Circular por la noche, en Egipto, resultaba una verdadera hazaña; sobrecargados camiones se lanzaban a toda velocidad por el centro de la carretera, los coches particulares adelantaban sin visibilidad, las grietas y los baches sólo se veían en el último momento. Además, una costumbre local condenaba al neófito a terminar su carrera en la cuneta o contra un árbol: los automovilistas veteranos circulaban con las luces apagadas y sólo encendían los faros cuando se cruzaban.
Sin reducir la marcha cuando atravesaba los pueblos, Naguib recorrió en menos de siete horas los trescientos cincuenta y siete kilómetros que separan El Cairo de Assiut, una auténtica proeza visto el estado de la calzada.
De acuerdo con su costumbre, el taxista-médico durmió dos horas, despertó fresco y dispuesto, y compartió, antes del amanecer, sus provisiones con Mark. Pese a la dispensa, prefirió no correr el riesgo de escandalizar a los habitantes de Assiut; aquí no se bromeaba con la ley coránica.
El Peugeot entró en la ciudad poco después del alba; los chiquillos en pijama o ropa interior agujereada jugaban con las basuras que extraían de contenedores abandonados en las aceras. En las paredes de leprosos edificios, las inscripciones que gritaban los integristas al manifestarse: «muerte a los judíos», «el Estado islámico nacerá a disparos de fusil», «ni socialismo ni capitalismo, islam». Entre los cuatrocientos mil habitantes de la mayor ciudad del alto Egipto, buen número de coptos eran extorsionados por los hijos de Alá, que les obligaban a pagar un diezmo al Dios verdadero; los recalcitrantes eran asesinados a cuchilladas.
El héroe de los integristas de Assiut no era otro que Al Islambuli, el asesino del presidente Sadat, condenado a muerte por impío. Seguir su ejemplo era el ideal de la mayoría de los treinta mil estudiantes de la universidad, que rechazaban el teatro, el cine, la danza y la música para mejor consagrarse al estudio del Corán.
El taxi flanqueó un canal cegado por las inmundicias y del que brotaban nauseabundos hedores. Unas mujeres veladas caminaban con paso cansino y un cesto en la cabeza. Unos ciegos sentados, con los ojos cubiertos de moscas, tendían una blanda mano con la esperanza de obtener una piastra. Abrían polvorientos talleres y tiendas; en cuanto el calor fuera excesivo, la actividad desaparecería. En período de ramadán, las fuerzas fallaban.
Un jeep lleno de policías zigzagueó ante el taxi obligándolo a detenerse; un oficial saltó a tierra e interpeló a Naguib Ghali.
—¿Adónde van?
—A ver al coronel Zakaria —repuso Mark.
—No es recomendable que los occidentales circulen por la ciudad; mejor será que den media vuelta.
—El coronel me aguarda.
—En ese caso, le escoltaremos; son las órdenes.
En la Antigüedad faraónica, Assiut había sido una ciudad floreciente, colocada bajo la protección de un dios chacal denominado «el abridor de caminos», que se encargaba de guiar las almas por el otro mundo. De su templo no quedaba ni una sola piedra; por lo que se refiere a las tumbas de los príncipes de la provincia, excavadas en el acantilado que dominaba la población, se habían convertido en «zona militar» y servían de almacén y de letrina.
Assiut se hundía en la miseria. Los barrios antiguos se pudrían, los altos edificios económicos, construidos a toda prisa, se agrietaban antes de estar terminados. Nadie pensaba en pintar o limpiar una fachada. Aquí y allá, charcos y porciones de canal llenos de excrementos; allí se arrojaban cadáveres de animales, allí lavaban la vajilla las amas de casa.
Una agobiante atmósfera reinaba en las atestadas calles; todas las mujeres llevaban velo, los hombres apenas se apartaban ante el jeep, que hacía aullar su bocina, y el Peugeot. Un chiquillo lanzó una pedrada al taxi y falló por los pelos.
