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Mark se había sentado en un banco de cedro; la pequeña iglesia copta, cinco metros por debajo del nivel de la calleja, dormitaba en silencio. Era agradable meditar allí, bajo una bóveda de piedra sostenida por columnas de mármol, decoradas con capiteles corintios. El iconostasio, conjunto de paneles de ébano incrustados de marfil en los que el escultor había representado pájaros y flores, separaba la nave del santuario, reservado a los sacerdotes que celebraban los ritos en secreto. Numerosos iconos adornaban el lugar sagrado donde se había excavado un pozo cuya agua tenía virtudes milagrosas; brotando de las entrañas de la tierra, sanaba las enfermedades incurables.

¿Algún milagro salvaría Egipto de la fatalidad? Mark pensó en el viejo texto que anunciaba la decadencia del país de los faraones, abandonado por los dioses que lo habían protegido durante milenios. ¿Cómo atraerles de nuevo? Tal vez el mundo que habían construido los hombres del siglo XX les condenaba al exilio perpetuo. ¿Preservando el Valle de los Reyes, Karnak, las pirámides, no estaría alimentando el último fulgor de eternidad que podía aún atraerle?

El americano aprovechó aquel forzoso retiro para intentar frenar el torbellino del que era prisionero desde la muerte de Hélène; juguete de fuerzas exteriores, nadaba a duras penas en un río cuyo destino ignoraba. Esta ausencia de elección le parecía, sin embargo, una liberación; no le quedaba más camino que aquél para mostrarse digno de Farag, de Mona y de todos aquéllos para quienes su existencia contaba menos que la realización de un ideal.

¿Por qué había Hélène representado hasta el final la comedia de la boda? A pesar de sus vínculos con los terroristas, Mark debía de serle todavía útil. ¿Se habría atrevido a convertirse en su esposa, a vivir el rito celebrado en presencia del padre Butros, habría dado su palabra? Aquella mascarada no la molestaba; lo esencial eran los dibujos que apretaba contra su pecho cuando vio venir la muerte. ¿Tenía intención de mostrárselos?

Un hombre se sentó a su izquierda; no había oído sus pasos sobre las losas.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Kamel.

—Meditación forzosa.

—A veces es necesaria.

—¿Tiene usted entrada aquí?

—Mis amigos coptos me honran con su estima y velan por mi seguridad.

—¿Por qué se negó a recibirme?

—Estaba ausente y quiero ser el único que trate con usted; en caso de que hubiera fugas, su vida estaría amenazada.

—Gracias por su solicitud, pero ya es así: Safinaz me considera uno de los aliados de los sionistas.

—Parte del comando de Mohamed Bokar ha salido de El Cairo, tal vez hacia Assiut; yo estaba en Rosetta interrogando a dos iraníes que habían entrado en Egipto con pasaportes falsos. Afortunadamente, estaban fichados; este arresto no es una excelente noticia.

—¿Por qué, si los han interceptado?

—Son dos guardianes de la revolución, especializados en guerrilla urbana; durante el interrogatorio, no han dejado de recitar versículos del Corán. De todos modos, hemos sabido que estaban preparando una entrega de armas al grupo de Mohamed Bokar; Irán gasta, por lo menos, siete mil millones de dólares anuales comprándolas en Argentina, Brasil, Francia, los países del Este… Que yo sepa, sólo Islandia no se las vende. Además de su uso personal, los iraníes son generosos con los partidarios de la revolución islámica; hemos neutralizado dos propagadores del terrorismo, pero llegarán otros y no podremos identificarles. La gran ofensiva se ha iniciado… ¿Tendremos medios para oponemos a ella?

Kamel seguía manteniendo una sorprendente calma, como si estuviera apartado de la realidad que describía.

—¿Está desanimado?

—Mi opinión no cuenta, señor Walker.

—No comprendo.

—Vuelvo a leer los escritos de Dhul Nun, el maestro sufí[4] nacido en Akhmin; predica el desprendimiento, la renunciación, la disciplina interior y la lucha perpetua contra nuestro enemigo mortal. Ese «yo» que nos ciega y nos hace sordos.

—Un sabio del antiguo Egipto no lo habría desaprobado.

—Sin duda hay una sola sabiduría, y tantas locuras como humanos. Me perdonará que haga abrir su correspondencia, tanto en El Cairo como en Asuán, pero temo una carta bomba.

—No tengo nada que ocultar.

—Acaba de recibir usted una gruesa carpeta del ministerio del Interior, además de cartas de la Organización de Antigüedades y de un jeque de al-Azhar.

—¿Respuestas a mis advertencias?

