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Dos o tres veces al día, durante períodos cada vez más largos, el dolor se hacía insoportable; Kubi se veía obligado a tenderse, con la mirada clavada en la gran pirámide de Keops, y aguardar a que el sufrimiento se atenuara. Un mal incurable que había ya matado a su padre y se lo llevaría muy pronto; en su octogesimoséptimo año, no necesitaba consultar con un médico para saber que le quedaba menos de un año de vida. Las crisis irían haciéndose más frecuentes y fuertes.

Kubi decidió dedicarse a su oficio durante dos días más, retirarse luego a su jardín secreto, que sólo él conocía. Dedicarse a su oficio… Ya sólo consistía en meditar, a los pies del pétreo gigante cuya cima tocaba el cielo y se perdía en la luz del estío. Desde el inicio de los atentados terroristas, los turistas no acudían a Egipto. La carnicería de «El Valle del Nilo» había sido objeto de reportajes televisivos en todo el mundo, sembrando el pánico entre los candidatos al viaje.

Antaño, hordas de visitantes tomaban por asalto la gran pirámide y se apretujaban en sus corredores; camelleros, vendedores de falsos escarabeos, arrendadores de caballos se precipitaban hacia ellos, cuando bajaban de los autobuses climatizados, amontonados en un aparcamiento demasiado pequeño en el que reinaba una permanente agitación.

Hoy, vacío y silencio. Incluso el espectáculo de luz y sonido se había interrumpido. Sólo las patrullas de policía turbaban la tranquilidad de la altiplanicie de Gizeh, abrumada por el calor.

Aunque el abandono de los turistas le condenaba a la miseria, Kubi disfrutaba la paz resucitada. Se acabaron los gritos, se acabaron las cabalgadas, se acabaron los ruidos de motor… El paraje recuperaba su majestad.

Un occidental se acercaba.

Aspecto de príncipe, rostro marcado, amplia frente: aquel hombre no era un turista; tenía el paso ágil y preciso, acostumbrado a las trampas de un suelo desigual. ¿Amigo o enemigo?

—La misericordia de Alá sea con usted —dijo el anciano.

—Busco un guía que se llama Kubi.

—Ya lo ha encontrado.

—Mi nombre es Mark Walker.

—¿Vive aquí desde hace mucho tiempo?

—Nací en Egipto. Los demás guías me han hablado de su fabulosa hazaña: ¡subir y bajar de la gran pirámide en siete minutos!

—Es algo excesivo, pero la leyenda tiene un fondo de verdad. A mi edad, sigo trepando a pesar de la prohibición oficial. Hay que conocer el camino, esperar la hora ideal y ponerse de acuerdo con la policía turística.

—Me gustaría hablar de Naguib Ghali.

El anciano se mesó los blancos pelos de una barba mal afeitada.

—¿Uno de sus amigos?

—Uno de mis mejores amigos; en El Cairo, cuando estaba disponible, nunca tomaba otro taxista. Su familia ha salido de Egipto, Naguib ha desaparecido. Debo encontrarle; de lo contrario, morirá.

—¿Y si trepáramos? ¡Es tan hermoso allí arriba!

Con los pies desnudos, el anciano dio pruebas de extraordinaria destreza. Eligió una arista y tomó el camino menos agotador, pasando sin vacilar de bloque a bloque; Mark se limitó a seguir los pasos del guía. Veinte minutos más tarde, se sentaban uno junto a otro en la cumbre de la gran pirámide.

Por un lado, la agresión de la modernidad, con sus edificios de cemento, amenazadores, devorando el desierto y ascendiendo hacia la altiplanicie de las pirámides, el humo de las fábricas, la polución corroía las piedras milenarias; por el otro, una vasta extensión de arena ocre, la «tierra roja» donde se ocultaban los dioses expulsados de las ciudades. En tomo a la morada de eternidad de Keops, las tumbas de los grandes dignatarios formaban una corte de fíeles, aquí y en el más allá.

