Eran casi la una del mediodía del décimo día del ramadán cuando el barco de crucero atracó en el muelle de la ciudad de Esna, en el alto Egipto, a cincuenta y cuatro kilómetros al sur de Luxor. La pesada embarcación de fondo plano maniobró con habilidad; el capitán sabía jugar con la corriente. Sólo se quedaría en Esna, ciudad agrícola de cuarenta mil habitantes, dos o tres horas, el tiempo necesario para que su escaso cargamento de turistas visitara el templo del dios carnero y comprara telas de algodón en la calle comercial.
Unos veinte hombres, apretujados unos contra otros, se habían reunido en el embarcadero; daban saltos y gritaban. El capitán creyó, primero, que era un cálido recibimiento, debido a la escasez de los turistas. Se desengañó al oír un concierto de insultos, anatemas y maldiciones dirigidos a una mujer. Los vociferadores fueron pronto cuarenta, luego cien, luego trescientos, con los puños levantados y los ojos vueltos hacia la cubierta superior.
El capitán subió hasta allí y descubrió el escandaloso espectáculo: una rotunda italiana se bronceaba, con los pechos desnudos, acodada a la borda. Tomando una manta, la arrojó en los hombros de la exhibicionista rogándole que volviera a su cabina y se vistiera de un modo decente. La bella protestó; había pagado su crucero y quería disfrutar del sol.
Insultada, Esna se inflamaba; en las callejas gritaban «¡muerte a los extranjeros!». Insistiendo en la amenaza, el capitán acabó convenciendo a la imprudente de que desapareciera; pero el motín estaba en marcha.
Partiendo por la noche, Mark había llegado a Esna a media mañana. Vistiendo una galabieh azul desteñida, con largas mangas y que le llegaba hasta los tobillos, cubriéndose la cabeza con un turbante blanco, se había mezclado con la población y vagabundeaba por la famosa calle de los mercaderes de telas de algodón, examinaba las frutas del mercado y bebía té en un café lleno de hombres adormilados que fumaban el narguilé.
Esna gozaba de cierta prosperidad, debida a la generosidad de la campiña circundante; a pesar del crecimiento de la población, nadie pasaba hambre. Era un día como los demás, ruidoso y polvoriento. A pesar de la ausencia de turistas, la principal arteria mercantil estaba llena de ociosos; cubierta de telas, gozaba de una sombra propicia a las interminables discusiones entre vendedores y compradores, los más hábiles de los cuales estudiaban las hermosas telas de algodón, aquéllas que no perdían el color tras el primer lavado. Aunque tuvieran la reputación de ser las más refinadas de Egipto, la calidad nunca estaba asegurada.
Decenas de transistores difundían sin cesar música árabe, interrumpida a menudo por lecturas del Corán. Tras la oración de mediodía, Mark se aproximó al templo. La hora de la cita se acercaba.
Curioso edificio, en verdad; reducido al estado de una imponente sala hipóstila, en buen estado de conservación pese a la humedad que corroía sus cimientos, se erguía al fondo de un profundo foso de nueve metros. Desde su fundación, casi dos mil años antes, el suelo de la ciudad se había hundido mucho, de modo que la parte alta de las columnas y el techo apenas llegaban al nivel de las calles vecinas. Para visitar el edificio, era preciso bajar por una escalera de madera hasta el fondo del foso.
El entorno era más bien deprimente: una destartalada mezquita, tiendas con las persianas metálicas cerradas y oxidadas, antiguas mansiones coloniales con los balcones de madera tallada a punto de caer y las ventanas tapiadas, una calzada destrozada con hoyos llenos de agua estancada. Bajo un poste eléctrico de peligrosa inclinación, un rótulo casi ilegible: Hotel Welcome.
Poco después de la una, según las indicaciones de los coptos, Naguib Ghali saldría de allí para cerrar su contrato de compra de armas con el vendedor que llegaría en sentido opuesto; sin duda se acodarían en el parapeto que dominaba el templo y negociarían fingiendo admirar el monumento.
Mark dispondría de muy poco tiempo para dirigirse a Naguib Ghali y convencerle; aprovecharía el efecto de la sorpresa, le prometería la libertad y una inmediata salida hacia El Cairo, protegido por los coptos, y, luego, el vuelo hacia España y su familia.
