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El grupito se introdujo en las callejas del Viejo Cairo, impresionados todavía por aquella inesperada manifestación; numerosos musulmanes creían en la aparición de la Virgen haciendo un llamamiento a la paz civil. Aunque Mark comprobara la habilidad estratégica del patriarca copto, no le llegaba la camisa al cuerpo; el encuentro con la jerarquía, que Yussef le había prometido, se celebraría en circunstancias poco tranquilizadoras. El diácono caminaba con rápidos pasos, sus guardias de corps rodeaban al americano para no dejarle ninguna posibilidad de huida.

Llegaron a la iglesia Al-Moallaqa, «la suspendida», construida entre dos bastiones de una fortaleza romana, de modo que la nave parecía suspendida sobre el pasaje que permitía acceder al interior del santuario, que estaba consagrado a la Virgen y albergaba óleos santos. En el patio interior, adornado con un jardincillo y algunos árboles, se había refugiado la Sagrada Familia durante su estancia en Egipto. Un sacerdote, con el cabello recogido en un moño, muy estricto en su larga sotana negra, regaba los preciosos vegetales; en cuanto vio al diácono y sus acólitos, se esfumó.

El diácono se sentó en un banco de madera e invitó al americano a hacerlo a su lado; los guardias de corps, volviéndoles la espalda, impidieron el acceso al patio.

—Aquí, señor Walker, estaremos absolutamente tranquilos; ¿es usted cristiano?

—Me temo que no.

—¿Cuál es su religión?

—El amor a Egipto.

—Rogaré para que el Señor ilumine su alma y le lleve al bautismo; me alegrará verle renacer en el espíritu por una triple inmersión total en uno de nuestros antiguos baptisterios.

—¿Puedo preguntarle quién es usted?

—Un simple diácono y un modesto consejero de nuestro amado patriarca.

—Me temo que no son conscientes del peligro que les amenaza.

—No hay peligro que la fe no pueda vencer.

—Si toman el poder, los islamistas les aniquilarán y prohibirán la práctica de sus ritos; ¿debo recordarle que, en la Arabia Saudita, durante la guerra del Golfo, los sanitarios aliados tenían que ocultar la cruz roja pintada en sus vehículos?

—Nuestro jefe espiritual es un hombre de paz y de conciliación; ¿no hemos vivido durante siglos en armonía con nuestros hermanos musulmanes?

—Para los terroristas, el pasado no tiene valor alguno.

—Parece usted conocerles bien.

—Asesinaron a mi amigo Farag Mustakbel, torturaron a una mujer a la que quiero y me consideran un espía a sueldo de Israel.

—Lleva pues a cabo una cruzada personal.

—Me niego a que Egipto caiga en sus manos; si tengo que combatir solo, lo haré. Pero ustedes pueden ayudarme; también Yussef está dispuesto a combatir.

—Yussef se equivoca creyendo en las virtudes de la lucha armada; sólo la oración y el amor triunfarán sobre el odio.

—Se le escapa la inminencia del peligro; el sacerdote copto que debía casarme, el padre Butros, fue salvajemente asesinado en Asuán. Su existencia había sido sólo caridad y abnegación. Otros cayeron, otros caerán; ¿cuántos cadáveres necesitan para reaccionar?

—Musulmanes o cristianos, todos somos egipcios y debemos coexistir.

—Mohamed Bokar, Kabul y Safinaz barrerán sus sueños con ráfagas de armas automáticas.

—¿No se preocupaba usted de salvaguardar las antigüedades faraónicas antes de combatir el terrorismo?

—Éste es tan temible como la presa de Asuán; el uno y la otra quieren destruir esta herencia espiritual, la más preciosa de que dispone la humanidad. No he cambiado mi línea de conducta.

El diácono se volvió hacia el americano.

—Hábleme de Naguib Ghali.

