Del Hilton salió una ruidosa procesión, precedida por una orquesta que tocaba el tamboril y la flauta. Encabezándola, un músico disfrazado de escocés; llevaba un kilt y manejaba la gaita con indiscutible habilidad. Una decena de niños vestidos como principitos llevaban, como Dios les daba a entender, la cola del vestido blanco de la novia.
Las ricas familias cairotas seguían celebrando las bodas con el mayor fasto, en los hoteles de lujo de la capital; olvidando el ascenso del integrismo, las mujeres exhibían modelos de grandes modistos, diademas de diamantes y joyas de oro. En una sola velada se gastaba lo que un centenar de pequeños funcionarios ganaba en un año. Pero la noche del ramadán, cálida y alegre, se prestaba a la despreocupación y los pobres recibirían algunos restos.
Para serenarse, Mark había caminado mucho. Definida la misión, Kamel se había interesado por su lucha contra la presa; infatigable, el americano le había demostrado, punto por punto, la nocividad del monstruo.
Su vagabundeo no disipaba la angustia; ¿qué crédito conceder a Kamel? Él era el dueño del juego. Destilaba a su guisa la información y no pronunciaba al azar ni una sola palabra; bajo la cortesía y la amabilidad se ocultaba un ser inquebrantable, sin emociones, Mark era sólo una marioneta en sus manos.
¿Y si el egipcio le había mentido de punta a cabo? ¿Y si Hélène había sido una víctima, una mujer maravillosa, una…? Mark recordó el cadáver ensangrentado de Farag Mustakbel. Él no había mentido… Siempre que no estuviera manipulado por Kamel, fabricante de falsas pruebas.
La cabeza de Mark hervía; se sentó en un banco.
Un hombre joven, vestido a la occidental, se le acercó.
—¿Por qué vas a pie? Hace demasiado calor; si quieres, te alquilo barata una cerda.
De acuerdo con la costumbre, Mark discutió el precio y llegó a un acuerdo; la cerda, es decir un Mercedes anterior a 1976, le proporcionaría una indispensable autonomía, fueran cuales fuesen los riesgos de la conducción.
¿Casualidad o iniciativa de Kamel? El vehículo parecía en buen estado. Mark dio varias vueltas a la misma manzana; nadie le seguía. Aparentemente, el egipcio le dejaba libre.
Hélène, Safinaz… ¿Estaría maldito? Deseando asegurarse de una vez, apretó el acelerador, se saltó los semáforos en rojo y se detuvo ante el edificio donde vivía Mona.
Apenas hubo cerrado la portezuela cuando un munadi, un vigilante de coches aparcados, le ofreció sus servicios. Gracias a él, el vehículo no correría riesgo alguno; el munadi ahuyentaría a los ladrones, impediría que la policía le pusiera una multa por un motivo cualquiera y cambiaría de lugar el Mercedes en caso necesario.
El americano le entregó las llaves; el bakchich, parte del cual entregaría el munadi al patrono del barrio, se pagaría cuando el conductor regresara.
Mona no estaba durmiendo.
—¡Mark! Qué feliz soy…
—¿Estás sola?
—No me apetecía ver a nadie.
Llevaba una bata de seda, de un color verde claro como sus ojos; nunca se había atrevido a pensar que Mona fuera tan seductora.
—No tengo gran cosa que ofrecerte… Sopa y zumo de frutas. Desde la muerte de Zakaria, olvido hacer la compra. Ayer hablé por teléfono con mi hija; se siente libre, me suplica que abandone Egipto y me reúna con ella.
—¿Le comunicaste la muerte de su padre?
—Lo esperaba; piensa que estoy condenada, como él.
—Debieras escucharla.
—¿Te vas tú?
—Ni hablar.
—¿Cuál es tu verdadera misión, Mark?
La pregunta que estaba temiendo.
Al hacerla. Mona se traicionaba; también ella quería saber para tenderle una trampa.
La tomó de los hombros.
—¿A qué dueño sirves?
—¡Me haces daño!
—Responde, Mona.
—Estás cambiado… ¿A qué viene esta violencia?
—Todo el mundo me engaña.
—¡Yo no. Mark!
—¿Por qué me preguntas mi verdadera misión?
—Porque te quiero.
Se acurrucó contra su pecho.
—Hélène era el diablo —dijo él—; quería arrastrarme al infierno. Farag fue asesinado por su culpa y la de sus cómplices; mi verdadera misión es proseguir la lucha contra el integrismo.
