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Yussef aceptó llevar al americano hasta el Mokkatam; su rostro cerrado le disuadió de emprender conversación alguna.

En lo más fuerte del calor, las negras humaredas que brotaban de los montones de basura seguían oscureciendo el cielo; aquí, desde que los zabbalin se habían instalado, ya nunca era azul. El Buick rosa claro, cubierto de pegatinas con el nombre de las grandes ciudades americanas, tocó la bocina para abrirse paso entre una piara de cerdos negros que dos niñas no conseguían dominar. Durante el día, los basureros dormían a la sombra de sus carretas; las mujeres no holgazaneaban, seleccionando desechos.

Un acceso de tos desgarró el pecho de Mark; no se acostumbraba al acre hedor que reinaba en el vertedero.

—Tenga cuidado al bajar —recomendó Yussef—; el suelo está resbaladizo.

Un anciano repintaba cruces coptas en las puertas de los cuchitriles donde se amontonaban las familias. Yussef dio un rodeo por la gran bañera llena de detergente, comprobó que funcionaba bien y ascendió hacia la sólida casa donde descansaba Mona.

Ante la puerta, un nuevo montón de inmundicias; el jefe de la mafia de los desechos lo dispersó con un bastón y cruzó el umbral.

La gran estancia pintada de verde oscuro estaba sumida en las tinieblas; Yussef encendió. En la banqueta cubierta de tejido floreado, bajo el retrato de la Virgen María, yacía un hombre con el pecho desnudo y la boca entreabierta.

—¿Dónde está Mona? —preguntó Mark, agresivo.

—No lo sé, voy a informarme…

El americano agarró a Yussef por el cuello y lo aplastó contra la pared.

—Miente.

—¡No, le juro que no!

—¿Quién es este tipo?

—Lo ignoro.

—No hubieran debido tocar a Mona.

—Tenía que estar aquí… Venga conmigo, vamos a enteramos.

Varios zabbalin irrumpieron en la estancia, armados con cuchillos; Mark no soltó su presa.

—¿La mujer? —preguntó Yussef.

—Se ha marchado —respondió un trapero.

—¿Cuándo?

—Esta mañana.

—¿Adónde ha ido?

—No lo ha dicho; no teníamos órdenes, de modo que…

—¿Y este cadáver?

—Otro espía musulmán; queríamos interrogarle pero nos ha palmado en las manos. Normalmente, no debía de haberlo encontrado usted aquí; nos disponíamos a llevárnoslo.

Mark soltó a Yussef.

—Si no encuentro a Mona, volveré y acabarás en un montón de basuras.

La mujer habló por el interfono.

—¿Quién es?

—Mark.

—¡Sube, rápido!

No se había equivocado; Mona había regresado, en efecto, a su casa, incapaz de soportar la atmósfera del vertedero. Sin duda, a los basureros cristianos no les había disgustado que aquella molesta musulmana desapareciese. Con pantalones, descalza y los cabellos sueltos, estaba más seductora que nunca. A pesar de las heridas, su belleza hechizaba; una belleza luminosa, abandonada, tranquilizadora.

Mark y su amante se abrazaron largo rato, como dos enamorados encontrándose tras una interminable ausencia.

—No podía más, Mark… ¡Aquel hedor, aquella suciedad! Dios nos exige limpieza, no acepta las plegarias de un ser sucio… Me he lavado durante horas y horas, he purificado cada parcela de mi cuerpo, he… ¿Me lo reprochas?

—He tenido miedo, Mona, mucho miedo.

—He aprovechado un coche que salía hacia la ciudad, nadie me lo ha impedido.

—Has corrido un enorme riesgo.

—No quería acabar entre la mugre.

Abrazados, salieron al balcón y contemplaron el Nilo cuya antigua majestad no quedaba indemne de la concentración urbana y las masas de cemento. En aquellas fechas, antaño, la crecida cubría el país, transformándolo en un mar fecundo poblado de habitados islotes; Mark pensó en las palabras del general Amr Ibn el-As, cuando acababa de conquistar Egipto, en el siglo VII y de hacerlo entrar en el mundo árabe:

Llega la hora en la que todos los manantiales del mundo pagan su tributo a este rey de los ríos que la Providencia ha colocado por encima de los demás. Entonces, las aguas salen de su lecho, inundando la llanura y depositando en ella el fertilizante limo; todos los poblados quedan aislados, y sólo se comunican unos con otros gracias a barcas tan innumerables como las hojas de palma. Pero, en su prudencia, el río regresa luego a los límites que el destino le ha trazado, para que los hombres recojan el tesoro que ha confiado a nuestra madre la tierra.

