38

La séptima noche del ramadán estaba tan animada como las precedentes; era imposible dormir debido a los cantos, las danzas y las recitaciones del Corán. En aquel barrio popular la ruptura nocturna del ayuno daba paso a un verdadero júbilo, que se repetía durante todo el mes. El calor veraniego incitaba a muchas familias a comer fuera y a describir en voz alta los suculentos platos que degustaban; la gente, risueña, se entremezclaba, olvidando sus preocupaciones.

Mark había renunciado a apagar la luz, por miedo a que los ejércitos de cucarachas salieran de sus escondites. Bebía agua mineral que el patrón del hotel Horus le había vendido a precio de oro, e intentaba agarrarse a un porvenir feliz: vencer a la presa, salvar El Valle de los Reyes y las obras maestras del arte egipcio, disfrutar la felicidad junto a una mujer. De vez en cuando, el desaliento le corroía; pero lucharía, por Farag Mustakbel, por Mona, por aquel Egipto que deseaba salvar de las locuras del integrismo y por la lenta muerte que la presa propagaba.

Vanidad de una hormiga extraviada en un mundo de gigantes que la aplastarían con el pie, el sueño de un peón manipulado por Kamel… Mark no se hacía ilusiones. Pero si renunciaba, si huía, su existencia habría sido el más irrisorio de los fracasos. La traición de Hélène le había sumido en una tempestad de la que sólo un buen marino podría salir vivo; le obligaba a revelarse a sí mismo, a saber si era digno de su ideal.

Una violenta explosión hizo temblar los muros de su habitación.

Estridentes gritos ascendieron desde la calle; Mark corrió a la ventana.

A unos cincuenta metros, a su izquierda, el hotel Cleopatra era sólo un montón de ruinas; los tres pisos se habían derrumbado, enterrando a una veintena de personas. Una nube de polvo caía sobre los salvadores, que registraban ya entre los escombros. Unas mujeres gemían.

Mark bajó las escaleras y corrió por la calle, buscando testigos. Interrogó a unos chiquillos, más divertidos que asustados; habían visto a un hombre y una mujer, velada, en una moto. Se habían detenido ante el hotel Cleopatra y la mujer había arrojado un paquete en el vestíbulo. Casi de inmediato, una explosión. Una niña, contenta de ganar diez libras egipcias, precisó que la mujer llevaba hermosos zapatos rojos.

Asaltado por otros niños que comenzaban a contar ya cualquier cosa, Mark los apartó.

Cleopatra, uno de los dos hoteles que le había mencionado a Mona. Sólo ella sabía que había elegido el Horus, pero Safinaz había hecho saltar el Cleopatra. Safinaz había interrogado a Mona, Mona había tenido el valor de darle una información falsa, para salvarle.

¿En qué estado habrían dejado a Mona Safinaz y su cómplice, Kabul probablemente, de acuerdo con la descripción de los niños?

Mark consultó su reloj; la hora de su cita con Naguib Ghali había llegado. Imaginó a Mona sola, herida, agonizante… No vaciló.

Mark tendió dulcemente a Mona en su cama, limpió los ensangrentados labios. Ella agarró su muñeca.

—Mark, me ha…

Él la estrechó contra su pecho.

—¿Quién?

—La mujer del velo le ha llamado Kabul.

Siguió limpiándola con un guante de aseo, le puso pomada en las quemaduras y acarició su pelo.

—¡No, Mark, no! Me doy asco… No puedes ya amarme.

Él la estrechó con más fuerza, como si pudiera hacerle olvidar la mancilla y las heridas.

—Vete, Mark, déjame morir.

—Te quiero. Mona.

Ella se atrevió a mirarle.

—Mientes, ¿verdad?

—No estoy dotado para esta clase de ejercicio.

En los verdes ojos de la muchacha había un abandono y una dulzura que él temía no volver a encontrar nunca. Finalmente, ella lloró. Durante mucho tiempo, tanto que pareció librarse de su sufrimiento.

—¿Sabes, Mark? Comprendería que te fueras y no quisieras volver a verme nunca.

Él la besó en el cuello, con el ardor de un adolescente. Ella le abrazó.

—Debemos abandonar este apartamento, Mona. Gracias a ti me creen muerto, pero la ilusión no durará demasiado. Volverán a pedirte cuentas. ¿Tienes fuerzas para caminar?

La mujer se levantó apoyándose en él.

—Tengo que lavarme primero.