—No tienes derecho a exponerte así.
—Farag me ha enseñado el camino.
—¿Amas a Egipto hasta ese punto?
—Le debo mis mayores alegrías; si este país se sume en el fanatismo, el equilibrio del mundo se verá amenazado. El fundamentalismo musulmán no quiere destruir sólo un régimen político sino también cuatro mil años de historia y civilización, una magia, una espiritualidad a las que odia porque lo superan. He estado ciego; el sacrificio de Farag me ha abierto los ojos.
—Compartimos entonces el mismo ideal.
En aquellos ojos verdes brillaba la pasión; la bata resbaló, desvelando el hombro derecho y el nacimiento del pecho.
—¿Se yergue todavía Hélène entre nosotros?
Mark desnudó el hombro izquierdo. La prenda de seda siguió resbalando, se detuvo un instante en los pezones, luego cayó desvelando el suntuoso cuerpo de la joven.
Abrazó a Mark con tanto ardor que le hizo vacilar.
—¡Soy feliz, muy feliz!
Hicieron el amor hasta el alba, primero como adolescentes que descubrían un continente desconocido, luego como antiguos amantes que sabían gozar cada impulso de ternura, utilizando los secretos de su deseo. Satisfecha, sonriente, Mona besó a Mark en la frente.
—En la segunda azora del Corán, está escrito: «Durante la noche del ramadán, declaro que os es lícito hacer el amor a vuestras mujeres»; nace el día y el ayuno comienza. No tienes ya derecho a tocarme.
—Yo no soy musulmán.
—Debo salvar tu alma pagana.
Se escapó de él refugiándose en la cocina de la que salió, minutos más tarde, con café, tostadas y confitura.
Mientras dejaba la bandeja en una mesa, él la abrazó por la cintura.
—¡Está prohibido, Mark!
—Mi religión me obliga a hacer los honores a una mujer desnuda y enamorada.
—Te lo ruego… No me obligues a transgredir mis creencias.
—Vístete; de lo contrario, no respondo de nada.
A regañadientes, Mona se puso la bata verde.
—Este apartamento es tuyo, querido; aquí tienes una llave, ven cuando quieras y pídeme lo que necesites.
Mark se lo había contado todo a Mona, atenta a cada una de sus frases. ¿Acaso no había realizado un milagro al purificarle de su pasado y devolverle el deseo de amar? Cuando el ascensor se puso en marcha, se preguntó si no acababa de cometer un nuevo error. ¿Ingenuo, una vez más? El cercano futuro le respondería; si su instinto le había engañado, pagaría con creces su estupidez.
Estacionada en el mismo lugar, la cerda no había sufrido daño alguno. Pero el munadi no estaba a la vista.
Una mujer velada, envuelta en un largo ropón negro, caminó en su dirección; los rojos tacones de sus zapatos martilleaban la acera. En su mano derecha, las llaves del Mercedes.
—¿Estás buscando esto?
—Te has convertido en una asesina, Safinaz.
—Me siento orgullosa de haber ejecutado a un enemigo del islam; mañana, todo Egipto conocerá mi nombre.
—Sin duda lamentas no haberme alcanzado.
—Alá te salvó. Demuéstrale tu agradecimiento y conviértete a la verdadera fe. Sin Su misericordia, sólo serías un cadáver. Consagra el resto de tu vida a agradecérselo.
—Asesinaste a mi mejor amigo y mataste a algunos inocentes.
—Alá recibe a los mártires en el paraíso y condena a los impíos al infierno; apresúrate, elige tu bando.
—Entrégate a la policía, Safinaz.
—Pronto tendrá que obedecerme.
—Deliras.
—Alá no te salvará por segunda vez.
Mark agarró la muñeca de Safinaz y tomó las llaves del Mercedes.
—¡No me pongas la mano encima!
—Te llevo conmigo.
Con sorprendente fuerza, la mujer se soltó e intentó arañarle la cara, olvidando que llevaba guantes negros. Los paseantes comenzaban a reunirse y a murmurar. Mark percibió su hostilidad. Un occidental maltratando a una musulmana… Primero diez, luego cincuenta, más tarde cien contra uno: no tenía demasiadas posibilidades de convencerles de que estaba deteniendo a una terrorista.
Consciente de su superioridad, Safinaz no huyó; pidió socorro, exigió que castigaran a su cobarde agresor. El americano corrió hacia el coche y lo puso en marcha, obligando a un grupo de jóvenes a apartarse.