45

La mansión blanca, zambullida en el palmeral, había sido construida por un arquitecto egipcio inspirándose en los monasterios de los primeros siglos, donde la disposición de las aberturas aseguraba, en pleno estío, una maravillosa circulación de aire.

Al día siguiente de su llegada a Luxor, Mona se sintió regenerada. La belleza del lugar, la tranquilidad de aquella vasta mansión rodeada de palmeras, el lujurioso jardín la encantaron. Dos criados, de ejemplar discreción, satisfacían las menores necesidades de la pareja.

—Esperaba el infierno —dijo— y es el paraíso.

—De todos modos, me obligas a respetar el ramadán.

—¿Por qué tanta felicidad?

—Porque Kamel es un gran señor, bastante imprevisible.

—Debo reconocerlo… ¡Nunca había venido a Luxor! Mi marido consideraba que permanecer en una pequeña ciudad de provincia no se adecuaba a su rango.

—¿Pequeña ciudad de provincias, la Tebas de las cien puertas de los faraones, la capital que fue centro del mundo civilizado?

—¿Y si me sirvieras de guía?

—Dudo que nuestro protector nos autorice a salir de aquí.

Mark se equivocaba.

Los hombres de Kamel, encargados de vigilar la mansión, permitieron que la pareja tomara una falúa cuya alta vela blanca se desplegó. Sin ruido, se deslizó por el Nilo, aprovechando el cálido viento y jugando con la corriente que, de vez en cuando, formaba mínimos torbellinos. Jacintos de agua, devoradores de oxígeno, navegaban a la deriva; se aglutinaban en islotes, eran periódicamente destruidos por productos químicos, pero no dejaban de proliferar hasta obstruir algunos canales. Sin conciencia de la contaminación, los chiquillos nadaban en las riberas del río.

El Dios Nilo hechizó a la pareja. El sol veraniego le confería una majestad de un azul profundo; en el corazón de su poder seguía viviendo Hapy, el genio del agua, andrógino de colgantes mamas que se lanzaba al asalto de las orillas para fecundarlas.

Decenas de barcos de placer, desarmados, se alineaban a lo largo de los muelles principales.

La falúa avanzaba con prudente lentitud; Mark, nostálgico, pensó en la época en que los motores no existían. Ni el ruido ni la velocidad contaminaban la tierra y el cerebro de los hombres; en el río, hipopótamos y cocodrilos obtenían un aceptable equilibrio para cada clan. Los pescadores sacaban del agua un alimento abundante y variado, siendo el pescado seco el alimento más corriente y más barato.

—El Nilo se muere, Mona; debido a la presa no se regenera ya. Como una arteria taponada, provocará la decadencia del cuerpo en el que habita. La humanidad ha cometido uno de sus mayores crímenes impidiendo que el agua nutricia viva a su ritmo original.

—Egipto no debe morir.

En los ojos de un verde tierno, lucía una indomable energía, la misma que animaba a Mark desde que había iniciado su lucha contra un omnipotente enemigo.

—Llévame al pasado, Mark; hazme descubrir esta capital fabulosa.

El americano comenzó por el inmenso templo de Karnak, entregado por lo general como pasto a millares de turistas. Ni un solo autobús estaba detenido en la explanada frente al gran pilono que señalaba el acceso al palacio de los dioses; la avenida de las esfinges estaba desierta.

Silenciosos, Mark y Mona cruzaron el umbral, atravesaron el gran patio anegado de sol y, luego, recorrieron con lentos pasos la inmensa sala hipóstila de Ramsés II; sentados a la sombra de los gigantescos capiteles, contemplaron las escenas de ofrenda, bruscamente trasplantados a un universo apacible y eterno. Aliviados de su peso, caminaron hasta la puerta de Oriente, espléndida y solitaria, precedida por cortantes hierbas. Arruinado, sufriendo las graves heridas infligidas por los hombres, Karnak preservaba la memoria de los sabios y los iniciados que habían vivido en aquel templo para mantener los vínculos entre el cielo y la tierra. Mark evocó los rituales del alba, la celebración de la luz divina, el encuentro de Faraón con la divinidad, en el secreto del naos.