Una camioneta Toyota, cargada de hombres armados, les cerró el paso; el jeep se detuvo, se iniciaron las discusiones. La camioneta se puso a la cabeza del cortejo, el jeep se puso tras el Peugeot y cerró la marcha. Acelerando, el Toyota atropelló un perro amarillo que mordisqueaba un papel grasiento y se metió en un arrabal; Naguib Ghali giraba el volante para evitar baches y ondulaciones. El aspecto de los edificios de tres pisos era tan destartalado que parecían inhabitables; las callejas hormigueaban de hombres ociosos, de mujeres veladas vistiendo ropa negra y mugrientos mocosos.
—¿Por qué trata la policía con estos tipos? —le preguntó Naguib Ghali—. El mando militar no está por estos parajes.
El médico-taxista habría huido de buena gana, pero su vehículo había sido tomado como rehén. Su frente, como la de Mark, chorreaba sudor; debido al polvo y a la hediondez, Naguib mantenía las ventanillas cerradas.
¿Adónde les llevaban?
El cortejo se detuvo ante un edificio gris presidido por un minarete; a un lado y otro de la puerta entreabierta, zapatos, sandalias y babuchas.
—Una mezquita —advirtió el taxista-médico, ansioso.
El jeep de la policía había desaparecido; una densa muchedumbre se amontonaba tras el Peugeot.
Con el kalachnikov en la cadera y un chal a rayas cubriendo su frente, uno de los ocupantes del Toyota ordenó al americano que bajara y al egipcio que mantuviera las manos en el volante.
—No intentes nada, sobre todo —murmuró Mark al oído de Naguib.
El cañón del arma señaló la entrada de la mezquita.
—Descálzate.
Mark lo hizo y avanzó, descubriendo un local vacío, sin alfombras, con las paredes de áspero cemento.
—El lugar del verdadero culto está prohibido a los infieles; métete por el pasillo de tu izquierda.
La construcción no estaba aún terminada, pero se desmoronaba ya. Los perpiaños rezumaban humedad. Mark fue empujado a una pequeña estancia parecida a la celda para extranjeros de la prisión central. Sus únicos ornamentos eran fotografías del asesino de Sadat y de su patrono, el jeque Omar Abder Rahman. La puerta, mal hecha, no cerraba.
¿Habría sido una trampa la llamada del coronel Zakaria? Tal vez hubieran imitado su voz para engañar a Mona. Mark asesinado por unos islamistas, como Hélène… Las autoridades darían su pésame, la actualidad cambiaría y el asunto iba a olvidarse. ¿No habría cometido una culpable imprudencia, un hombre tan avisado como Mark, dirigiéndose a Assiut?
Mohamed Bokar abrió la puerta.
Enturbantado, vistiendo una galabieh blanca, llevaba unas pequeñas gafas que ponían de relieve la prominencia de su nariz; en la mano derecha tenía un rosario de cuentas negras e iba desgranándolo con sus finos dedos. En la frente, la pequeña hinchazón obscura de los verdaderos creyentes que el pueblo denominaba el-zebiba, «la uva pasa».
—Que la misericordia de Alá sea con usted, señor Walker. ¡De modo que se ha decidido! Me satisface; no sólo salvará su alma sino que participará, también, en la liberación de este país oprimido por los impíos. Yo mismo inscribiré en el registro su conversión al islam, cuyos cinco pilares respetará usted a partir de hoy: creencia en Alá, Dios único, cuya palabra fue transmitida por su profeta, Mahoma; práctica de las cinco plegarias cotidianas; respetar el ayuno durante el período del ramadán; hacer limosna; una peregrinación a La Meca, por lo menos, durante su existencia.
—Se equivoca usted.
—¿Acaso discute alguno de estos intangibles principios?
—Ningún dogma es digno de estima.
—A Mahoma se le denomina «el sello» porque es el último de los profetas; inspirado por Alá, escribió la verdad definitiva de la que ninguna línea puede cambiarse ni discutirse; ¿tan difícil es admitirlo?
