Dos kilómetros antes de la aldea, la carretera desaparecía; Kamel y Mark tuvieron que abandonar el Toyota.
—Será necesario caminar.
—Conozco el lugar —reconoció el americano—; en esta población recluté varios obreros, durante mis campañas arqueológicas en la necrópolis tebana. Espere un momento.
Vestido de nuevo a la occidental, para ser reconocido fácilmente, Mark regresó con un comerciante de tomates, satisfecho de volver a estar con el enemigo de la presa. Aceptó que ambos hombres montaran en su carreta.
Durante el trayecto, se quejó de que los peces del Nilo fueran cada vez más raros, del exceso de abonos químicos en los campos y de la ausencia de la crecida; lamentó el bendito tiempo en el que el agua rojiza, procedente del interior de África, depositaba el fértil limo sobre las tierras sedientas y alegraba el corazón de los habitantes del valle.
Avanzaron lentamente por una apacible campiña, adormecida bajo el sol de estío. Un anciano montado a horcajadas en un asno, unos niños corriendo por el polvoriento camino, un bosquecillo de palmeras, camellos cargados de alfalfa y que caminaban con paso augusto, campesinas en sus largas túnicas negras, con cestos y jarras en la cabeza, pequeñas garzas blancas picoteando el lomo de las gamuzas, bueyes originarios de la India, amarillentos perros dormitando a la sombra de un tamarisco; notas de una partitura inmutable que encerraba el tiempo en su melodía. ¿Cuántos policías se encargaban de su protección? ¿Cómo les seguían? ¿De qué modo intervendrían? Mark lo ignoraba. Kamel y él representarían del mejor modo posible su papel de cebo, con la esperanza de que Safinaz se hubiera jurado matar con sus propias manos al americano, sin confiar la tarea a un asesino anónimo.
—¿Tiene miedo? —preguntó Kamel.
—¿Se ve mucho?
—No le faltan redaños, para ser occidental.
—Nada mejor que la inconsciencia; si detenemos a Safinaz, espero convencerla de que renuncie a su locura.
—Peligrosa ilusión; se ha aficionado ya al crimen.
—Era culta, inteligente y libre; ¿por qué ha caído en el integrismo?
—Porque corresponde a su verdadera naturaleza; el tiempo de incubación es más o menos largo, depende de los seres, pero la perversión acaba revelándose. En su lugar, no vacilaría en disparar primero. ¿Desea un arma?
—El profesional es usted.
Un muro de tierra batida, alto como un hombre, rodeaba la aldea, oculta en un palmeral. A la entrada, acacias; a su sombra, algunos muchachuelos repetían durante todo el día el mismo versículo del Corán para grabarlo en su memoria. En menos de un año, el poblado agrícola se había convertido en feudo islamista.
La carreta se detuvo; sin dejar de repetir las palabras del libro sagrado, los chiquillos lanzaron a los recién llegados una mirada hostil.
—No es prudente ir más lejos —consideró el vendedor de tomates—; las cosas han cambiado aquí.
—Tengo que ver al alcalde —objetó Mark— me conoce. Mi amigo se quedará con usted.
—Ni hablar —repuso Kamel.
—Sabe muy bien que es la única solución.
—Tome un arma; si Safinaz le amenaza…
—Su cadáver no nos diría nada.
—¿Tiene la intención de suicidarse?
—Mona me aguarda en El Cairo; y no voy a dejar en paz a la presa. Sencillamente utilizo una estrategia; Alá y usted me protegerán.
El americano era más tozudo que una vieja mula; Kamel no insistió, pensando ya en el mejor modo de poner en marcha su sistema de seguridad.
