39

La bomba con temporizados reforzada con clavos y chatarra, estalló a las nueve y tres minutos en el barracón de una obra, en una avenida del populoso barrio de Chubra, donde las sociedades francesas trabajaban en la construcción de una segunda línea de metro. Se produjeron una decena de muertos y una cincuentena de heridos entre los viandantes.

A la misma hora, se difundía un comunicado según el cual, los liberadores del pueblo egipcio, de acuerdo con la ley coránica, ordenaban por última vez a los extranjeros que se largaran antes de emprender acciones de mayor envergadura.

Una hora más tarde, decenas de miles de fíeles se apretujaban ante las principales mezquitas de El Cairo para escuchar los discursos de los predicadores. En la mezquita de Amr Ibn el-As, el general que había introducido el Islam en Egipto, en 641, se hizo un llamamiento a la guerra santa entre un comunicativo entusiasmo; el antiguo edificio, flanqueado por tumbas en tres de sus lados y por casas en ruinas en el cuarto, sería la base de partida de una nueva conquista. Idéntico fervor inflamó a los creyentes en la mezquita de el-Hakim, restaurada por los chiítas de la India, y también la mezquita de el-Rifai, donde reposaban los cuerpos de Faruk, último rey de Egipto, y de Reza Pahlavi, último shah de Irán, cuya exhumación prometieron los más exaltados, fue el marco de un gran júbilo popular.

Admirablemente ayudado por Safinaz, cuyo sentido de la organización hacía maravillas, Kabul había enviado a sus hombres a todos los lugares de culto, pequeños y grandes, mientras que manipuladores bien entrenados acondicionaban a la muchedumbre. Algunas ideas simples la entusiasmaban: Occidente y el gobierno eran la causa de todos los males, el futuro Estado islámico daría felicidad y abundancia a los verdaderos creyentes. El resultado superaba toda esperanza: cansado de miseria y corrupción, el pueblo seguiría a sus nuevos dueños.

A las once Mohamed Bokar cruzó el umbral del Vaticano del islam, al-Azhar, donde le aguardaba la flor y nata de los jeques encargados de enseñar la verdad a la nación. Su superior, un alto funcionario nombrado por el gobierno irrevocable, presidía la redacción de las fatwas, los «avisos» que tenían fuerza de ley en todo el mundo musulmán.

Ninguna revolución, ninguna toma del poder podría prescindir de la aprobación de al-Azhar: por eso Mohamed Bokar esperaba mucho de aquella cita decisiva, preparada desde hacía mucho tiempo. Vacilando entre el conservadurismo alimentado con el incesante estudio del Corán y el integrismo activo, al-Azhar «la brillante», soñaba en convertirse en la única universidad de Egipto de la que se excluyeran, definitivamente, las disciplinas profanas impuestas por el rey Fuad I y, luego, por el propio Nasser.

Mohamed Bokar, como la mayoría de los creyentes, se rebeló contra el estado de abandono de la mezquita-universidad que había festejado su milenio en 1993. Pese a la aportación financiera de «fundaciones piadosas» no desprovistas de intenciones políticas, el Vaticano musulmán tenía un triste aspecto, con sus minaretes mediocres, perdidos en un barrio miserable, surcado por autobuses cuyos tubos de escape escupían humos tóxicos y corroían las viejas piedras, y rodeado de vendedores de frutas y legumbres cuyos deshechos se amontonaban contra los muros cargados de historia.

El gran patio, las losas de mármol blanco, los arcos persas no atraían demasiado la mirada; algunas partes de la decoración revelaban su edad, las paredes se degradaban. De pie detrás de las columnas, sentados sobre sus talones, tendidos en esteras, los estudiantes aprendían de memoria las azoras del Corán; muchos de ellos procedían del Sudán.

Cuando se proclamara la república islámica, al-Azhar seguiría una estricta ortodoxia y renegaría de sus tomas de posición en favor de la contracepción y de la paz con Israel. Gracias al integrismo, la célebre mezquita recordaría que había sido fundada por una dinastía chiíta, antes de caer en el sunnismo, menos virulento. Era inútil recordar que la cabeza pensante de aquella dinastía era un judío, Jacob ben Killis, convertido al islam, lo esencial era exaltar el poder de la fe primigenia, capaz de aplastar a los infieles.

