En cuanto se proclamó la ruptura del ayuno, aquel décimo octavo día del ramadán, las calles de Luxor se vaciaron, todos corrían a su casa para beber y restaurarse. Hacia las diez de la noche, estaban llenas de nuevo; unos daban un paseo digestivo, otros discutían. Los comercios habían abierto con la esperanza de atraer a algún ocioso que aprovechara para pasear la suavidad de la noche.
Mark, con galabieh azul, estaba apoyado en una pared junto a la célebre joyería Philippe, cercana al Nile Hotel; una alfombra roja llevaba hasta la puerta cristalera que se abría automáticamente. En el escaparate, cruces de la vida hechas de oro, collares, amuletos de marfil y una pequeña cabeza de Nefertiti en jaspe.
Pasaban, vacías, algunas calesas; sentados en bamboleantes sillas, unos viejos fumaban y discutían. Mark se dejó atrapar por el juego, disfrutando de aquella paz nocturna y bebiendo, de vez en cuando, a pequeños tragos. La única nota falsa eran los petardeos de las motos, conducidas a toda velocidad por jóvenes orgullosos de sus monturas, a riesgo de atropellar a los ciclistas que apenas si podían evitar las ondulaciones y los baches de la calzada. En el bazar Van Gogh se compraban botellas de Baraka, el agua mineral del país, Coca-Cola y zumos de fruta. Un vendedor ambulante reventaba los precios de los refrescos.
Tras haber fotografiado las escenas callejeras, dos japonesas se interesaron por el escaparate de una tienda que exponía bandejas de cobre de distintas dimensiones e imitaciones, en falso alabastro, de esculturas egipcias, muy visibles tras un gran panel de cristal. Hecho unas mieles, el vendedor consiguió hacerse con las asiáticas; entraron en la tienda, cuya puerta se cerró enseguida para preservar el aire acondicionado. Mark prefería el de la calle, satisfecho de escapar a la locura americana que imponía al mundo entero aquel peligroso invento propagador de microbios y de virus. Desde su puesto de observación, asistió a la animada discusión entre el vendedor, que apeló luego a su patrono, de más edad, y las dos japonesas. A pesar de una buena resistencia, ambas se declararon vencidas y compraron una bandeja decorada con un destartalado rostro del infeliz Tutankamón.
Kamel había obtenido de los coptos las informaciones que exigía; a partir de las once, Naguib Ghali podía aparecer en cualquier momento. Desde hacía unos diez minutos, Mark seguía con la mirada a un europeo que se parecía como un hermano al oficial ruso muerto en Esna. Cuadrado, rígido, parecía incómodo e inquieto; aunque fuera vestido con una camiseta y un pantalón de tela, parecía ir de uniforme.
Un acróbata en bici le rozó; orgulloso de su nuevo vehículo, elegía un blanco, se lanzaba zigzagueante hacia él, apartaba las manos del manillar y lo esquivaba en el último momento. El joven no advirtió al ruso, que estuvo a punto de derribar al adolescente cuando pasó. Irritado, atravesó la calle y se dio de narices con el vendedor de bandejas de cobre que la emprendió con él de inmediato; para amansar al cliente, le ofreció una taza de té. Sediento, el vendedor de armas aceptó entrando así en el engranaje; fue llevado al interior de la tienda e invitado a contemplar las baratas maravillas.
En cuanto estuvo en el interior, la puerta se cerró.
El ruso estaba ahora en manos de los hombres de Kamel, que le obligaron a acercarse al cristal y mirar la calle; cuando Naguib Ghali le viera, pensaría que su interlocutor mataba el tiempo haciendo unas compras. Mark se pondría a la altura del médico-taxista y le hablaría.
Transcurrían los minutos. Un vendedor de pasteles se había adormecido en su silla, los transistores vertían canciones populares.
Naguib Ghali llevaba una galabieh marrón y acompasaba su marcha a la de los ociosos, pero el americano le reconoció enseguida. Se detuvo a la altura del bazar Van Gogh y encendió un cigarrillo. Cuando un joven le pidió fuego, Mark, temiéndose lo peor, sintió deseos de saltar, pero el otro se alejó canturreando.
Sin prisas, Mark caminó hacia su amigo.
Sus miradas se cruzaron cuando el americano pasó bajo un farol; intrigado, asustado casi, Naguib no emprendió la fuga. Mark sintió que tenía ganas de dialogar; su misión sería menos difícil de lo esperado.