Mona leyó su pensamiento.

—¿Piensas en las fiestas de antaño, cuando el Nilo nos aportaba la riqueza?

—He ganado, querida; las autoridades me confían la organización de un coloquio sobre los efectos nocivos de la presa.

Los tiernos ojos verdes se turbaron.

—Mi hija me ha llamado otra vez desde Londres; me avergüenza, pero casi me ha convencido.

—¿Para que te marches?

—Mark, si te lo pidiera… ¿Vendrías conmigo?

La amaba, ella estaba segura; su fuerza la tranquilizaba.

—Creo que no puedo más, Mark… Demasiados golpes, demasiado peligro. Ahora, quiero ser feliz; y sin ti no lo seré.

Llamaron.

Mona dio un respingo.

—No contestemos.

Mark utilizó el interfono; la voz que escuchó no le sorprendió en absoluto.

—Es Kamel; dejémosle subir.

—No yo…

—No nos abandonará.

—Como quieras.

El hombre de los servicios secretos seguía vistiendo con mucha elegancia: traje azul, corbata roja de seda, pañuelo bordado que le daban un aspecto de aristócrata apartado de las contingencias.

—¿Debo retirarme? —preguntó Mona.

—Muy al contrario —respondió el egipcio—, su presencia es indispensable.

—No la mezcle en sus manejos —exigió Mark.

—Lo siento, pero la situación ha evolucionado mucho.

—Sentémonos —propuso Mona—; si respeta usted el ramadán, no puedo ofrecerle nada.

—Lo respeto.

—Pero no es el caso de Mark.

—Permite que me una a vosotros.

Mona había cubierto con fundas varias butacas del salón, como si se dispusiera a abandonar su apartamento.

—¿Un próximo viaje? —interrogó Kamel.

—Tal vez.

—Mi loca carrera se ha detenido en Esna —declaró Mark—; ahora deseo organizar el coloquio y salvar Egipto a mi modo.

—He localizado a su amigo Naguib Ghali.

—¿Tan pronto?

—Los coptos no se lo dijeron todo; si la transacción de Esna fracasaba, por una razón u otra, estaba prevista una solución suplementaria.

—Me importa un pito.

—No puede permitírselo; no me obligue a recordarle los términos de nuestro pacto.

—¿Seré siempre su prisionero?

—Le considero un colaborador privilegiado, cuya competencia utilizo; cuando la haya agotado, no volverá a oír hablar de mí.

—¿Tan ingenuo me cree?

—Siempre he actuado así; no será usted una excepción. Termine su trabajo y será libre de reanudar su lucha contra la presa.

Mona se volvió hacia Kamel.

—En su oficio, se acostumbra a suprimir a la gente inútil y molesta; supongo que Mark será víctima de un accidente en cuanto usted haya obtenido satisfacción.

—Lo pensé —confesó el egipcio—, pero estoy convencido de que el señor Walker puede ser muy útil a nuestro país; la presa es un peligro real que debe combatirse con fuerza y agudeza: en este terreno, yo soy un incompetente y él está mejor situado. ¿No es alentador saber que un ideal puede salvarle la vida?

—¿Dónde está Naguib? —preguntó el americano.

—En Luxor. Esta vez, prohibiré a los coptos que intervengan; mis hombres se encargarán de su seguridad y les protegerán cuando tome usted contacto con su antiguo amigo.

—¿Cuándo será eso?

—Lo ignoro todavía, pero nuestro querido diácono acabará diciéndomelo. Se marchan los dos a Luxor.

Mark se rebeló.

—¿Por qué los dos?

—Una pareja egipcia, con nombre falso, no llamará la atención de los terroristas. Aquí están sus billetes de avión; les esperarán en el aeropuerto.

—No tiene usted derecho a disponer así de la existencia de Mona.

—¿Quién podrá protegerla mejor que usted? Safinaz y sus aliados buscan a un occidental solo, no a una pareja de autóctonos.

Mona tomó a Mark del brazo y miró a Kamel a los ojos.

—Iré con él.