Un joven, que reconoció a Mark, aceptó conducirle hasta la casa del omdeh, el alcalde. Pasaron ante la explanada de tierra batida donde cada fellah depositaba su cosecha, examinada por un agente del fisco, flanquearon la insalubre charca donde se bañaban niños y animales, y tomaron una calleja tan estrecha que la carga de un asno rozaba las paredes de las casas de ladrillo, blanqueadas con cal. En algunas fachadas, ingenuos dibujos representaban los barcos y los aviones que habían llevado a los peregrinos a La Meca. En los techos se amontonaban tallos de maíz, leña y estiércol seco, combustibles utilizados en las cocinas, algunas de las cuales estaban al aire libre.
El alcalde era un hombre rico, poderoso y temido. Tenía un granero, varias hembras de búfalo, una panadería, numerosas tierras y tres casas, la más hermosa de la aldea entre ellas, y obtenía un diezmo de cada transacción. Gordo, perezoso y deshonesto, ayudado permanentemente por abnegados servidores, era el único aldeano exento de impuestos y extorsionaba a sus ovejas, con el asentimiento tácito de las autoridades que, a cambio, le exigían el mantenimiento del orden. Como muchos omdehs, éste se doblaba en la dirección del viento, rodeándose de integristas que, en adelante, dictarían la ley.
Un guardián armado intentó impedir al extranjero la entrada en la mansión del alcalde; pero su guía le convenció de que anunciara la llegada del americano, por el que sentían amistad muchos aldeanos.
Mark fue introducido en un vestíbulo iluminado por un minúsculo ventanuco; se sentó en una banqueta, frente a una nevera recién estrenada.
El alcalde le hizo esperar más de una hora, para dejar patente su superioridad. Cuando se dignó aparecer, Mark se levantó, se inclinó y le saludó con las fórmulas rituales que el imponente personaje declamó a su vez, rogando al huésped que se sentara.
—No creí volver a verle, señor Walker; ¿no había terminado su trabajo?
—¿Han terminado ya los nocivos efectos de la presa?
—Tengo mucho trabajo: la vigilancia de los campos y los huertos, las enfermedades de los animales, las quejas de los aldeanos, la reparación del horno… Nadie puede imaginar la carga que pesa sobre mis hombros.
—¿Podré agradecerle bastante que me conceda esta entrevista?
—¿Le apetece una Coca-cola?
—Sólo si usted la toma.
El alcalde abrió la nevera, tomó dos botellas, las abrió y ofreció una al visitante. Vació la suya de un trago.
—¿Funciona bien la aldea?
—Gracias a mi incesante labor, nadie carece de nada; he conseguido, incluso, que venga un médico, una vez al mes, sin aumentar en exceso los impuestos; ¿hay alguien más generoso? Pero la gente es malvada e ingrata; pocos reconocen mis méritos.
—La experiencia nos enseña a soportar la injusticia.
El alcalde se levantó, salió a un pequeño patio y orinó gimiendo. De regreso al vestíbulo, se derrumbó en una banqueta.
—¿Necesita usted obreros?
—Esta vez no.
—¿Simple visita de cortesía?
—No exactamente.
—¿Qué desea?
—Se trata de un asunto muy delicado.
—Esto no me gusta; aquí vivimos tranquilos.
—Sé que detesta usted el desorden.
—Lo combato sin descanso.
—¿Y el crimen encuentra gracia en usted?
—¿Un crimen… en mi aldea?
—¿No es un delito la presencia de una criminal convicta?
—¿A qué se refiere?
—Pertenece al más feroz grupo terrorista, el de Mohamed Bokar, y se ha refugiado en su aldea.
—Se equivoca.
—Me temo que no.
—¿Qué le hace ser tan afirmativo?
—La policía antiterrorista ha investigado.
El alcalde desapareció para orinar, al regresar, en su rostro se veía la inquietud.
—Espero que no hable usted en serio, señor Walker.
—¿Le habría molestado, si no?
—No soy responsable.
—La policía lo sabe.
—Ignoro el lugar exacto donde se oculta la criminal.
—Es poco probable, señor alcalde; nada de lo que ocurre en la aldea se le escapa.
—A veces me veo obligado a cerrar los ojos.
—Pero no esta vez.
—Voy a pedirle que se marche.