Una bicicleta frenó bruscamente separando a ambos hombres; el ciclista sacó un revólver del bolsillo de sus pantalones, disparó tres veces contra Naguib Ghali a quemarropa, y levantándose sobre los pedales, intentó huir. Mark le golpeó y le derribó; el asesino se levantó apuntando a su adversario.
Los dos policías de civil, encargados de la protección de Mark, fueron más rápidos que el integrista y le abatieron con varias ráfagas de sus metralletas; la sangre cayó sobre las ruedas de la bicicleta, que giraban en vacío.
Frenéticas, las fuerzas de seguridad dispararon al aire, provocando así el pánico. En menos de un minuto, la calle comercial quedó vacía y el barrio cercado.
Mark, indiferente al tumulto, se inclinó sobre el cadáver de Naguib Ghali; el asesino había apuntado a la cabeza, sin darle posibilidad alguna. Mil recuerdos le pusieron el corazón en un puño, como si aquella trágica muerte borrara las faltas de Naguib para dejar subsistir, sólo, la amistad y los momentos felices.
El integrismo había matado a Farag, el pensador del porvenir, y a Naguib, el compañero de lo cotidiano. Mona y él mismo eran los próximos en la lista. Creer que podría abandonar el campo de batalla era pura ilusión.
Kamel se acercó.
—¿Ha tenido tiempo de hablarle?
—No.
—Lo siento.
—Tenía que salir bien librado, ¿verdad?
—Nos queda su interlocutor.
—Quiero asistir al interrogatorio.
—Eso no es muy regular, señor Walker.
—Están asesinando a mis amigos ante mis narices.
—Venga.
Entraron en la tienda donde los hombres de Kamel retenían al europeo; en sus labios, una ligera sonrisa. Mark advirtió la presencia en su frente de una pequeña hinchazón circular, la «uva pasa» de los más piadosos musulmanes.
—¿Su nombre? —preguntó Kamel.
—Cheikh Abass.
—¿Su verdadero nombre?
—No tengo otro.
—¿Qué tipo de armas pensaba vender a Naguib Ghali?
El converso soltó una carcajada.
—Su pequeño traidor no tenía oportunidad alguna de lograrlo… Si no me hubieran interceptado, yo mismo le habría matado; Alá castiga sin piedad a los renegados; sométanse a Su ley o perecerán. Si me ponen inmediatamente en libertad, defenderé su causa.
—Es usted ruso, ¿verdad?
—Soy el jeque Abass y milito para que la verdadera fe reine por fin en este país. Sométanse o haremos saltar todos los ministerios antes de ejecutar al presidente, culpable de impiedad y corrupción.
El prisionero escupió a la cara de uno de los policías egipcios. Kamel le impidió golpear al ruso.
—Quiero su verdadero nombre, sus contactos y la ruta que le permite entregar armas a los integristas.
—Soy el jeque Abass; Dios me ha encargado de difundir la verdad.
—Me obligará a entregarle a unos especialistas; le aconsejo que responda.
—El sufrimiento no me asusta; Alá me apoyará en mi martirio.
Kamel llevó a Mark a la mansión. El aire era suave y perfumado.
—Dentro de unas horas lo sabremos todo; es inútil que asista usted a una sesión de tortura, ¿verdad?
Cuando Mark bajó del coche Mona corrió hacia él y se le arrojó al cuello.
—Estaba tan angustiada…
—Naguib ha sido asesinado, el vendedor de armas detenido.
La muchacha se había adormecido; sentados en unos sillones del jardín, Mark y Kamel bebían café.
—Adoro el aroma del jazmín —declaró el egipcio—; evoca un paraíso perdido donde los hombres se nutrían de sutiles esencias.
—¿Ha sacado usted todas las consecuencias de este drama?
—¡Lamentablemente sí, señor Walker! No sólo los terroristas de Mohamed Bokar estaban perfectamente informados de la traición de Naguib Ghali sino que, además, los coptos han sido engañados; por añadidura, queda claro que mi propio servicio está gangrenado. La muerte de su amigo me priva de una fuente de información esencial, en adelante los fanáticos actuarán a su guisa. Ignoro el nombre de los traidores que reciben mis órdenes y avisan a los integristas de mis proyectos. Hoy, soy un hombre solitario que sólo puede confiar en una persona: usted.