—¿Existe lugar más magnífico? —interrogó Kubi—. Aquí, el hombre y el cielo se reúnen; invisibles vínculos les unen, los vínculos que los antiguos sabían descubrir y reforzar. Sin comunión con la luz y las estrellas, nuestra existencia no tiene sentido alguno y sólo merece ser aniquilada. Mi padre me enseñó que cada pensamiento y cada acción debía entrar en el séquito de los infatigables planetas que recorren el cosmos; los constructores de pirámides habían captado las potencias celestiales, porque respetaban la ley divina. Hoy, la hollamos con nuestros pies y reventamos de estupidez y mediocridad.

Mark estaba fascinado; bebía aquellas palabras procedentes de otro mundo, casi desaparecido.

—Estamos muy lejos de Naguib Ghali —comentó el anciano—. Lo había olvidado, creo.

—No —protestó Mark—; no se olvida a aquél a quien has educado como si fuera tu hijo.

—Siguió su camino.

—Ama mucho a su familia y debe venerarle; estoy convencido de que le visitaba regularmente.

—¿Siente curiosidad?

—A veces.

—¿Y si fuera usted enemigo de Naguib?

—Fue cómplice del asesinato de un hombre admirable, Farag Mustakbel, que luchaba contra el integrismo musulmán; proseguiré su lucha. Naguib tiene informaciones que deseo obtener a cambio de facilitarle su huida al extranjero.

Tal vez Mark se equivocaba revelándoselo, pero le era imposible mentir al anciano. Kubi tenía tal magnetismo que impedía cualquier disimulo.

—Naguib era un buen muchacho, aunque demasiado indeciso; abandonarse al albur del viento es un arte difícil, reservado a seres sin vínculo alguno.

El anciano guía se levantó.

—Hemos superado la tolerancia que concede la policía turística; tenemos que bajar.

No hablaría; Mark había fracasado.

Kubi saboreó cada uno de los instantes del descenso, pues iba a ser el último; su enfermedad no le permitía ya hacer aquellos esfuerzos. Iba a pagarlo con una noche de sufrimientos.

Acarició cada bloque, lo besó, le agradeció que le hubiera dado tanta felicidad durante tantos hermosos años. Él iba a desaparecer, la pirámide subsistiría.

Terminada la expedición, Mark quiso pagar a su guía.

—Guárdese el dinero. Vaya al primer piso de Pyramid Markets, en la avenida de las Pirámides, tras la ruptura del ayuno.

La carretera de las Pirámides, que unía El Cairo con la altiplanicie de Gizeh, estaba atestada de automóviles. Los frecuentes accidentes provocaban enormes embotellamientos; por lo que a los peatones se refiere, corrían un indiscutible riesgo al intentar cruzar la avenida. Buen número de ellos, atropellados por vehículos sin frenos, perdían la vida. Sin embargo, los chiquillos se divertían jugando con los vehículos, evitándolos en el último momento, como si fueran toreros; a veces, la bestia mecánica era más rápida.

Para los islamistas, la avenida de las Pirámides era un lugar de perdición; ¿no había acaso salas de fiesta y clubes nocturnos donde impúdicas bailarinas del vientre excitaban a lúbricos occidentales e, incluso, a egipcios sin moral alguna? Se habían producido varios atentados contra aquellos establecimientos que ofendían a Alá; todos serían devorados por las llamas.

Mark aparcó la cerda ante una tienda que vendía papiros, pálidas imitaciones de los antiguos modelos; entregó las llaves del coche al munadi que no dejó de ofrecerle sus servicios y, luego, caminó hacia Pyramid Markets.

Siniestro lugar. Faroles averiados, aceras destrozadas, tiendas destartaladas, persianas metálicas bajadas y agujereadas, desechos, montones de ladrillos destinados a inconclusos edificios, incendiada fachada de un «casino» en el que no entrarían ya los impíos.

Pyramid Markets había sido un gran almacén; de él sólo quedaba el sucio cemento y destrozadas ventanas; Mark se preguntó si Kubi no se habría burlado de él; nadie vivía ya en aquellas ruinas. Sin embargo, trepó por la escalera llena de cristales rotos, papeles grasientos arrastrados por el viento y fragmentos de perpiaños. En el primer piso, una vasta superficie llena de restos metálicos; cuando se cerró definitivamente, los habitantes habían recuperado mil y un objetos, salvo un desventrado sofá.

