30

—¡Es monstruoso! —Pasmado, Mark se obligó a respirar lentamente.

—No cabe duda alguna —remachó el coronel Zakaria—; el comando regresó a El Cairo una vez cumplida su misión.

—¿Nombres?

—Sólo un código operativo.

—¿Quién dio la orden?

—Precisamente cuando intentaba averiguar la identidad del organizador de la matanza fue cuando tuve problemas. Un amigo general tenía que facilitarme la tarea, pero su última llamada no fue muy simpática; me daba la orden de marcharme inmediatamente a Assiut.

—Lo que confirma su descubrimiento.

—Mi carrera se ha jodido, Mark; he dado un paso en falso del que no voy a recuperarme. Dejarán que me pudra unos meses en esta ciudad de mierda, advertirán mi fracaso y me sancionarán mandándome a los oasis, donde moriré de tedio.

—Aclararé este asunto; será usted rehabilitado.

—Ya ha causado bastante daño; renuncie.

—¿Conoce usted a un tal Kamel?

Mark lo describió.

—Nunca le he visto.

—Sin embargo, no tengo derecho a dejarlo, coronel.

—No tiene usted oportunidad alguna, el verdadero asesino está fuera de su alcance; compréndalo de una vez por todas y abandone este país. Si sigue removiendo las aguas, no van a respetarle.

—Si supiera usted algo…

—No cuente con ello; le pediré un favor: dejemos de relacionamos.

—Me ha sido usted de inestimable ayuda.

Pálido y tenso, el coronel Zakaria acompañó a Mark.

Naguib Ghali estaba aparcado ante el cuartel general provisional; dos soldados, de impecable uniforme, custodiaban la entrada. Tras su llegada, Zakaria había ordenado que desinfectaran y pintaran los locales habituales. Mientras, había instalado sus oficinas en un edificio administrativo del centro de Ja ciudad.

Mark atravesó la calle y se dejó caer en el asiento del Peugeot, como un corredor de maratón que hubiera llegado al final de sus esfuerzos.

—¿Algo nuevo? —preguntó Naguib Ghali.

—Sí, la verdad.

—Entonces, sabes ya quién mató a Hélène.

El coronel Zakaria salió del edificio acompañado por su ayudante de campo. Un Ford blanco, su coche oficial, se separó de la acera y se detuvo ante el nuevo jefe de la seguridad de Assiut.

Cuando el ayudante de campo abrió la portezuela, la camioneta Toyota que había guiado el taxi frenó a la altura del Ford. Ni Zakaria ni los soldados tuvieron tiempo de utilizar sus armas; de pie en la parte trasera del vehículo, los islamistas les acribillaron con sus fusiles de asalto y se alejaron gritando: «¡Alá es grande!».

Mark estrechó a Mona entre sus brazos.

Sus tiernos ojos de un verde claro no lloraban; elegantemente maquillada, vistiendo un corpiño blanco y una falda negra, la joven viuda mostraba una conmovedora dignidad.

—El ejército me ha llamado… Cuéntame.

—Tu marido ha muerto en el acto. Un comando terrorista bien entrenado.

—Assiut… ¡Era una trampa!

—La ciudad es incontrolable; el predecesor de Zakaria fue asesinado del mismo modo.

—Molestaba; las purgas que realizaba en el seno del ejército para expulsar a los integristas resultaban demasiado eficaces. Su jerarquía le ha traicionado.

—Yo soy el responsable. Si no hubiera descubierto que los asesinos de Hélène pertenecían a una unidad de élite en misión oficial…

Atónita, Mona se apartó.

—¿Tenía pruebas?

—Su convicción se apoyaba en un informe; ya sólo le faltaba el nombre del responsable.

—Pero ¿por qué, por qué…?

—Creo conocerle; es un tal Kamel que ha intentado manipularme y hacer pasar a Hélène por una aliada de los terroristas.

—¿Una conjura?

—Uno de esos retorcidos golpes que tanto gustan a cualquier servicio secreto; Hélène fue sólo un peón en un tablero cuya existencia ignoraba.