Él la desnudó y la llevó a la ducha. Aunque despertara el dolor de las quemaduras, el agua caliente le hizo el efecto de una fuente de juventud.

Mona se liberaba de la piel de una mujer envilecida. Sin dejar de clavar sus ojos en los de Mark, recuperaba su confianza en la vida.

Adormilada por un calmante. Mona apenas se tenía en pie.

A las tres de la madrugada, las calles de El Cairo se calmaban por unos momentos. Ahíta, la gente dormía; despertaría antes del amanecer, para llenarse el estómago con vistas a una jornada de ayuno.

Sosteniendo a Mona, Mark se dirigió hacia el Mercedes. El corto trayecto le pareció interminable. ¿Sabía ya Safinaz que no había muerto en el atentado? ¿Sustituiría Kabul al munadi encargado de vigilar el coche? Mona le había revelado que los integristas le consideraban un partidario de los sionistas a quien era necesario suprimir enseguida.

Si le esperaban, no tendría ni la posibilidad de defenderse ni la de salvar a Mona.

Poco a poco, iba comprendiendo cuánto le importaba. En sus relaciones amorosas, siempre había sido sincero; de la más sensual a la más cerebral, ninguna se había revelado cargada de futuro. Safinaz le había ofrecido el ardor de una pasión devastadora; Mona le daba el amor.

El munadi, soñoliento, salió de su cubil y entregó las llaves del coche a su generoso cliente; murmurando vagos agradecimientos, regresó a dormir.

Pese al dolor, Mona no gemía. Sin embargo, todo su cuerpo la hacía sufrir. Apretando los labios, se tendió encogida en el asiento trasero del Mercedes.

—¿Adónde vamos?

—A ver a Kamel, el agente secreto encargado de luchar contra los terroristas. Le pediré que te ponga en lugar seguro.

—¿Y tú?

—Hablaré con él, pero debo encontrar a mi querido amigo Naguib; me mintió, como Hélène. Luego me encargaré de Kabul y Safinaz, tus dos verdugos.

—¡Estás loco, Mark!

—Hay injusticias que deben repararse.

—No podrás arreglar el mundo.

—Tengo que intentarlo de todos modos.

—Quédate conmigo.

—Es preciso arrancar el mal de raíz… o abandonar Egipto.

—No me lo pidas.

—También tú quieres cambiar el mundo; así pues, somos ya dos.

Los párpados de Mona se entornaron; el calmante la sumía en la somnolencia. Mark circuló deprisa hasta el Viejo Cairo y se detuvo a la entrada de la maraña de callejas donde se ocultaba el palacio de Kamel.

No podía abandonar a Mona y salió del coche, apoyándose en él con los brazos cruzados. Minutos más tarde, un chiquillo le tiró de la pernera del pantalón. Mark le entregó un mensaje de dos palabras: «muy urgente».

El lugar estaba casi tranquilo. Unos hombres dormían en las aceras, perros vagabundos husmeaban en los montones de basuras; un anciano, envuelto en sus harapos, canturreaba. Atento, Mark acechaba el menor movimiento anormal. Un coche se aproximó con los faros apagados, redujo la marcha al pasar junto al Mercedes y, luego, se alejó. Un asno, al que dos hombres golpeaban para que caminara más deprisa, tiraba de una camioneta de basura cuyas ruedas chirriaban.

El chiquillo regresó.

—Imposible.

—¿Cómo que imposible?

—Imposible.

—Explícate. Te habrán dado alguna razón.

El chiquillo extendió la mano y obtuvo bakchich suplementario.

—¡Imposible! —gritó huyendo.

Desamparado, Mark se sentó tras el volante. ¿Por qué se negaba Kamel a recibirle? ¿Estaba ausente quizás? A menos que ya no lo necesitara porque hubiera encontrado a Naguib Ghali o hubiese cambiado de estrategia… En el tablero, el peón Mark Walker no tenía ya interés. Privado de tan poderoso aliado, acosado por un enemigo implacable, ya sólo tenía una solución.

El Mercedes se dirigió al Mokkatam. Se aproximaba el alba del octavo día del ramadán y la procesión de los zabbalin era tan numerosa como de costumbre. Cristianos, los traperos no ayunaban y seguían librando a El Cairo de sus basuras. Mark adelantó las carretas y penetró en la hedionda ciudad formada por barracas donde jugaban mugrientos chiquillos. Como la primera vez, el acre hedor procedente de la combustión de las basuras, le hizo toser. Sin reducir la marcha, a riesgo de aplastar un cerdo o golpear a las seleccionadoras de desechos, atravesó una cortina de humo negro y resbaló sobre el húmedo suelo. El servicio de orden de los zabbalin rodeó el Mercedes obligándolo a detenerse. Armados con bastones y barras de hierro, indicaron a Mark, por señas, que bajara.