—Las incrustaciones de mármol de varias mezquitas se están haciendo polvo; algunos comienzan a acusar a la presa, responsable del ascenso de la capa freática y del aumento de las sales. Las autoridades civiles, arqueológicas y religiosas le proponen organizar un coloquio en El Cairo, para exponer en él su punto de vista y estudiar soluciones. Naturalmente, todos saben que se apasiona usted por la salvaguarda de los parajes faraónicos; sin embargo, ¿aceptaría tomar inmediatamente la defensa del arte islámico?

Mark habría besado a Kamel: ¡había ganado! Finalmente, quienes tomaban las decisiones admitían lo nocivo de la presa y estudiaban una acción concreta.

—Si aceptan escucharme, pelearé donde haga falta y movilizaré las fortunas necesarias.

—Tiene usted amplio el espíritu, señor Walker; no es fácil, para las autoridades de este país, reconocer un error histórico. A mi entender, le pedirán la mayor discreción y obtendrá usted de su cruzada muy poca gloria.

—No importa si se salvan el país y sus monumentos.

—Siento recordarle su misión en Esna; ¿prefiere usted renunciar a ella?

—Cuando Farag fue asesinado hice una promesa, y no la romperé. Cuando Safinaz haya sido detenida, organizaré el coloquio. El porvenir de Egipto parece más risueño.

—La esperanza es una virtud que me fascina.

—¿No es ella la que le inspira?

—Me limito a ser un funcionario egipcio bien pagado; eso es ya una especie de milagro.

—Finge usted ser más cínico de lo que es.

—No intente interpretar mis sentimientos, señor Walker; se expondría a graves inconvenientes.

—¿Me ha mentido usted desde el comienzo?

—En algunos puntos sabe usted tanto como yo, en otros más o menos.

—Es usted el que tira de los hilos, no yo.

—Si fuera así, Mohamed Bokar y sus cómplices habrían sido ahorcados hace ya mucho tiempo; su papel es más importante de lo que imagina. Necesito las informaciones que tiene Naguib Ghali; si usted no las obtiene, los terroristas mantendrán su ventaja y acabarán triunfando.

—¿Es creíble la versión de los coptos?

—Naguib se convirtió, en efecto, y el secreto fue bien guardado; no es el único musulmán atraído por la religión copta, pero él dio el paso.

—¿Por qué me lo ocultó?

—Lo he sabido hace poco.

—¿Y cómo puedo creerle?

—Haga un esfuerzo; ¿no perseguimos un objetivo común?

—A veces, lo dudo.

—Hace mal; utilizarle no excluye una alianza. Me gustaría verle presidir esta comisión encargada de acabar con los perjuicios de la presa.

—Antes, está Esna.

—La última misión de Naguib Ghali es vital; gracias a esta transacción, los coptos dispondrán de un verdadero poder de fuego. Podrán defender los poblados del sur contra las expediciones integristas.

—¿Quién les vende las armas?

—Un dignatario del ex Ejército rojo al que su destino le importa un pito; como otros colegas bien situados, da salida a las existencias para conseguir una jubilación cómoda.

—¿Está usted seguro de que Mohamed Bokar ha sido engañado?

—Hasta hoy, Naguib Ghali ha desempeñado a la perfección su doble juego; ¿olvida acaso su papel en el asesinato de Farag Mustakbel?

—Sé que es estúpido, pero me gustaría que Naguib se salvara; no consigo odiarle.

—Es uno de sus defectos, señor Walker.

—Bokar debe conocer la marcha de su familia.

—Ghali le ha pedido, por fuerza, su autorización; como no fue interceptada en el aeropuerto, advirtió que nuestros servicios no habían fichado al médico-taxista. Otro punto a su favor.

—Safinaz y Kabul le vigilan de cerca.

—Es posible, pero no es seguro. Tendrá que ser usted muy prudente, lo acepto, aunque los coptos se encarguen de su protección personal.

—¿No le horroriza la violencia?

—En la presente situación, su pregunta no tiene sentido alguno.

—¿Han elaborado una celada, en Esna?

—Claro.

—¿Y, de todos modos, me recomienda que vaya?

—Es usted el más cualificado. Si se hubiera negado, me habría visto obligado a hacerle expulsar, ¡qué estropicio precisamente cuando iba a realizarse su sueño! Tras el episodio de Esna, olvidará usted las lágrimas y no se preocupará más de la presa.

—Es usted más cruel que una fiera.

—Las fieras no son crueles señor Walker, cumplen su función. Buena suerte, que Alá le proteja.

Kamel se levantó y salió sin ruido de la iglesia, como había llegado.