Al-Ahram, el más importante periódico de Egipto, revelaba en sus páginas interiores que dos expertos, noruego el uno, austríaco el otro, aprobaban sin reservas las ideas de Mark Walker sobre las desastrosas consecuencias de la construcción de la presa de Asuán. En dos terrenos, por lo menos, tenían aspecto catastrófico: en el alto Egipto, los campesinos utilizaban cada vez más abonos nocivos para salvar las mejores tierras de labor que la salinización, lavada antaño por la crecida, hacía estériles; en el bajo Egipto, las aguas saladas del Mediterráneo, aprovechando la ausencia de limo que formaba un obstáculo natural, devoraban las costas y penetraban en el Delta, amenazando con abrasar a corto plazo las tierras fértiles. Habían desaparecido ya algunas carreteras y las mansiones a orillas del mar se habían derrumbado. El Nilo, detenido su impulso creador en Asuán, no tenía ya fuerza bastante para celebrar sus bodas con el mar y consolidar las riberas del Delta con toneladas de limo. El Delta quedaría zambullido, millones de hombres se dirigirían hacia el sur, región incapaz de alimentarles.
Cuando Mark hubiera terminado con Naguib Ghali, se pondría en contacto con los dos expertos, cuyas conclusiones el periódico discutía. La presa tal vez no fuera por completo inocente, aceptaba un especialista, pero nada podía sustituirla. Era preciso aprender a vivir con el progreso.
Aquí como en cualquier parte, en este agonizante siglo XX, el mecanismo de la estupidez funcionaba a pleno rendimiento; con una tozudez inédita en su historia, el hombre fabricaba la soga para ahorcarse.
Veinte años antes, descubrir El Cairo desde el jardín aterrazado que se abría tras la mezquita de Mehemet-Ali era una maravilla. La mirada no sólo dominaba la ciudad sino que descubría, también, a lo lejos, la cadena sagrada de las pirámides edificadas en el desierto. En un instante, la contemplación de aquella inmensidad, donde la pena de los hombres se abría a la eternidad, liberaba el alma de sus vínculos mortales.
La contaminación quebraba aquella vista. Humaredas de fábricas, transportadas a menudo por los vientos, envenenaban la atmósfera, cargada con los gases de los tubos de escape de vehículos mal cuidados y cada vez más numerosos; una malsana nube, marrón y grisácea, cubría los minaretes, las cúpulas y la cima de los modernos edificios. El Cairo se hacía irrespirable, hundiéndose en ese smog al que los muros de la ciudadela de Saladino sólo oponían una irrisoria defensa. La mayor parte del tiempo, las pirámides resultaban invisibles, como si su protectora influencia no se ejerciera ya sobre una ciudad cancerosa e incurable.
La mezquita de Mehemet-Ali, considerado el modernizador de Egipto, se había terminado en 1857. Cubierto, por completo, de alabastro, el imponente edificio no servía ya como lugar de culto; paso obligado para los turistas, lucía un lujo de opresiva pesadez. La enorme cúpula con colgantes intentaba deslumbrar al visitante con sus dimensiones, pero ninguna emoción brotaba de aquella arquitectura en exceso pesada.
Algunos curiosos deambulaban por el interior de la secularizada mezquita. Deteniéndose ante el púlpito de alabastro destinado a los predicadores. Mark se sentó junto a la entrada, como un peregrino fatigado.
Un hombre vestido a la europea, de unos cincuenta años, obeso y de cara redonda, se aproximó.
—¿Ha oído usted hablar de Omar?
—¿El segundo califa?
—Omar era un pobre y un justo, vivía en una casa pequeña y dormía bajo un árbol; el infeliz carecía de dinero. Espero que no sea éste su caso.
—Tranquilícese, pero sólo trataré con Naguib Ghali.
—No acepta pequeñas cantidades.
—Se trata de una gran entrega.
—Pago completo al hacer el pedido.
—De acuerdo, pero no intente engañarme.
—No nos interesa.
El regateo duró media hora; Mark pagó.
—Vaya esta noche, a las once, a este lugar.
El hombre entregó a su cliente un tarjetón en el que había dibujado un plano; tras haber exigido que Mark, memorizando las indicaciones, lo desgarrara, entró en la mezquita y levantó hacia la cúpula unos ojos admirados.
Oxidadas grúas coronaban un andamio metálico que se levantaba en un charco hediondo; junto a unos hierros para hacer cemento armado había una hormigonera. En su interior dormía un chiquillo. A la izquierda, montones de basura ardían día y noche; a la derecha, tras una pila de ladrillos, una cabaña de plancha oxidada.
A las once menos diez, Mark cruzó la puerta. Los dos ocupantes, jóvenes y mal afeitados, alimentaban un pequeño brasero y ahumaban bolitas de resina de cannabis.
—Quiero ver a Naguib Ghali, es lo acordado.
Uno de los hombres se tendió en el suelo de tierra batida, el otro preparó una nueva bolita.
—¿Te envía Omar?
—Eso es.
—Por aquí no te conocemos.
—Ahora ya me conoces.
—¿Qué mercancía deseas?
—No la mierda que estás fumando.
—Haces mal; satisface a los polizontes, los funcionarios e incluso a un director de prisiones.
—He comprado la calidad superior.
—No tengo nada más.
—Tú no me interesas; he hecho un trato con Naguib Ghali.