—Era mi amigo y me traicionó, debido a las presiones que los integristas ejercieron sobre su familia. Es víctima de un engranaje; me gustaría sacarle de ahí. Ayúdeme a encontrarle y sabré hablarle.

—¿Le había localizado usted?

—En el barrio de la Ciudadela, donde tomaba parte en el tráfico de droga. El atentado contra el hotel Cleopatra debió de hacerle huir.

—¿Qué le propondrá?

A pesar del tono untuoso, Mark consideró que el diácono tenía poder de decisión; se arrojó pues al agua.

—¿Conoce usted a un tal Kamel?

Como el religioso no reaccionara, el americano prosiguió.

—Él fue quien me arrojó a la liza y me aconsejó que buscara la ayuda de los coptos. Gracias a la intervención de Kamel, Naguib Ghali saldrá de Egipto sano y salvo y se reunirá con su familia en España. A cambio, me dirá lo que sabe sobre la red de Mohamed Bokar.

—Trato interesante; ¿por qué hay tanta pasión en su voz?

—La esposa de Mohamed Bokar, Safinaz, fue mi amante; ella asesinó a mi amigo Farag y torturó a la mujer que amo.

—¿Olvida acaso a su prometida?

—Era su cómplice.

—¿Sería capaz de matar a una mujer?

—Lo ignoro. Pero quiero que la detengan, a ella y a sus cómplices.

—Loables deseos, señor Walker. ¿Qué más sabe sobre Naguib Ghali?

Aquella insistencia sorprendió a Mark; evocó detalladamente la familia del médico-taxista, su talento como facultativo, el papel que Kubi había desempeñado en su educación. El diácono escuchaba con la mayor atención.

—¿Realmente nada más?

—Realmente. Pero ¿por qué…?

—Debemos ser muy prudentes. En estos turbulentos tiempos, la imprecisión es un riesgo que no debe correrse. Por eso me veo obligado a comprobar sus afirmaciones.

Los cuatro guardas de corps rodearon al americano.

—¿Cuáles son sus intenciones?

—Una simple verificación. Si ha dicho la verdad, seremos amigos; de lo contrario…

Los coptos agarraron a Mark y le obligaron a bajar por una interminable escalera que daba a una cripta en la que flotaba un olor de incienso mezclado al de la humedad de un sótano. Sólo la iluminaba una antorcha.

El americano se hundió en un suelo blando; la capa freática no estaba lejos. La presa destruía también los fundamentos de las viejas iglesias cristianas.

De las tinieblas salió una mujer gorda vestida de negro, llevando unas cadenas metálicas de enormes eslabones.

—Sólo el invisible no miente —declaró el diácono—; por eso vamos a preguntarle la verdad sobre usted.

La mujer cubrió a Mark de cadenas; atado consideró inútil debatirse.

—La sangre fría es una cualidad notable —apreció el diácono—. Si ha mentido usted, las cadenas le ahogarán; en caso contrario, le comunicarán su fuerza.

—¿Quién decidirá?

—El más allá, señor Walker.

El religioso puso ante el americano un cesto de mimbre con dos asas y cubierto con un velo blanco; luego levantó el velo, y los guardas de corps y la mujer se sentaron en círculo alrededor del cesto. El diácono depositó en él unos pedazos de papel blanco y un lápiz.

—Vamos a hacer una pregunta al más allá —explicó el oficiante—; responderá escribiendo y pronunciará su condena o su absolución. La sentencia será incontestable y sin apelación.

Mark se zambullía en un mundo irracional; ningún argumento detendría el procedimiento mágico. Su vida dependía de un poder oculto cuya naturaleza desconocía; quienes le sometían a aquella prueba no parecían tener duda alguna.

La voz del diácono resonó en la cripta.

—¿Ha dicho Mark Walker todo lo que sabía sobre Naguib Ghali?

¿Por qué le daba el copto tanta importancia a sus relaciones con el médico-taxista? Transcurrieron largos minutos. El peso de las cadenas comenzaba a hacer sufrir a Mark, su mano derecha buscaba en vano un camino para liberarse.