Está claro que Kamel desarrolla una estrategia cuyos objetivos desconozco. Es un criminal innoble, pero ahora yo soy el cazador. No se escapará.

—¡No hagas locuras, te lo ruego! ¿Debo recordarte que Hélène y Zakaria han muerto? Abandona Egipto, no hay otra solución.

—¿Y tú me aconsejas semejante cobardía?

—No quiero perderte. Mark. ¿Te consideras lo bastante fuerte como para luchar a solas contra los servicios secretos?

—Si renunciara, sería peor que Kamel; ¿cómo vivir si rompo la palabra dada?

—Amarás siempre a Hélène, ¿no es cierto?

—No tengo derecho a mentirte.

El guardián y su familia habían trabajado con indiscutible ardor, a pesar del calor y la fatiga del ramadán. Las huellas del registro efectuado por los hombres de Kamel habían casi desaparecido.

Mark se refugió en la contemplación de la fotografía de su prometida.

Establecida la verdad, su relación con ella se reforzaba. ¿Acaso no le había ofrecido lo mejor de su existencia? Sería para siempre una promesa de felicidad sin la que el porvenir estaría lleno de tinieblas. ¿Bogaba su alma por la eternidad o sólo sobrevivía en los recuerdos de Mark? Vengarla era el único modo de hacer justicia.

Se instaló en su despacho, iluminado por un generoso sol, y pensó en el modo de matar a Kamel, que no había dejado de mentirle con diabólica seguridad.

David contra Goliat… El combate parecía perdido de antemano. Pero su adversario no imaginaba la intensidad de su odio; frío, indestructible, sería su inspirador y crearía los medios para derribar los muros de la fortaleza tras la que se ocultaba un cobarde asesino.

La mirada de Mark se posó en un expediente que hablaba de los perjuicios agrícolas imputables a la presa de Asuán. Consecuencias «secundarias», según los expertos pagados por el gobierno. Sin embargo, constantes investigaciones sobre el terreno, cifras y prospectivas resultaban abrumadoras.

Se sintió tentado, por un momento, a tirar el documento a la papelera: pero eso hubiera supuesto rendir las armas al pie del monstruo. Leyó de nuevo cada página del expediente, tachó repeticiones, añadió ciertas precisiones, señaló los párrafos que debían desarrollarse. Atrapado por el juego, volvió a ser por unas horas el investigador apasionado, comprometido en un combate vital para el porvenir de Egipto.

Sacó de su documentación un virulento artículo que entregaría a los grandes periódicos europeos y americanos. Algunos científicos comenzaban a considerar sus análisis, pero sus voces eran todavía apagadas por los incondicionales defensores de la presa. El hombre no reconocía con facilidad sus errores, sobre todo si eran de ese tamaño.

Aunque no tuviera pruebas de lo contrario, Mark seguía convencido de que el monstruo era el origen de sus desgracias. Ocultándose tras el drama y el crimen, proseguía su obra de destrucción; a pesar de su tamaño y su peso, sabía lograr que le olvidaran, como si fuera indispensable para el paisaje y garantizara la prosperidad de un pueblo. En ese enfrentamiento de naturaleza mágica, Mark tendría que convertirse en uno de esos hechiceros capaces de mover montañas.

La llamada a la oración difundida por agresivos altavoces interrumpió su trabajo; pese al ayuno, los musulmanes no estaban dispensados de las posturas rituales. Mark subió a la terraza para admirar los colores del ocaso que plateaba el Nilo. Vaciado de su sustancia nutricia por la presa, tal vez el río divino pensara también en vengarse.

Sonó el teléfono.

Mark no tenía ganas de responder; dada la insistencia de su corresponsal, descolgó.

—¿Eres tú, Farag?

—Quiero verte cuanto antes.

—¿Es grave?

—Muy grave y muy urgente.

—Cenemos juntos, inmediatamente después de la ruptura del ayuno.

—Quedemos en «El Valle del Nilo».