Un joven jeque recibió a Mohamed Bokar, fijándose en la presencia de la «uva pasa» que adornaba la frente del invitado, muestra de su piedad, y al manejo del rosario de negras cuentas que llevaba en la mano derecha.

En aquel recinto, el jefe de los terroristas egipcios se sentía seguro. Ningún policía osaría violar el santuario. En el exterior, Kabul velaba.

La reunión se celebró en una de las aulas; Mohamed Bokar se enfrentó a unos veinte religiosos que clavaban en él los ojos.

—En nombre de Alá el misericordioso, lleno de misericordia, saludo vuestra prudencia; vuestro recibimiento es el mayor de los honores. Sabiendo que vuestro tiempo es precioso, no os distraeré por mucho tiempo de vuestros sabios estudios.

Los jeques apreciaron la deferencia; Mohamed Bokar prosiguió durante largos minutos en un tono untuoso, encantando los oídos de su auditorio.

—Ha llegado la hora de actuar en nombre de la fe. La democracia no está inscrita en el Corán. Sin embargo, si los pueblos musulmanes votaran libremente, en todas partes elegirían a los fieles de Alá y fundarían repúblicas islámicas. No tenemos derecho a decepcionar al pueblo egipcio; exige la aplicación de la ley coránica, y estoy aquí para ayudaros a realizar este gran designio. No pido nada para mí, salvo ser el instrumento de Alá; la fuerza es sagrada, cuando Le sirve. Sin ella, no conseguiremos vencer la desgracia y la incredulidad.

Los jeques desgranaban su rosario mientras Mohamed Bokar citaba párrafos del Corán que justificaban el exterminio de los paganos.

Cuando se celebró la oración de mediodía, todo estaba listo para sentencia. Al-Azhar no se opondría a la revolución islámica y se pronunciaría en función de como evolucionara la situación.

El khan el-Khalili, célebre bazar de El Cairo y trampa para turistas, se aburría. En las callejas, donde sólo circulaban asnos, mozos de cuerda cargados de bultos y cajas seguían entregando mercancías en los doce mil puestos privados de la clientela occidental que tanto apreciaba las falsificaciones. Sólo los enterados podían descubrir alguna hermosa pieza de oro o plata, o lograban procurarse metales preciosos a un precio interesante. El viejo zoco, donde la luz del sol nunca penetraba, olía a fritanga y a orín; los últimos joyeros e incrustadores de nácar, contemplaban con malos ojos a sus colegas que vendían productos importados de Hong Kong.

Pese a su aspecto alterado, a Mohamed Bokar le gustaba el khan el-Khalili, pues le recordaba el bazar de Teherán, donde se había enterado del nacimiento de la primera gran revolución islámica. Convencer a los comerciantes de que un cambio de régimen aumentaría sus beneficios era uno de los elementos de su estrategia; así pues, gracias a los subsidios que le había procurado Arabia Saudita, logró tejer una red de negociantes favorables a la radical islamización de la sociedad.

Ni la policía ni sus chivatos tenían acceso a los más secretos callejones del khan el-Khalili; un rostro sospechoso habría sido descubierto enseguida. Kabul indicó a Mohamed Bokar que la jornada de agitación, que concluiría con un atentado contra una comisaría de policía, iba a ser un gran éxito; al día siguiente, la provincia tomaría el relevo. Gracias a las mezquitas, implantadas en los más remotos lugares, las consignas se extenderían de acuerdo con el plan previsto.

La victoria se aproximaba; ya sólo debía subir un peldaño. Una fase muy delicada que podía arruinar todo el proyecto, un episodio tanto más irritante cuanto Mohamed Bokar no disponía de medio alguno para influir en los acontecimientos. Venía a recoger una respuesta que le daría, o no, la última luz verde.

Apretó su rosario como si quisiera romperlo; ¿le negaría Alá la grada de convertirse en el nuevo conquistador de Egipto? Ciertamente, sus obras y acciones pasadas hablaban en su favor; pero la decisión no se tomaría sobre tales bases.

