.

—¡Obedecedme o Mohamed Bokar os castigará!

El argumento hizo efecto; la aldea había hecho un pacto con el jefe terrorista para albergar a sus enviados y permitirles escapar de la policía.

—Nadie debe tocar a un niño —declaró el padre—, y éste es mi hijo.

Los hombres de Kamel intentaban abrirse paso entre la muchedumbre de aldeanos que obstruía la calleja; Safinaz avanzó hacia el grupo de mujeres.

—Apartaos y proteged mi fuga.

—¡Quiero a mi hijo!

La madre corrió hacia la terrorista.

Safinaz disparó a la pierna derecha; la madre cayó agarrándose al negro vestido de la terrorista. Levantando su bastón, el padre corrió a ayudar a su mujer, mientras el chiquillo escapaba. Safinaz disparó de nuevo, el agresor se derrumbó.

El asesinato provocó un tumulto.

Hombres y mujeres de la aldea se arrojaron sobre aquella criminal.

El cuerpo ensangrentado de Safinaz había sido depositado en la casa del alcalde, que proclamaba su inocencia y su buena fe ante Kamel; lamentaba la tragedia, pero ¿cómo habría podido evitarla?

Un médico, llegado de Luxor, examinó a la herida y la consideró intransportable. Pisoteada por una muchedumbre desencadenada, con los huesos destrozados, estaba agonizando; el facultativo no comprendía cómo podía seguir respirando.

Mark se acercó a ella; su rostro era una llaga. Conmovido, se dirigió al médico.

—Atenúe al menos sus sufrimientos.

—Que Alá se haga cargo enseguida de su alma.

—¿Tiene morfina?

—Sólo un calmante que sería ineficaz.

—Adminístreselo de todos modos.

—Le aseguro que…

—¡Hágalo y desaparezca!

La inyección pareció aliviar a Safinaz.

—Mi velo —murmuró—, ponme el velo…

El pedazo de tela había desaparecido, hecho pedazos; Mark desplegó un pañuelo que tranquilizó a la moribunda.

—Ayúdame a salvar inocentes, Safinaz; ¿cuáles son los atentados previstos por tu marido?

—Alá reinará pronto en Egipto…

—¿No reina ya en el corazón de sus fieles? No desea la muerte y la destrucción. Habla, te lo suplico; no mueras con el odio en el corazón.

El cuerpo se tensó en un espasmo; los ojos quedaron en blanco. Mark creyó que había muerto, pero seguía respirando levemente todavía.

—Voy… voy a decirte lo que Mohamed quiere… Terminar con los ministros impíos, ejecutar al presidente que asesina a los creyentes, dinamitar el metro… Y luego…

La voz se extinguía; Mark se inclinó.

—Y luego… él y Kabul te matarán con sus propias manos.

Una última convulsión y el cuerpo dejó de luchar.

Kamel y Mark cenaron en el antiguo palacio colonial, tras la ruptura del ayuno.

—La prensa ha sido amordazada —reveló el egipcio—, pero Mohamed Bokar no tardará en saber la muerte de su esposa. He colocado protección en la aldea, cuyo alcalde se ha marchado a El Cairo; a mi entender, es un error. Bokar le considerará el principal responsable; en la capital no tiene oportunidad alguna de escapar a los integristas. La única información nueva se refiere al metro; he dado órdenes de que refuercen la seguridad.

Mark no conseguía comer.

—¿Y si Safinaz mentía?

—¿Una moribunda?

—Safinaz no tenía miedo de morir; combatía por su fe e iba a ser recompensada.

—El paraíso de los guerreros. ¿Se ha hecho usted musulmán convencido, señor Walker?

—Ni siquiera la traición de los aldeanos, a quienes consideraba aliados, conmovió sus convicciones; ¿por qué iba a decirme la verdad si me odiaba?

—En un momento así, resurge el pasado; ¿no le amó acaso?

—Pero amaba a su marido.

—Para un grupo de terroristas bien entrenados, el metro de El Cairo es un excelente objetivo; habrá un considerable número de víctimas, la opinión quedará traumatizada, considerarán responsable al poder. Debo impedir el desastre esta vez, señor Walker, su misión ha terminado. Puede regresar a su presa y hacer feliz a Mona. Yo me encargaré de Bokar y sus hombres.

—En plan tranquilizador no es usted muy bueno; quedan demasiados puntos oscuros, comenzando por los dibujos que tanto importaban a Hélène.

—¿Debo entender que ignora realmente su significado?

—Eso es.

—¿Será usted el primer ser leal y sincero que he conocido en veinte años?

—¿Hubo pues otro?

—Mi abuelo, que creía en un mundo mejor.

—Me siento honrado de que me compare con él.

—A su modo, era un héroe, como Farag Mustakbel; amó hasta la muerte la libertad. Tras su desaparición, sólo he conocido mentira e hipocresía. Por eso, sin duda, me sorprende usted.

—¿Le han llegado informaciones sobre la identidad del ruso a quien suprimió Safinaz?

—No, aunque sí promesas formales para mañana; esas tribulaciones no le conciernen ya.

—¿Está seguro?

—Lo deseo.

Mark pasó parte de la noche en el tejado del antiguo palacio; necesitaba la tranquilidad de la noche estival. La luz teñía de plata las columnas del templo de Luxor, centinelas de los antiguos dioses a orillas del Nilo; ¿cuánto tiempo podría resistir los asaltos del fanatismo?