—Quiero ver a Yussef.

Varios zabbalin reconocieron a Mark y el nombre de Yussef actuó como un ábrete sésamo; discutieron por pura costumbre y, luego, acompañaron al recién llegado hasta la sólida casa donde había conversado con el jefe de la maña de basureros.

Mark tomó a Mona en sus brazos y penetró en el bloque de cemento. Dejó a la muchacha en una banqueta cubierta de un tejido floreado. En la pared, la Virgen María seguía velando por la coquetona estancia; gracias a un ventilador, la atmósfera era casi respirable.

Mona despertó, inquieta; Mark la tranquilizó, y ella se sumió de nuevo en su sopor.

Hacía más de una hora que el día había nacido cuando Yussef entró en la estancia. Camisa roja, pantalón blanco y zapatos brillantes revelaban sus deseos de elegancia; en el rostro demacrado y picado de viruela se leía una fría cólera.

—¿Qué quiere, Walker?

—Su ayuda.

—¿Quién es esta mujer?

—Una amiga. Los integristas, encabezados por Kabul, quieren matarla.

—¿Una copta?

—No, una musulmana.

—No es cosa mía.

Mark desafió al egipcio con la mirada.

—Mi combate es ya el suyo. Tenga a Mona aquí, cuídela y ayúdeme a encontrar a Naguib Ghali; desempeña un papel esencial en la organización terrorista.

Yussef apreció el informe en su justo valor.

—Bokar y su pandilla quieren mi cabeza —prosiguió el americano—; si me quedo solo y sin apoyo lo conseguirán. En caso contrario, tal vez consiga desmantelar su red. Usted saldrá beneficiado, Yussef.

El copto examinó a la dormida Mona.

—¿Quién le ha pegado así?

—Kabul.

—¿Por qué voy a ayudar a un hombre que está perdido?

—Kamel me había prometido su colaboración.

—¿Está en condiciones de reclamar?

—Con franqueza, si no destruimos a Bokar, Kabul y su banda, pasarán Egipto a sangre y fuego; los coptos serán los primeros en caer. Sus hermanos morirán por culpa de su pasividad.

Yussef pareció molesto.

—Tenemos una jerarquía…

—Critica usted su falta de lucidez, creo, y aboga por la lucha armada.

—Es más complicado de lo que parece.

—Le creía independiente.

—Sin autorización de mi iglesia, no puedo romper el pacto de no-agresión.

—Los integristas vencerán gracias a usted.

Yussef palideció.

—¿Sólo piensa en vengar a esta mujer?

—¿Y si fuera así? ¡Olvida usted la muerte de mi amigo Farag! Los seres que me son queridos caen bajo los golpes de los fanáticos, van a destruir el Valle de los Reyes y el Egipto de los faraones, y usted me aconseja que oculte mi cabeza en la arena.

—Desobedecer las consignas de la iglesia copta me condenaría a perder mi posición.

—Los coptos serán exterminados cuando los islamistas tomen el poder, tanto usted como los demás. ¿De qué le servirá su fortuna cuando le hayan cortado el gaznate?

Yussef era sólo un matasiete, tan preocupado por el dinero que olvidaba el peligro. Como la mayoría de sus correligionarios, sólo se rebelaba con palabras.

El copto leyó el pensamiento de Mark. Vejado, intentó salvar la cara.

—Si le facilito un contacto en la jerarquía, tal vez consiga usted convencerles.

—¿Cuidará a Mona?

—Conozco un buen médico y hay una farmacia con productos no caducados, pero cuestan caros…

—No se preocupe por ello.

—Aquí, proteger a una musulmana cuesta más caro todavía.

—Será usted retribuido, pero exijo encontrarla en perfecta salud.

—Le haré un precio de amigo.

—Respete nuestro contrato, Yussef; es un consejo amistoso.

El copto asintió: en Egipto, donde se producían innumerables películas sentimentales, se sabía muy bien qué peligroso podía resultar un hombre enamorado.

—Hoy y la noche que viene, se quedará usted aquí, con ella; así podrá hablar con el médico. Mañana por la mañana, se entrevistará usted con la jerarquía. Al menos, eso espero.