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Mark se había perdido.

Creía recordar el camino tomado por Kamel, pero no conseguía encontrar el callejón. Sin desdeñar la advertencia del egipcio y el peligro mortal que sus guardas de corps representaban, tenía que reanudar el contacto.

En las moradas musulmanas, la cena estaba en su apogeo; la cuarta noche del ramadàn era tan gozosa como las precedentes. Los banquetes hacían olvidar el atentado: diez muertos, veinte heridos graves. La fotografía de Farag Mustakbel aparecía en primera página de los periódicos, acompañada por rúbricas necrológicas muy distintas según la tendencia de los diarios; unos deploraban la desaparición de un hombre valeroso, representante de un islam liberal, otros se felicitaban por la desaparición de un enemigo de la verdadera fe.

Una esquina de piedra, una casa destartalada con un bamboleante balcón en el primer piso, una tienda de comestibles… El callejón estaba cerca. Se equivocó, volvió sobre sus pasos; gracias al fulgor de un fanal de ramadàn, descubrió por fin la entrada del oscuro pasadizo cuyo fondo no se distinguía.

Kamel no bromeaba; los hombres encargados de vigilar su refugio no vacilarían en disparar. Mark no tenía ganas de morir antes de hacer la luz sobre la maquinación de la que era víctima.

Su amigo de infancia, Naguib Ghali, había huido; el amor de Hélène sólo había sido una trampa diabólica. Kamel seguía siendo el clavo ardiente al que agarrarse.

Mark vaciló durante más de media hora; se convenció de que la amenaza sólo sería eso, de que los guardias le identificarían y no le abatirían fríamente. Le darían tiempo para explicarse.

Un chiquillo tiró de su manga.

—¿Tienes un mensaje para Kamel?

Con los pies desnudos, vistiendo un pijama rayado, risueño, el mocoso extendía su mano. Mark depositó en ella cinco libras egipcias y una hoja en la que escribió: «Deseo verle urgentemente».

—Si aprecias tu piel —recomendó el chiquillo—, espera aquí.

—Adelante.

El americano no había oído acercarse al hombre que le ponía un arma en la espalda. Obedeció, pasó ante los muros leprosos y las persianas metálicas de las tiendas abandonadas, pisoteó papeles viejos y botellas de plástico.

Su acompañante se identificó ante unos guardianes que Mark sólo vio en el último momento; le empujaron por el agujero que daba acceso al corredor. Una débil luz le permitió avanzar hasta la puerta blindada.

—Entre y cierre a su espalda —dijo Kamel con voz tranquila.

El mismo arrobo.

Mark levantó los ojos hacia la cúpula adornada de coloreadas cristaleras, los bajó hasta el suelo de mosaico azul y blanco, contempló las estatuas egipcias, se apaciguó escuchando el canto de la fuente de granito rosa. Un hechicero había erigido aquella arquitectura, sometiendo a su sueño el espacio.

—Sea bienvenido; me disponía a cenar. ¿Desea acompañarme?

Mark se sentó en confortables almohadones, frente a su huésped que vestía una galabieh azul; entre ambos, en unas bandejas de cobre, brochetas de cordero, pescado frito y relleno, ensalada y una sopa de lentejas.

—Esta noche, no trabajo; por eso me he puesto ropa más cómoda. Pensándolo bien, los trajes modernos no son agradables.

—Necesitaba hablarle.

—No me sorprende.

—No besaré la mano que no puedo morder, pero le debo excusas.

—Le agradezco que haya asimilado las reglas de la cortesía árabe; sin embargo, su arrepentimiento es excesivo.

—Creí que mentía usted.

—Y no se equivocaba por completo; la omisión voluntaria puede clasificarse como mentira. ¿Champán?

—Tengo ganas de beber, de beber en exceso.

—¿De modo que ha admitido la veracidad de mis informaciones?

—Antes de morir, Farag Mustakbel me habló de Hélène, de su conversión al islam y de su complicidad con Pavel.

—¿Cómo obtuvo estas informaciones?

—Por uno de sus amigos, en el ministerio del Interior.