—También a mí me gusta este perfume; si el país escapara del fanatismo se convertiría en un paraíso recuperado.
—Es usted libre, señor Walker, regrese a su presa. No tengo ya razón alguna para manipularle.
—¿Renuncia acaso?
—Soy un funcionario bien pagado, y un funcionario bien pagado debe realizar su tarea hasta el último momento, sea o no útil. El destino ha elegido; mi última oportunidad de contrarrestar a Mohamed Bokar se ha desvanecido.
—El desaliento no le sienta bien.
—Soy lúcido; la máquina infernal funciona a pleno rendimiento, no tengo ya posibilidad de detenerla. El pueblo se equivoca, una vez más, y forjará su propia desgracia poniendo su confianza en los integristas.
—¿No es capaz de despertar?
—Demasiado tarde; el cuerpo del Estado sufre una enfermedad mortal. Antaño, mi servicio coherente y eficaz; hoy, los antiguos adversarios de los islamistas les consideran libertadores. El pueblo alemán aplaudió el advenimiento del nazismo; desde entonces, la conciencia de la humanidad es sólo un tejido desgarrado que deja pasar las hordas bárbaras.
—La comunidad internacional reaccionará.
—¿Quién se preocupa de los genocidios, pequeños y grandes? Nadie detuvo a los khmeres rojos, que asesinaron a millones de hombres, nadie impide a los asesinos que aniquilen las tribus salvajes de la amazonia. Algunos artículos de periodistas más o menos indignados, una o dos emisiones de televisión que se olvidan enseguida y la matanza prosigue. Nadie, ni siquiera el presidente de los Estados Unidos de América se opuso a la instauración de una república islámica en Irán, la primera manifestación visible del cáncer que corroe el mundo musulmán.
—Los americanos no permitirán que Egipto se convierta en un nuevo Irán.
—Si los integristas les dan las garantías comerciales que exigen, florecerán los negocios. Su país, como todos los demás, no tiene más moral que los intereses financieros de los medios comerciales; nuestro mundo no huele a jazmín.
—¿Cuándo golpeará Mohamed Bokar?
—Si respeta su propia lógica, el último día del ramadán que, este año, coincide con nuestra fiesta nacional. No le queda ya mucho tiempo para organizar el coloquio; no ignora usted que los integristas han prometido destruir los monumentos faraónicos, símbolos de un odioso paganismo y de los vínculos con Occidente.
—Un coloquio que ha muerto antes de nacer, si le entiendo bien…
—Abandone Egipto y llévese con usted a Mona.
—¿Por qué no se marcha usted?
—Suponga que la suerte cambia y consigo, gracias a un milagro, retrasar la acción de los terroristas.
—Ni siquiera usted lo cree.
—La utopía tiene mucho encanto.
—Una vez más no me deja elección alguna.
—Se lo repito, señor Walker: es usted libre y no oirá hablar más de mí.
—Huir como un cobarde, olvidar el sacrificio de Farag, el asesinato de Naguib, abandonar el país que amo y la civilización a la que he consagrado mi existencia… ¿Ésa es mi libertad?
—¿Tiene usted otra?
—La fatiga le habrá impedido pensar en ello. ¿No soy el próximo blanco de Safinaz? Si me expongo un poco más, no podrá resistir la tentación. Tenerla significará llegar hasta Mohamed Bokar.
—¿La ama realmente?
—Se ha convertido en su orgullo.
—Arriesgada solución, sobre todo para usted.
—Y para usted también; si estoy a su lado ella no le considerará un testigo inocente. Suponga que su… interrogatorio le proporciona informaciones útiles, estaríamos en una posición menos catastrófica de lo que usted cree.
—¿Acaso está enseñándome mi oficio, señor Walker?
—Olvidemos las susceptibilidades; mi plan es válido a condición de que se excluya a Mona.
—¿Cree usted que aprobará su decisión?
—No le mentiré.
—Le exige usted mucho.
—Mona es una mujer excepcional.
—¿Tiene usted valor, todavía, para pensar en la felicidad?
—¿No es este su caso?
—Yo soy sólo un engranaje de la administración; tal vez el lejano heredero de un escriba que controlaba la entrada de cereales en los graneros, le gustaba ver los vientres bien llenos y alegres los corazones. ¿Qué felicidad puede compararse a ésta? Debiéramos dormir un poco; la próxima jomada del ramadán se anuncia dura.