Ni Mark ni Kamel apreciaron los refinados platos que les sirvieron antes del amanecer; a pesar de su falta de apetito, se obligaron a comer para recuperar energía. Mona no tocó nada.
—¿Por qué me encierran aquí?
—Es la mejor solución —consideró Mark—; ¿no te parece un lugar maravilloso?
—Prefiero volver a El Cairo.
Kamel no puso objeción alguna.
—En mi casa —prosiguió la muchacha, con la mirada perdida— esperaré la noticia de tu muerte; y luego, como tú, serviré de cebo; tal vez mis torturadores vuelvan para terminar su trabajo.
—Mis hombres vigilarán día y noche su apartamento —afirmó Kamel—; la felicito por su valor.
—Una egipcia puede mostrarse tan loca como un americano.
Orgullosa, intratable, se parecía a una de aquellas nobles damas de la antigua Tebas que habían forjado la grandeza del Estado faraónico.
Mark la tomó en sus brazos.
—¿Es necesario exponerte así?
—Si Safinaz me odia más que a ti, intervendrá.
Un criado avisó a Kamel de que le llamaban por teléfono; excusándose, desapareció y dejó cara a cara a los dos amantes.
En la orilla de Occidente, la montaña surgía poco a poco de la bruma de calor, languideciendo sobre las aguas del Nilo; el rosado echarpe del alba se disolvía en una franja de un azul resplandeciente. El décimo noveno día del ramadán se anunciaba tan soleado como los precedentes.
—¿Quién es tu verdadero amante, Egipto o yo?
—El exilio me sería insoportable.
Los ojos verdes no lloraron, no se rebelaron; Mark descubrió en ellos ternura y confianza.
—Tienes razón, ni tú ni yo tenemos derecho a abandonar nuestra tierra, la felicidad está aquí y en ninguna otra parte.
—Estoy convencido de que podemos conseguirlo; decapitar la red de Mohamed Bokar daría un golpe muy duro al integrismo.
—La presa, los integristas… ¿No estás eligiendo adversarios que están fuera de tu alcance?
—¿Realmente soy yo quien decide?
—Tú destino te guía, no tienes deseos de rechazarlo.
—Te amo, Mona.
Caminaron bajo las palmeras y los tamariscos, como si el futuro les perteneciera; unas garzas paseaban por la hierba, hundiendo su largo pico en la tierra en busca de una lombriz. Durante la noche, un jardinero había regado.
—No me hago ningún reproche —confesó la mujer—; uno y otro debíamos seguir nuestro camino para encontrarnos en este jardín. Que Dios me permita grabar este instante en cada parcela de mi carne, que lo convierta en mi único recuerdo.
Mariposas azules y rojas revolotearon en torno a la pareja; la caricia del sol sería pronto una quemadura. Mona encerró entre las suyas las manos de Mark, las posó sobre su corazón y contuvo el aliento. Se apoderaba así de la respiración de su amante, de la que viviría para siempre.
Kamel quebró el hechizo.
—El prisionero ha comenzado a hablar.
Mona se apartó.
—Me gustaría partir inmediatamente.
—Un coche les llevará al aeropuerto; mis hombres les acompañan.
Ella miró a Mark como si no fuera a verle nunca más y, luego, subió a la trasera del vehículo.
—Mejor es así —murmuró Kamel.
—No me ha abandonado.
Mark escuchó el ruido del motor; el coche se alejaba.
Respetando la meditación del americano, Kamel fumó un cigarrillo mentolado.
Mark pensaba en aquellos años de esfuerzo durante los que se había preparado para una lucha sin cuartel contra la prueba, acumulando pruebas, preparando expedientes, escrutando cada detalle; él, que podía presumir de ser el que mejor conocía los defectos de la presa, se veía arrastrado por un torbellino de inaudita violencia precisamente cuando tenía una inesperada ocasión para derribar las defensas del monstruo de cemento, precisamente cuando un amor enloquecido, en el que había soñado, se le ofrecía.
—No ha conseguido disuadirla.