—Como ocurre con frecuencia, hicieron una investigación paralela a la mía —reveló Kamel—; llegamos a la misma conclusión, aunque no a la misma estrategia. Cuando los altos funcionarios encargados de la seguridad del territorio pidieron mi opinión, aconsejé que esperaran una ocasión adecuada; ¿acaso Hélène Doltin no se comportaba como una agente de contacto, encargada de «despertar» a terroristas voluntariamente adormecidos? Lamentablemente, algunos militares carecen de sangre fría; y cuanto más se agitaba ella, más miedo le tenían. Decidieron intervenir cuando su prometida, su amante checo, su amigo inglés y cinco cómplices de la Europa oriental, especialistas también en explosivos, tomaron contacto en un autobús de turistas. El alto mando, convencido de que se dispersarían tras aquella conferencia en la cumbre, dio una orden: intercepción. De servicio en servicio, la orden se convirtió en «eliminación». Nadie mató a su prometida, sólo una mecánica administrativa. La más elemental honestidad me obliga a confesar que yo mismo habría dado orden de eliminar ese grupo terrorista, en cuanto las circunstancias me hubieran parecido favorables. Puesto que ya he determinado las verdaderas actividades de Hélène Doltin, puede usted considerarme su asesino.

Kamel sirvió champán en una copa de plata y lo ofreció a su huésped; Mark le miró a los ojos y aceptó.

—Soy el más siniestro de los idiotas; Hélène debió de reírse mucho.

—La amaba usted; ¿no justifica eso todos sus errores de apreciación?

—¿Por qué me eligió como primo?

—Era usted lo que los técnicos denominan una «tapadera» perfecta; su esposa, luchando a su lado contra la presa, ¡qué magnífica imagen y qué soberbia cortina de humo! Sólo un espíritu escéptico dudaría de tan idílico cuadro.

—No se habría atrevido a casarse…

—Ya lo creo que sí. Es usted un hombre atractivo, señor Walker, su esposa, tras haber colaborado en la instauración de una república islámica habría acabado convirtiéndole. Conociendo su amor por Egipto, sabía que no iba a quedarle a usted otra elección.

—¿Por qué no me dijo la verdad en nuestra primera entrevista?

—Porque no me habría creído; debía descubrirla personalmente, paso a paso.

Kamel tenía razón; si Farag Mustakbel no hubiera depositado en la balanza el peso de la amistad, Mark habría permanecido encerrado en sus ilusiones.

—El combate de Farag se ha convertido en el mío —declaró—; no habrá muerto por nada.

—¿No le han destrozado tantos dramas?

—He identificado a su asesino.

Kamel volvió a servir champán.

—Buen trabajo; es usted más rápido que la policía.

—Pura suerte.

—Si me revela ese nombre seremos colaboradores oficialmente; ¿es usted consciente del peligro?

—Safinaz, la esposa de Mohamed Bokar. Fue mi amante; sólo descubrí su fanatismo poco tiempo antes de su boda.

—Apasionante; mejor será no detenerla inmediatamente. La desaparición de su prometida y de alguno de sus cómplices no ha puesto fin a la acción de los terroristas; mientras no conozca sus objetivos precisos, el peligro subsistirá. Confidencia por confidencia, el comando sudanés ha llegado a Assiut; desde allí, vendrá a El Cairo.

—En Assiut me entrevisté, por segunda vez, con Mohamed Bokar; no pierde la esperanza de convencerme de que su causa es justa y utilizarme como propagandista. ¿Por qué no invaden esa ciudad? Actúa como si estuviera en terreno conquistado.

—Habría centenares de muertos, los integristas se levantarían en todo el país; no somos capaces de vaciar el absceso de Assiut. Lo esencial es impedir que el comando ejecute su plan.

—¿Utilizando a los coptos?

—Hombres como Yussef son indispensables, en efecto; pero topan con su jerarquía religiosa que rechaza la violencia y desea mantener un diálogo pacífico con los islamistas. Temo que Yussef no consiga poner en pie una resistencia armada capaz de oponerse al torrente integrista; el tiempo no corre en su favor.

—Dispone usted, pues, de otra palanca.

—Cuando examinamos una cadena, es conveniente buscar el eslabón menos sólido. Pues bien, la red de Mohamed Bokar tiene un punto débil, un médico que, por la noche, se dedica al taxi para completar su salario.