—¿Kubi?

Nadie contestó.

Mark esperó, al acecho del menor ruido; la luz lunar dibujaba inquietantes sombras.

A su izquierda, sonó un portazo; una comente de aire hizo revolotear jirones de periódicos.

—Está bien —dijo una voz a su espalda—; se ha atrevido usted…

—Gracias a usted, espero encontrar a Naguib Ghali.

—Venga.

Kubi condujo a Mark; tomaron una escalera interior, bajaron a un sótano, pasaron de un edificio a otro, salieron a un jardincillo lleno de abrojos; al fondo, una modesta casa de ladrillos, cubierta de palmas.

—Hace veintitrés años que nadie viene aquí —reveló Kubi—; vivo solo desde la marcha de Naguib. Un buen muchacho, demasiado influenciable… Caer en manos de los islamistas es una terrible desgracia. No le eduqué para que terminara así… ¿Es usted musulmán?

—No.

—Cristiano.

—Tampoco.

—¿Sin religión?

—Eso me temo.

—Mejor así; las religiones arrojan los hombres al infierno, tras haberles prometido el paraíso. Yo soy el último judío de El Cairo.

Kubi hizo esa pasmosa revelación con voz serena, como si se tratara de una confidencia sin importancia.

—Nadie lo sabía, salvo Naguib; cuando volvimos a vernos, hace menos de un mes, en lo alto de la pirámide de Keops, me anunció su decisión de abandonar el avispero. Primero, mandaría su familia a España, luego se reuniría con ellos, olvidando el islam. El infeliz no tiene posibilidad alguna; si un musulmán deja de serlo, se convierte en un apóstata merecedor de la pena de muerte. El musulmán lo es para siempre, sin posibilidad de retractarse.

—¿Dónde se oculta?

—Se lo revelaré a condición de que me haga un favor.

—¿Cuál?

—Salvar mi más preciado tesoro.

—Tiene usted mi palabra.

Kubi descubrió una losa, oculta bajo la tierra batida; la levantó tirando de una anilla y sacó un libro encuadernado.

—Es mi ejemplar familiar de la Torah, que ha pasado de padres a hijos desde hace siglos; soy el último y no quiero que se pierda. Entrégueselo a la mayor sinagoga de Amsterdam, donde vivió mi abuelo; allí estará seguro. ¡Júremelo con la mano en el texto sagrado, y que Dios le maldiga si miente!

Mark juró.

—Tome la Torah —ordenó Kubi—, estréchela contra su pecho; protege a los justos.

Agotado, acusando de pronto el peso de los años, el anciano judío se sentó en el suelo con las piernas cruzadas al modo de un escriba del antiguo Egipto.

—Naguib necesitaba siempre dinero. Su salario como médico y sus ganancias de taxista no le bastaban ya en estos últimos tiempos; comenzó a traficar con droga. Los cairotas consumen bastante, de modo discreto. Las principales transacciones se efectúan en el barrio que se halla bajo la ciudadela; allí ha debido de ocultarle alguno de sus clientes. Ahora me gustaría dormir; mañana será un día duro. Respete, sobre todo, sus compromisos.

—Cuente conmigo.

Kubi se sentía apaciguado; Mark le había inspirado confianza desde el primer momento. Entre sus paganas manos, el libro sagrado estaba en lugar seguro.

El anciano cerró los ojos y recordó los momentos de felicidad que había vivido en esta tierra de luz que no había querido abandonar, prefiriendo el silencio y la soledad del exilio. Cuando la embriaguez de la memoria se hubo colmado, se levantó y sacó, de un cofre de madera pintada de verde, un revólver que había utilizado contra los nazis, en 1943.

Kubi no se sentía ya con fuerzas para luchar contra el cáncer y el fanatismo; sin temblar, se disparó una bala en la cabeza.