Tenso, aunque convencido de que lo conseguiría, el americano mantenía los ojos clavados en la puerta del hotel. Por décima vez comprobó la presencia, en el bolsillo de su galabieh, del mensaje formado por el diácono; aquellas pocas líneas le ayudarían a ganarse la confianza del converso.
Algunas mujeres vestidas con ropones negros deambulaban, con fardos o cestos en la cabeza, acompañadas por una chiquillería mugrienta y cacareante; con el lomo doblándose bajo el peso de cargas excesivas, los asnos avanzaban, como ayer, como mañana.
Dos policías salieron de la calle comercial y discutieron con el guardián del templo, que se quejaba de la falta de visitantes; tras haber escuchado sus quejas con distraído oído, se alejaron, volvieron sobre sus pasos, se inmovilizaron a la sombra de un balcón y encendieron un cigarrillo.
Un occidental, con un traje de color crema, caminó lentamente hacia el Khnum Bazar, el más encopetado de las tiendas de tejidos; fingió interesarse por un lote de servilletas; cabeza cuadrada, pelo cortado al cepillo, anchos hombros: un hermoso ejemplar de militar ruso, bien entrenado y correctamente alimentado. Naguib Ghali no tardaría ya, puesto que su interlocutor acababa de llegar. Los coptos habían convencido a Mark de que no se pusiera en contacto con su amigo en el hotel; las paredes pueden tener oídos.
A lo lejos, gritos.
Primero, ecos de un simple altercado o una discusión comercial, demasiado cálida; luego un rugido cada vez más fuerte. Los policías apagaron su cigarrillo, pero no se movieron; destinados a vigilar los alrededores del templo, tenían que esperar órdenes antes de intervenir.
La gente salía corriendo de las casas y se dirigía hacia el muelle profiriendo amenazas. Algunos barbudos soliviantaban a la población. De sus entrecortados discursos, Mark retuvo que varias occidentales paseaban desnudas por la cubierta de un barco, insultando a Alá.
La puerta del hotel Welcome se cerró.
Un chiquillo de unos diez años hizo rodar ante sí un neumático empapado de gasolina, lo encendió y lanzó el proyectil inflamado hacia los policías, que dispararon al aire y emprendieron la huida. En menos de cinco minutos, el tumulto se apoderó de la ciudad.
El oficial ruso intentó ocultarse en el interior de una casa; Mark vio a una decena de hombres furiosos lanzándose sobre el occidental, molerlo a golpes, levantarlo por los pies y hacerlo caer por encima del parapeto. El vendedor de armas se aplastó al pie del templo, diez metros más abajo.
El americano se sumergió en el río aullador que corría hacia el muelle donde las fuerzas de orden público intentaban tomar posiciones, mientras el capitán levaba ancla a toda prisa. Desde los edificios más cercanos, bombardeaban la cubierta con piedras.
Convencido de que el grupo de Mohamed Bokar había tendido una emboscada y que Naguib Ghali estaba muerto, Mark logró salir de la muchedumbre y caminó hacia la estación; para escapar de Safinaz, tomaría el primer tren, fuera cual fuese su destino.
¿Quién le había mandado a la muerte, Kamel o los coptos? La estación estaba menos atestada que de ordinario. Unos mozalbetes jugaban a pelota en los raíles, una madre daba el pecho a su bebé, un vendedor desdentado servía habas calientes en el papel de periódico que había recogido de la calzada.
Mark no pudo comprar el billete; cuatro hombres le rodearon y le empujaron al interior de un Peugeot Break.
A mediodía, a la sombra, los termómetros de El Cairo indicaban cuarenta y un grados. En el puente del 6-Octubre-1973, bautizado así en recuerdo del glorioso día en que Sadat había lanzado el ejército egipcio al asalto del canal de Suez, los vendedores de cacahuetes, de altramuces, tortas y zumo de fruta dormían bajo agujereados parasoles; intentaban olvidar que, la mañana del undécimo día del ramadán, unos integristas habían destruido con fusiles ametralladores las pequeñas tiendas de alimentación culpables de haber permanecido abiertas a la hora de la plegaria.
El Peugeot Break pasó ante una pareja de enamorados que aprovechaba el sopor ambiental para correr el riesgo de darse un beso, tomó luego varias calles en dirección prohibida antes de seguir por la orilla del Nilo que, a pesar de sus ochocientos metros de anchura, parecía asfixiarse entre los rascacielos a la americana. Desde que se había inaugurado la presa, el cemento parecía haber ganado su combate contra el rio-dios; las encantadoras islas de Guezira y Roda sucumbían, como los demás barrios de la capital, bajo el peso de la superpoblación. Una falúa, casi incongruente, se deslizó entre una lancha a motor y un autobús fluvial que transportaba un centenar de pasajeros.