Mark se levantó, sin querer mirar al potentado.
—Hace ya varios años que sufre usted bilharziosis, señor alcalde; al caminar por el agua contaminada de un canal, expuso usted su epidermis a los asaltos de un microscópico gusano que, tras haber penetrado, se multiplicó en su sangre y puso sus huevos en las paredes de la vejiga y los riñones. De ahí su dolor y sus hemorragias al orinar… Seguir un tratamiento médico es ya indispensable.
Ningún fellah podía creer que bastaría con no estar ya en contacto con las aguas contaminadas para evitar la terrible enfermedad; pero al omdeh le costaba cada vez más soportar una fiebre constante, dolores articulares, una abrumadora fatiga y sanguinolentos orines.
—Pienso en ello, pero El Cairo, un hospital… Demasiados gastos.
—La policía está dispuesta a pagar una información importante.
Mark tenía que poner al tiranuelo local entre la espada y la pared, aunque el método preconizado por Kamel no fuera muy brillante. Sólo una transacción comercial bien llevada tendría éxito; y apoderarse de Safinaz viva era prioritario.
—Que nadie lo sepa… ¿Tengo su palabra?
—La tiene.
—En la escuela coránica, junto a la mezquita —dijo el omdeh en voz baja.
Mientras abría otra botella de Coca-cola, Mark salió a la calleja.
Un hombre con galabieh le amenazó con un revólver.
Por un instante, creyó haber caído en una emboscada; pero el cañón del arma descendió.
—Nos hemos desplegado por la aldea —dijo el hombre de Kamel—; ¿sabe usted dónde se oculta el objetivo?
—Sígame.
Una machacona salmodia brotaba de la escuela coránica; dirigidos por su profesor, muchachuelos de unos diez años aprendían a recitar, con las entonaciones adecuadas, el comienzo de la primera azora del Corán. En la puerta, sandalias y zapatos; entre ellos, un par de elegantes zapatos rojos.
Con las manos cruzadas a la espalda, sereno, Kamel llegó a la altura del americano.
—Felicidades; nos ha permitido usted encontrar a la esposa de Mohamed Bokar sin violencia y sin perturbar la población.
—El alcalde reducirá su presupuesto.
—Se mostrará razonable, no me cabe duda. Me satisface verle indemne.
—Lo más difícil está por hacer.
A Kamel le hubiera gustado esperar hasta que los niños salieran, pero la lección iba a durar hasta la plegaria vespertina. Los aldeanos no tardarían en reunirse, algún integrista avisaría a Safinaz provocando una imprevisible reacción.
Los policías tomaron posiciones alrededor de la escuela; la terrorista no tendría posibilidad alguna de huir. Pero era necesario cogerla viva…
Mark advirtió la turbación de Kamel, que dudaba en decidirse.
—Si yo entro el primero, tendremos el efecto sorpresa.
—Está armada, Mark.
—Que sus hombres pasen por la puerta de atrás, sin ruido alguno; los niños estarán entre ella y yo. No disparará. Si consigo hablar un poco con ella, perderá su agresividad. En cuanto esté harta, huirá por aquella puerta; los policías podrán sujetarla.
—Una historia muy optimista… Supongo que es usted consciente del riesgo.
—Conocí bien a Safinaz; debería de comportarse así.
—¿Quién puede presumir de conocer las reacciones de una mujer como ésta?
—¿Tenemos tiempo de sumirnos en discusiones filosóficas?
—Tal vez dentro de veinte segundos esté usted muerto, señor Walker.
—Inch-allah.
—¿Se ha vuelto fatalista?
—¿Qué propone?
—Su inconsciencia me conviene, lo admito.
—Pues bien, manos a la obra.
—No olvide descalzarse.
En las callejas de la aldea comenzaban ya a murmurar; los hombres de Kamel se ponían nerviosos. Si el eco de la agitación llegaba a Safinaz, las cosas se pondrían mal.
Mark se descalzó y cruzó el umbral de la escuela coránica.