Bokar y Kabul atravesaron un taller de joyería, la trastienda y subieron por una escalera que daba a una inmensa estancia de inaudito lujo. Mármoles raros, alfombras persas de excepcional calidad, muebles antiguos de maderas exóticas, sillones de cuero donde se sentaban hombre maduros que llevaban galabieh blanca. Admiraban a unas mujeres soberbias que desfilaban por un estrado con el rostro descubierto; llevaban vestidos de seda verde, amarilla, roja, más o menos cortos sobre unos abigarrados pantalones, chales, abrigos bordados. Maquilladas y perfumadas, lucían collares y joyas; flores dibujadas con alheña adornaban sus manos y sus pies.

¡Un desfile de moda! Pasmado, Mohamed Bokar se preguntó si había caído en un manicomio; pero conocía a la mayoría de los espectadores, entre ellos al saudí encargado de tratar con los terroristas egipcios. Cuando este último advirtió la presencia de su huésped, le indicó que se sentara a su diestra.

Las muchachas desaparecieron por un instante tras un biombo y volvieron a salir… ¡en traje de baño! Pero no aquellos drapeados que envolvían todo el cuerpo, y que sólo estaban autorizados en las piscinas privadas, sino indecentes bikinis que revelaban las redondeadas formas de las maniquíes árabes, calzadas con zapatos de altos tacones adornados con diamantes.

Consciente de la turbación de Mohamed Bokar, el saudí murmuró a su oído un párrafo de la septuagésima octava azora del Corán: «los hombres piadosos recibirán un lugar codiciado, vergeles y viñas, hermosas de redondos pechos, de igual juventud y rebosantes copas». Las palabras del libro santo no tranquilizaron al «emir»; cuando una de las bellas desabrochó su sujetador e hizo resbalar el pantaloncito por sus piernas, imitada de inmediato por sus compañeras, Mohamed Bokar se levantó, indignado.

—¿Qué significa eso?

—¿Le escandaliza la belleza? —preguntó el saudí.

—¡Es pura pornografía, un insulto a la ley del Profeta!

El saudí advirtió que la cólera del egipcio no era fingida, y supo que merecía su reputación de mojigato; proseguir aquella fiestecita como estaba previsto, podía desembocar en un grave incidente.

—Tiene usted razón, Mohamed; esos horribles espectáculos son, precisamente, los que prohibirá para siempre la aplicación de la charia; pero ¿acaso no hay que conocer el mal para erradicarlo?

Un chasquido de sus dedos hizo desaparecer a las desnudas muchachas y los privilegiados espectadores; el saudí quedó solo ante Mohamed Bokar. Éste recuperó la calma.

—Se han desbloqueado nuevos fondos —reveló el saudí—; las sociedades islámicas de inversión están ya bien provistas. Sus depósitos les servirán en el futuro inmediato.

Mohamed Bokar se inclinó; sin embargo, la buena nueva no apaciguó su ansiedad: ¿de qué serviría aquella fortuna si impedían su acción?

—He hablado con nuestros amigos americanos —prosiguió el saudí.

—¿Todos sus amigos?

—Sí, todos mis amigos. El representante de la CIA estaba entre los negociadores.

Propietaria de bancos, compañías de aviación, editoriales, radios, hoteles y sociedades financieras, la CIA empleaba también a periodistas sin que lo supieran los medios de comunicación para los que trabajaban. Preparaba así la opinión pública para cambios hábilmente elaborados.

—¿Algún veto?

—No —respondió el saudí hecho unas mieles—. Ni la CIA ni los medios financieros se han opuesto a la instauración de una república islámica en Egipto, siempre que se mantengan los vínculos comerciales y se abran nuevos mercados; con el aval de mi país, nuestros interlocutores se han tranquilizado. Sólo cuentan los negocios; no importa con quién se trate siempre que se obtengan beneficios. Si tiene usted éxito, Mohamed, los Estados Unidos no reaccionarán; sea usted eficaz y todo irá bien.