Cuando el día declinó, una ligera brisa le refrescó; Mona oró a su dios, Mark se zambulló en lo anaranjado del ocaso. Proclamada ya la ruptura del ayuno, un guardián les sirvió agua; a regañadientes, salieron del templo.

Bajo las entremezcladas sombras de una palmera y un tamarisco, Mark redactó un proyecto de organización del coloquio. Mona jugó al abogado del diablo tomando la defensa de la presa; el americano desmontó cada uno de sus argumentos e insistió en el peligro mortal que los monumentos corrían; al pasar de un clima cálido y seco, propicio a la conservación de las obras, a un medio húmedo, Egipto vería cómo su patrimonio se degradaba rápidamente. ¿Y qué sería, sin él, sino un país miserable, presa fácil para el fanatismo?

Mona corrigió algunas faltas de árabe y añadió ciertas fórmulas de cortesía, alabando los innumerables e infinitos méritos de los destinatarios del documento. Lo leyó de nuevo, satisfecha.

—Es convincente y bien construido.

—¿Lo bastante como para provocar una acción?

—No seas impaciente, como un occidental que ignora nuestras costumbres; primero hay que discutir, intercambiar discursos, obtener la adhesión. Sólo luego se actúa.

—Esta tarde te llevaré a la orilla oeste.

—¿La de los muertos?

—No, la de los resucitados.

Carecían de consignas y se sentían libres como dos jóvenes recién casados que saborearan, sin freno, los placeres de su luna de miel.

La falúa les cruzó a su ritmo; en el embarcadero de los campesinos, alquilaron un taxi, cuyo conductor se sintió encantado de poder transportar, por fin, a dos turistas, y procuraron hablar sólo en árabe. El taxista no conocía bien los parajes, Mark le indicó el camino.

Gracias a su guía, Mona descubrió el templo de Deir el-Bahari, construido en el reinado de la reina-faraón Hatshepsut; dispuesto en terrazas que ascendían al asalto de un acantilado que dominaba la montaña de Occidente, dominio de la diosa del silencio, aspiraba el alma hacia la eternidad de la roca. Contemplando los bajorrelieves, la pareja revivió los episodios del viaje de los marinos de la reina hacia el maravilloso país de Punt, de donde habían traído árboles de incienso, plantados ante el templo, oculto antaño en un estuche de verdor.

Los amantes terminaron la jornada en las tumbas de los nobles cuyos vivos colores y personajes eternamente jóvenes afirmaban la victoria sobre el óbito; Mark y Mona lo sintieron muy cercano, como si su voz, transmitida por los jeroglíficos, no se desgastara al atravesar los siglos. La joven tenía la sensación de estar explorando un continente desconocido, poblado por seres queridos a los que lamentaba no haber tratado antes.

Aquel anochecer, atravesaron el Nilo al ocaso. La falúa se fundió con los plateados oros del río que regresaba al océano de energía del que renacería al alba. Se convertía en su confidente y su aliado, capaz de hacer nacer un amor cuya pureza preservaría. Mark se juró combatir con todas sus fuerzas para salvar al río-dios de la asfixia.

Como la víspera, la cena fue suntuosa, digna de las mejores mesas orientales; Mark no dudaba ya de que la mansión blanca era una residencia secundaria de Kamel, pues el refinamiento impregnaba cada estancia. El propietario había elegido alfombras iraníes, asientos de la Edad Media marroquí y grabados orientales del pintor inglés David Roberts que, en el siglo XIX, había ofrecido, con inigualable precisión, una visión romántica de los monumentos y paisajes de Egipto. En aquella morada, el hombre de los servicios secretos debía de olvidar expedientes y preocupaciones, creer que su país vivía en paz y prosperidad.

Como no les imponían directriz alguna, Mark y Mona saborearon con avidez las siguientes jornadas; levantándose antes del amanecer para tomar un sustancioso desayuno, se dirigían a la orilla oeste en falúa, visitaban las «moradas de eternidad» de los antiguos y descansaban bajo la acacia del Rameseum, el templo de Ramsés II.

Llegó la mañana en la que Mark ordenó al taxista que tomara el camino del Valle de los Reyes, su lugar fetiche, el más amenazado. Cuando el coche pasó entre los caldeados acantilados, desprovistos de cualquier vegetación, Mona se estremeció.