—¿Naguib Ghali?

—Una de sus amistades cairotas, según creo.

—Fue amigo mío, antes de convertirse en juguete de los islamistas; Hélène le captó.

—Le felicito por su investigación.

Mark vació su copa y volvió a servirse personalmente; Kamel bebía jugo de frutas.

—Naguib Ghali es un personaje singular —declaró el egipcio—; nació en Assiut, en una familia pobre, y se apasionó desde muy joven por la medicina. Como sus padres no tenían medios para pagarle los estudios, se lanzó a la aventura. En El Cairo, mendigó; a los catorce años fue recogido por un guía que le alojó, alimentó y educó. Gracias a él, Naguib entró en la facultad y obtuvo su diploma. Su horizonte se aclaró: una profesión, una mujer de su gusto, buena esposa y buena madre, varios hijos, ganancias no declaradas procedentes de su actividad como taxista… Una miseria aceptable. Pero la oleada integrista no le respetó; tras los ingenieros, los abogados y los dentistas, los médicos se pronunciaron mayoritariamente por la estricta aplicación de la ley islámica. Si Naguib Ghali deseaba obtener un puesto bien pagado en el hospital, debía dar pruebas de su compromiso religioso. Por eso se convirtió en un abnegado servidor de su sindicato; durante la última asamblea plenaria, declaró: «El pueblo comprende que los modelos occidentales son nefastos; la esperanza está en el Corán, y contribuiremos a la creación de una república islámica en Egipto, pues éste es el camino que Alá desea».

Mark bebió el cáliz hasta sus heces; Naguib no había dejado de mentirle y espiarle.

—Ghali le seguía los pasos; yo le hacía vigilar permanentemente.

—Sabe pues que descubrí su nuevo domicilio y le interrogué.

—De nuevo un éxito brillante.

—Me engañó, creí en sus jeremiadas.

—Naguib Ghali se ha convertido en un importante engranaje de la organización terrorista que debemos desmantelar; es necesario interrogarle a fondo. La llegada del comando sudanés a Assiut nos obliga a abandonar la fase de observación. A esta altura, podría usted serme muy útil.

—No cuente conmigo para torturar a Naguib, aunque sea una basura.

—Su mujer y sus hijos han salido de El Cairo para dirigirse a España; gracias al dinero que le han pagado los integristas, ha financiado el viaje y organizado su instalación.

—¿Sin que usted lo supiera?

—Le dejé hacer. Como Naguib Ghali adora a su familia, eso significa que la ha puesto a salvo con la intención de unirse a ella en cuanto sea posible.

—¡De modo que deserta!

—Tras su entrevista, desapareció.

—¿No le vigilaban?

—El equipo encargado de seguirle no conocía bien el edificio al que acababa de trasladarse; salió por un apartamento de la planta baja, cuyos muros estaban medio derrumbados, y robó un coche.

—¿Ha comenzado la caza?

—¿Acepta usted ser uno de los cazadores?

Tras haber recibido tantos golpes, había llegado el momento de distribuirlos. Más allá de esta reacción, que sus antepasados habrían aprobado, tenía que respetar el ideal de Farag Mustakbel. Iba a iniciar una guerra, un combate sin piedad contra las tinieblas.

—Encontrar a Naguib Ghali no será cosa fácil —prosiguió Kamel—; conoce El Cairo a la perfección. Además, los terroristas no tardarán en conocer su intento de huida y querrán interceptarle. Debemos ser más rápidos y proponerle un intercambio: información a cambio de un billete de avión. ¿Le convence este tipo de tortura?

Mark asintió.

—¿Cómo actuar?

—He encontrado el rastro del protector de Naguib Ghali. Un hombre acosado recurre, a menudo, a los pocos amigos seguros que le quedan; y éste es uno de ellos. Tal vez sepa dónde se oculta su hijo adoptivo, tal vez hayan hablado recientemente de los proyectos de Naguib.

—¿Quién es?

—Se llama Kubi, tiene más de ochenta años y trabaja como guía en la altiplanicie de Gizeh. Vaya allí mañana por la tarde y póngase en contacto con él. Practica una original especialidad, ya verá.