—Mona es la esperanza.
—Que Alá le escuche.
—¿Qué ha sabido usted?
—Nuestro jefe es un oficial ruso convertido al islam más radical, como su colega de Esna. Ambos hombres hicieron la guerra en Afganistán, quedaron horrorizados por su propia conducta y se pasaron al bando de Mohamed Bokar. El remordimiento les llevó al integrismo pero no redujo su sentido comercial.
—¿Ha revelado los proyectos de los integristas?
—Las amenazas habituales, atentados contra los ministerios y el asesinato del presidente.
—¿Nada más preciso?
—El personaje es coriáceo y resistente; dejamos que se recupere antes de proseguir con el interrogatorio. Hay un detalle que me intriga, su obstinada negativa a damos su verdadero nombre. ¿Por qué iba a hacerlo si no fuera un elemento esencial? He enviado fotografías a mis homólogos americanos, ingleses y franceses que me han prometido una rápida respuesta; me he puesto, incluso, en contacto con Moscú, cuya actitud es bastante positiva.
—¿Dónde se alojaba en Luxor?
—En el New Winter Palace.
—¿Y el resultado del registro de su habitación?
—Nada positivo, salvo una extraña prenda: un pantalón con el número nueve.
—¿Explicaciones del ruso?
—Lo compró en unos grandes almacenes.
—¿Alguna indicación sobre los escondrijos de Safinaz y sus aliados?
—Sólo ha hablado de Assiut y, por lo tanto, de una ciudad inaccesible; si los terroristas no salieran de allí, dormiríamos tranquilos.
—Nada en concreto, pues.
—Todavía no, pero la resistencia humana tiene límite. Comprobando que no insistimos, se relajará; aunque esté preparando un nuevo asalto, bajará la guardia. Aprovecharemos esta debilidad.
—¿Ha estado usted casado, Kamel?
La pregunta extrañó al egipcio, pero no manifestó signo de sorpresa alguno.
—Sólo tengo un amor, señor Walker, el de mi país; servirlo es mi única pasión. Está por completo pasado de moda, lo admito, pero soy un hombre del pasado, vinculado a viejos valores que no están ya en curso.
—¿Por qué no entró usted en el juego político?
—Porque padezco de un irremediable vicio, una especie de estúpida honestidad; preferí actuar en la sombra, luchando contra un mal que me parecía muy pernicioso. No me equivoqué, pero había subestimado su velocidad de propagación. Un error fatal, me temo.
—El integrismo no ha ganado todavía.
—Las epidemias del alma son las más graves, nuestros remedios infantiles. Los antiguos hablaban de una ventana en el cielo por la que pasaba la palabra de dios; me temo que está cerrada y que ningún gobierno conoce los medios de volverla a abrir. ¿Eran más optimistas los antiguos egipcios?
—Predijeron un período de desgracia, es cierto, pero si un hombre justo gobernara de nuevo la felicidad volvería.
—Vayamos a ver a nuestro jeque ruso, ¿le parece? La segunda parte del interrogatorio es cosa mía.
El hombre había sido encerrado en un antiguo palacio colonial, cercano al templo de Luxor; a pesar del mal estado de la fachada, manchada por los excrementos de las palomas, se advertía todavía el encanto de una época cultivada que se había equivocado al creer que el curso del Nilo nunca se interrumpiría.
Antes de entrar en el edificio, Kamel contempló las columnas del gran patio del templo, levantadas por el faraón Amenofis III.
—Es extraño… Diríase que estas ruinas no son de este mundo. A menudo vengo a recogerme en este santuario antes de tomar una decisión importante.
—¿Se refiere usted a la mezquita erigida en el primer patio?
Algunos arqueólogos habían solicitado, varias veces, al gobierno que desplazara aquella mezquita que desfiguraba Luxor; ahora, los integristas exigían que se arrasara el monumento egipcio para poner de relieve la mezquita.