—No puede venir.
La mano izquierda del drogado se hundió en el bolsillo de su galabieh; Mark le agarró por la muñeca, impidiéndole sacar el cuchillo.
—¡Intentas engañar a Naguib, crápula!
Mark colocó la mano del drogado por encima del brasero; éste pidió auxilio a su compañero que, perdido en sus sueños, permaneció inerte.
—Si mientes, te abraso los dedos uno a uno.
—Bueno, bueno, eres un tipo serio… Naguib te esperará a la una de la madrugada, en la puerta Bab el-Azab… El único problema es que el precio ha subido.
—Tendré el dinero. Pero no quiero más embrollos o volveré a por ti.
La puerta Bab el-Azab, uno de los accesos a la ciudadela, no estaba muy lejos del hotel Horus; antes de ir, Mark descansaría en su habitación. Esta vez, tenía grandes posibilidades de encontrar a Naguib Ghali.
Pero tendría que mostrarse convincente.
Mona Zaki se había limitado a un pastelillo de arroz; a pesar de la prueba del ayuno, que respetaba rigurosamente, no tenía hambre. Para calmar su angustia, escuchó el concierto para clarinete de Mozart y siguió escribiendo su libro sobre la necesaria liberación de la mujer árabe. ¿Acaso no había caído, ella misma, en la trampa de la ciega sumisión a un marido que traicionaba su confianza? Su muerte había liberado el amor que ella sentía, desde hacía mucho tiempo, por Mark. Pero la felicidad entrevista se anunciaba imposible; saborearía pues cada segundo de placer, como si fuera a ser el último.
Llamaron.
Loca de alegría ante la idea de lanzarse en brazos de Mark, corrió a abrir la puerta. Su sonrisa desapareció.
En el rellano, un hombre bajo, gordo y barbudo, y una mujer velada.
—¿Quiénes… quiénes son ustedes?
Kabul propinó a Mona un puñetazo en el vientre; la joven se derrumbó.
La empujó con el pie hacia el interior del apartamento mientras Safinaz cerraba la puerta tras ellos.
—Mira esta perra —dijo la mujer—; una blusa, unos tejanos, maquillada… ¡Una verdadera occidental!
Kabul agarró a Mona por el pelo obligándola a levantarse. Sin respiración, con los ojos llenos de lágrimas, se protegió el rostro con las manos. Aquel gesto irrisorio excitó al verdugo; le dio un nuevo golpe en el vientre.
—¡Váyanse, se lo suplico!
—Cuando hayas hablado, nos marcharemos.
Safinaz leyó unas líneas del manuscrito; rabiosa, desgarró las impías páginas y escupió sobre Mona.
—Registra el apartamento, Kabul; tenemos que destruir todos los escritos de esta perdida.
Kabul no anduvo con remilgos y devastó el local. Bajo la cama de Mona, encontró un texto inesperado.
Regresó al salón, enarbolando su hallazgo.
—¡Hebreo! —aulló—; ¡la muy puerca es judía!
Un puntapié en el rostro hizo estallar los labios de Mona; la sangre salpicó su blusa blanca.
—La Torah —dijo Safinaz, estupefacta.
La joven integrista hojeó aquel libro maldito; descifrando algunas palabras del hebreo, no podía equivocarse.
—¿Eres judía, Mona?
—No, no… Soy musulmana, como tú.
—¿Por qué tienes este libro satánico?
—No es mío.
—¿Quién te lo ha dado?
—No… No lo sé.
Kabul la abofeteó; Safinaz encendió una cerilla, pegó fuego a la Torah y la arrojó sobre Mona. Quemada en el brazo y el hombro izquierdo, la torturada aulló.
Agitado por las carcajadas, Kabul pisoteó las páginas que se calcinaban sobre el cuerpo de Mona. La muchacha se volvió, exponiendo su espalda.
El barbudo se sentía jubiloso.
—¿Quién? —repitió Safinaz.
—Mark… Mark Walker.
—¡Un aliado de los judíos y un espía sionista! Hubiera debido sospecharlo. ¿Te acuestas con él?
Mona cerró los ojos; el olor del papel quemado llenaba el apartamento. Kabul le arrancó jirones de blusa.
—¿Por qué te entregó esta Torah?
—Que… quería llevársela a Occidente.
—¿Dónde está?
—Lo ignoro.
—Lo sabes.
—No, yo…
Con el tacón de su zapato rojo, Safinaz aplastó el pecho izquierdo de Mona, cuyos gritos divirtieron a Kabul.
—Viólala —ordenó Safinaz.
Mona se agarró al ropón negro.
—¡No, no tienes derecho!
—Habla.
—Mark… Mark está en el barrio de la Ciudadela.
—¿Por qué?
—Para hablar con un informador sobre la muerte de su prometida.
—¿En qué lugar, exactamente?
—Se verán en su hotel.
—¿Su nombre?
—El Cleopatra.
—¿Quién es el informador?
—¡Lo ignoro… lo ignoro, créeme!
—Te creo, Mona, pero eres una mala musulmana. Arrepiéntete antes de sufrir el castigo de Alá; que él te permita tomar conciencia de tus faltas y te devuelva al recto camino.
Safinaz escupió por segunda vez sobre el cuerpo torturado.
—Viólala —ordenó a Kabul, pero hazlo deprisa.