Aquel mundo mineral la aterrorizó; implacable, no concedía lugar alguno al sueño. Percibiendo la turbación de la muchacha, Mark la estrechó contra sí, como si se dispusieran a sufrir una prueba terrorífica.

A causa del fuerte calor y las amenazas de los islamistas, los turistas habían abandonado el Valle donde, por lo común, entraban a millares, precipitándose en el interior de las tumbas que visitaban en unos pocos minutos ruidosos y distraídos; algunos se frotaban en las paredes, estropeando pinturas y bajorrelieves que el sudor y la humedad contribuían a degradar. Única protección, fea e irrisoria: unos paneles de cristal, polvorientos enseguida, que el Servicio de Antigüedades instalaba en las tumbas más frecuentadas.

Mark dio a Mona tiempo para acostumbrarse al poder del Valle; cuando su respiración se hizo de nuevo regular, la llevó a la última morada de Tutankamón, que gozaba de un notable privilegio: reposar en su sarcófago. Todas las demás momias de los monarcas del Imperio Nuevo sobrevivían en el exilio, en una sala del museo de El Cairo.

Hizo que la egipcia se fijara en la degradación de los muros de la tumba; pero ella quedó fascinada por la mirada de la máscara de oro, transida por la serenidad de un más-allá luminoso. El joven rey resucitado disipó los temores de la muchacha, que se convertía, como tantos otros, en una adepta del Valle.

Seti I, Horemheb, Amenofis II, Tutmosis III, Ramsés VI… Mona tenía el corazón lleno de rostros de faraones, de diosas sonrientes, de escenas mágicas que proclamaban la certidumbre de la resurrección de los seres de luz. Aquellos faraones no estaban muertos; al encontrar sus imágenes pintadas y grabadas, al participar de su ritual de renacimiento, Mona comprendió la pasión de Mark. Preservar aquellos tesoros de la destrucción era tan esencial como alimentar a la población.

Durante la cena, ambos amantes sólo hablaron del plan de salvamento del Valle, como si no existiera otra misión.

Mona no tenía sueño; tomó una ducha, feliz al comprobar que el agua caliente no la hacía ya sufrir. Tendiendo la mano, atrajo a Mark, que llevaba todavía sus pantalones.

—Mi familia me obligó a casarme con Zakaria y fui madre a los dieciséis años; hoy, gracias a ti, mi pasado ha muerto. Quiero vivir con fuerza, a tu lado.

Él la besó mientras ella le desabrochaba el cinturón; empapados, unidos, se amaron.

Estaban sentados en la cámara de resurrección de la tumba de Ramsés IV, la misma que Champollion había elegido como domicilio durante su estancia tebana. Los muros del pasadizo, cubiertos de jeroglíficos azules sobre fondo blanco, y el techo, adornado con una inmensa diosa del cielo que tragaba por la boca el sol nocturno para transformarlo en sol matutino, convertían la tumba en un lugar luminoso y alegre.

—No lo sabía, Mark, no sabía que mi propio país albergara semejantes esplendores.

—¿Por cuánto tiempo?

—Lo salvarás, ¿no es cierto?

—Queda un gran número de funcionarios por convencer.

—Te ayudaré, tendrás fuerzas para ello.

Aquellas palabras le recordaron las de Hélène, tan entusiastas, tan sinceras… Mona percibió la turbación de su amante.

—¿En qué piensas?

—En la actitud de Hélène. Sigo sin comprender por qué…

—¿No estaría, sencillamente, enamorada de ti?

—¿Te he hablado ya de la profecía?

—No.

—La descubrí en una tumba de Asuán; un viejo sabio anuncia el reinado del crimen y de la violencia. ¿No estará realizándose ante nuestros ojos?

Rumor de pasos.

Mona y Mark se levantaron, sorprendidos; se habían acostumbrado a la soledad, como si el Valle de los Reyes les perteneciera.

Kamel se detuvo ante el enorme sarcófago de Ramsés IV.

—Qué admirable obra maestra… Nunca conseguiremos igualar a nuestros antepasados. Me pasaría la vida entre estas tumbas… Pero las vacaciones han terminado. El contacto con Naguib Ghali está previsto para mañana por la noche.