En el interior del cesto de mimbre, una especie de crujido.

El diácono aguardó a que el ruido cesara, hundió la mano en el cesto y sacó un pedazo de papel en el que el lápiz, manejado por el más allá, había escrito una sola palabra: ’aywa, «sí».

La mujer gorda desató al americano y salió de la cripta acompañada por los guardas de corps.

—Oremos —exigió el diácono—; agradezcamos a Dios que nos haya respondido.

Mark intentó liberarse de la angustia que le había cortado la respiración al oír el veredicto. ¿Sabría alguna vez lo que había ocurrido en el interior del cesto?

—Naguib Ghali le mintió por omisión —reveló el religioso.

—¿Qué me ocultó pues?

—Lo esencial. Naguib se ha convertido.

—¿Quiere usted decir que…?

—Ya no es musulmán, sino cristiano; nos enorgullece contarle entre los adeptos de la verdadera fe.

—Esta conversión le condena a muerte.

—¿Olvida acaso que es uno de los principales auxiliares del movimiento integrista? Gracias a él, hemos podido parar cierto número de golpes, aunque se vio obligado a dar pruebas de buena conducta a Mohamed Bokar.

—Como el papel que desempeñó en el asesinato de Farag…

—Por ejemplo. La influencia de Kubi fue decisiva; él aconsejó a su hijo adoptivo que abriera su espíritu a otro tipo de religión. El amor de Cristo ha inflamado su corazón.

—¡Su situación es inaguantable!

—Naguib es inteligente y hábil.

—Le traicionarán, si no lo han hecho ya.

—Ésa es mi opinión, y también la de Yussef; es preciso convencer a Naguib de que abandone Egipto tras habernos revelado lo que sabe sobre la organización terrorista. No es condenable que haya guardado para sí ciertos detalles; ahora, esta discreción no es ya conveniente. Un hombre puede obtener toda su confianza y salvarle con seguridad: usted. Usted y nadie más.

Mark se preguntó si Kamel estaba informado de la conversión del médico-taxista… Sí, claro, conocía cada una de las piezas del rompecabezas. Negarse a volver a verle, obligarle a ir a casa de los zabbalin, contactar con Yussef, llegar aquí para recuperar la pista de Naguib Ghali: cada una de estas etapas había sido una prueba. Kamel seguía en la sombra, utilizándole como un misil con cabeza rastreadora.

¿Quién mentía: Kamel, Naguib Ghali, Yussef, el diácono?

—Usted y nadie más —repitió el copto—. ¿Acepta la misión o prefiere renunciar a ella?

Creyó que el silencio del americano era un asentimiento.

—Naguib Ghali está en Esna, en el alto Egipto. Nos habría gustado evitarle esta prueba, pero la ocasión era demasiado buena. Tiene que negociar la compra de un cargamento de armas con un vendedor occidental, por cuenta de los integristas que piensan pasar a sangre y fuego las aldeas coptas de la región. Estas armas caerán en manos de Yussef que, así, se encargará de defender a los creyentes.

—¿No se oponen ustedes a la violencia?

—En caso de legítima defensa… Y Yussef no pertenece a la jerarquía eclesiástica. Nuestra posición oficial es una cosa, la realidad sobre el terreno otra. Le facilitaré las indicaciones necesarias para llegar hasta su amigo, para quien ésta será la última tarea; obtenga sus confidencias y haga que abandone Egipto. Ha merecido ser feliz con su familia; cuando la situación mejore, volverá.

—¿Cuándo debo partir?

—Mañana. Le albergaremos en una de nuestras iglesias.

—Quiero ver de nuevo a Mona.

—Por desgracia es imposible; nadie debe estar al corriente de su misión.

—No le diré nada.

—Un hombre enamorado es siempre demasiado charlatán; ya la verá cuando regrese del alto Egipto.