—No, señor Walker, me refiero al lugar santo de los faraones; se puede ser musulmán sincero y advertir la presencia de lo sacro en el interior de un edificio pagano. Hasta hoy, Egipto había sabido vivir en paz con sus antiguos dioses; ¿no provocará, renegando de ellos, su cólera?
Un policía salió corriendo del palacio colonial, vio a Kamel y se dirigió hacia él.
—Un incidente, jefe, un grave incidente…
Los tres hombres penetraron en el edificio.
Ante la puerta de la habitación donde estaba encerrado el ruso, había un cadáver, con la cabeza ensangrentada.
—Uno de los dos guardias —explicó el policía—; se ha dejado sorprender.
—¿Y el prisionero?
El policía agachó la cabeza; Kamel empujó la puerta y entró en un salón cuyos muros estaban coronados por frisos de estuco que representaban racimos de uva, inspirados en la «tumba de las viñas».
Sentado en un sillón verde, cubierto de manchas oscuras, el jeque ruso parecía dormir con la cabeza inclinada sobre el hombro izquierdo. En su sien derecha, un agujero rodeado de rojo del que brotaba un hilillo de sangre.
—¿Quién lo ha hecho?
—No lo sé, jefe; nos han agarrado por sorpresa, hace unos diez minutos.
—¿Y el otro guardia?
—En la habitación contigua.
Kamel pasó a otro salón. Su último recluta, un estudiante que había dejado la facultad de derecho, agonizaba en un sofá de época victoriana.
Se inclinó sobre el moribundo.
—No es culpa mía, patrón, ni tampoco de mi compañero… Alguien de los nuestros le ha abierto la puerta.
—¿Has visto al asesino?
—Una mujer velada, con vestido negro y zapatos rojos.
—¿Quién ha traicionado?
—El único que tenía la llave de la puerta de atrás era Ornar… Cójala, patrón.
—Te lo juro.
Kamel tomó la mano del joven y no la soltó hasta que se extinguió, sin protestar.
Ornar, el elemento más experimentado de su equipo de intervención, el último de quien habría sospechado… Trabajaban juntos desde hacía más de diez años.
Kamel encendió un cigarrillo, ordenó que transportaran los cadáveres al depósito, rogó a Mark y Omar que le siguieran a un despacho donde sólo quedaban dos sillones Regency. Dio la espalda a su subordinado, un hombre esbelto de unos cincuenta años, viudo, padre de dos hijos que trabajaban en los emiratos del Golfo y tres hijas que permanecían en su aldea natal del Delta. Hasta entonces, Omar no había conocido más religión que la absoluta obediencia a las órdenes.
—¿Por qué me has traicionado, Ornar?
El acusado guardó silencio durante un largo minuto.
—¿Y quién me ha traicionado a mí?
—El joven que ha muerto por tu culpa.
—El ruso no debía vivir; de lo contrario, habría hablado.
—¿También tú te has unido a los integristas?
—No queda otra solución; ¿será usted el último en comprenderlo?
—¿Dónde se oculta Safinaz?
—Lo ignoro por completo.
—¿Me obligarás a torturarte?
—Como quiera… Yo no sé nada.
—¿Por qué ha matado al prisionero?
—Habría acabado cediendo.
—Te ahorcarán o pasarás la vida en la cárcel.
—Es el precio que debe pagarse por la libertad y la justicia… Pero no me abandonarán. Al poder actual no le queda mucho tiempo.
—Has pisoteado todos esos años de servicio a tu país.
—Años descarnados, al servicio de los infieles… Ahora estoy en paz con mi conciencia.
Kamel se puso de nuevo en contacto con sus interlocutores rusos y occidentales rogándoles que aceleraran la identificación del hombre que se presentaba como un jeque integrista. Luego, lanzó todas las fuerzas de policía disponibles tras la pista de Safinaz, prometiendo importantes recompensas tanto a quienes obtuvieran informaciones como a quienes las facilitaran.
El cebo del beneficio, acompañado por el hábito de la delación, dio rápidamente resultados; a media tarde, quedó claro que Safinaz se había refugiado en una perdida aldea de la orilla este.