Los coptos pidieron al americano que bajara; habían llegado a su destino, una casa flotante amarrada en la punta de la isla de Zamalek, frente al barrio integrista de Imbaba, el paraje donde, según algunos eruditos, Bonaparte había vencido en la batalla de las Pirámides.
La vieja morada, ocupada antaño por ricos aristócratas, conservaba su encanto, con su veranda de madera labrada, sus pequeñas ventanas coronadas por frisos y sus balcones de frágil apariencia. Muchos egiptólogos de la época heroica habían tomado aquel tipo de embarcación para dirigirse al Gran Sur; un equipo de arqueólogos podía vivir cómodamente, disfrutando incluso con los conciertos dados en un piano de cola.
A un centenar de kilómetros al norte de Esna, el Peugeot Break había abandonado la carretera general para refugiarse, por unas horas, en una aldea copta, antes de ponerse otra vez en marcha hacia El Cairo. Otra parada, de madrugada, había permitido al motor enfriarse y a los viajeros comer un poco. Nadie había querido contestar las preguntas de Mark que, a pesar de la ausencia de amortiguadores, se había dormido.
Antes de recorrer la pasarela, vaciló y se dio la vuelta; los coptos se habían sentado, montando una atenta guardia, indiferentes a la suerte de su pasajero.
—Entre —dijo Yussef, apareciendo en el umbral de la casa flotante—; la cerveza es fresca y la comida está servida.
En el comedor de tiempos pasados, el diácono de voz untuosa se apresuró a estrechar la mano del americano.
—Hemos tenido miedo por usted.
—¿Una emboscada tendida por Mohamed Bokar?
—En absoluto, un simple concurso de desastrosas circunstancias. Una italiana, inconsciente del peligro, provocó a la población luciendo sus pechos desnudos en cubierta de un barco turístico. A pesar de la intervención del capitán, la diabólica aparición provocó un motín. ¡Y en el peor momento para nosotros! Hay que lamentar una decena de muertos, entre ellos dos policías y el oficial ruso que debía vendernos las armas; la policía investiga sobre él, pero sólo podrá lamentar el horrendo fin de un buen turista. Al principio, también nosotros creímos en una intervención de los terroristas; por eso nuestros hombres se encargaron de su seguridad.
—No son habladores.
—Es un seguro de vida.
—¿Naguib Ghali?
—¿Pudo hablar con él?
—No, ni siquiera lo vi.
El diácono pareció molesto.
—Ha desaparecido. También él debió de pensar en una emboscada terrorista; sin duda cree que le hemos traicionado y que Mohamed Bokar sabe la verdad sobre él.
—¿Y si fuera él quien les hubiese traicionado negociando las armas para los integristas?
—No, señor Walker; se trata realmente de un incidente inesperado. Y olvida usted su familia, el tesoro que le es más querido.
—¡Naguib ha mentido tanto! Tal vez su conversión fuera una cortina de humo; un musulmán necesita tanto valor para abandonar el islam… En realidad, ha conseguido infiltrarse en su red de resistentes y ofrecer así informaciones decisivas a Mohamed Bokar. Usted, Yussef, y los partidarios de la lucha armada contra el islamismo han sido ya identificados y condenados.
—Se equivoca; Naguib es un creyente sincero.
—Así lo espero, por él y por ustedes.
—Pinta usted, por despecho, la situación más negra de lo que es; pero Naguib se recuperará pronto y sabrá quiénes son sus auténticos amigos.
Mark aceptó una cerveza fresca y la vació de un trago.
—Perdone que no comparta su comida, pero me esperan otras tareas.
El diácono posó su mano derecha en el hombro del americano.
—No se sienta despechado y no nos abandone; le necesitamos más que nunca. La amistad que hubo entre Naguib y usted no ha desaparecido; sólo usted puede convencerle.
—Lo siento, Esna ha sido mi última etapa en este lodazal.
—Cuando Naguib haya sido localizado, obtenga las informaciones que posee y sálvele la vida; Dios se lo agradecerá.
—Tengo algo mejor que hacer.