—Para mí es imposible; en cuanto una verdad se petrifica en una creencia absoluta, se convierte en un error peligroso.
—No percibe todavía la grandeza del islam, pero no pierdo la esperanza.
—El fanatismo que desea imponer usted al mundo nos llevará a la guerra y a la desgracia. El islam no es eso.
Los dedos de Mohamed Bokar desgranaron con mayor rapidez el rosario.
—Si no está en Assiut para convertirse, ¿cuál es el objetivo de su viaje? Esta piadosa ciudad, bendita sea, rechaza a los infieles.
—¿Olvida acaso a los coptos?
—Pronto se marcharán, de un modo u otro.
—¿Cómo se encuentra mi amiga Safinaz?
—La salud de mi esposa es sólo cosa mía; ¿olvida acaso las reglas elementales de la cortesía?
—Es usted un hombre muy buscado.
—Los coptos y el gobierno se alegrarían viéndome colgado, pero sus esperanzas son vanas. Soy intocable en cualquier ciudad de Egipto.
—Así pues, haberle visto dos veces es un privilegio con el que me honra.
—Se interesa usted, pues no es tan estúpido como la mayoría de los occidentales que predican la tolerancia y la integración; el verdadero islam no desea la una ni la otra. Y como lo ha comprendido, sólo me quedan dos soluciones: hacerle callar o convertirle. Preferiría la segunda, pues resultaría usted un misionero excepcional, al servicio de la verdadera fe; en este país, y en cualquier otra parte, su ejemplo sería contagioso. Los intelectuales conversos son los mejores propagadores del islam, en esa Europa degenerada que se nos ofrecerá como una fruta madura. Me mostraré pues paciente con usted, tanto tiempo como Alá me lo autorice.
—¿Adoptaron la misma línea de conducta con Hélène, antes de asesinarla?
—Responda a mi pregunta: ¿objetivo de su viaje?
—Ver al coronel Zakaria.
Mohamed Bokar sonrió.
—Pobre coronel… No le han confiado una misión sencilla. Al igual que sus predecesores, no conseguirá controlar la universidad. Nuestra juventud no soporta ya la miseria ni la mentira; sabe que sólo Alá le concederá lo que exige. ¿Qué puede un ejército frente a semejante convicción? Zakaria es un mundano y un depravado; su fracaso será nuestra victoria. ¿Motivo de su entrevista?
—Descubrir la identidad de los asesinos de mi prometida.
—Es usted un hombre obstinado… Cuando se haya convertido, pondremos en marcha grandes cosas.
Mohamed Bokar chasqueó los dedos.
Un grupo de jóvenes islamistas arrastró a Mark hacia el Peugeot; Naguib Ghali no se había movido.
—Me satisface volver a verte.
—A mí también.
El taxi siguió al Toyota; cuando se acercaron al centro de Assiut, la camioneta desapareció por una calleja.
Naguib lanzó un suspiro de alivio antes de preguntar, a un policía de guardia, el emplazamiento del cuartel general de las fuerzas armadas.
El coronel Zakaria recibió a Mark a media tarde.
—Siento haberle hecho esperar tanto tiempo, pero estaba inspeccionando los dispositivos de seguridad alrededor de las iglesias coptas. Assiut es incontrolable… Sería necesario arrasarla. ¿Cómo luchar contra las escuelas coránicas, los dispensarios islámicos, las oficinas de ayuda social integristas y los jóvenes fanáticos? El pueblo ha caído en la trampa; cuando despierte, será demasiado tarde.
Deprimido, Zakaria había envejecido diez años.
—¿Por qué tan brutal mutación?
—Por su causa.
—Coronel, yo…
—No le reprocho nada, Mark; cuando se hace una promesa, es preciso cumplirla. He consultado el expediente del atentado perpetrado contra el autobús de turistas. Trátese de un grifo obstruido o de un crimen de sangre, nuestra administración tiene la manía de erigir pirámides de informes. Éste estaba a mi alcance porque entraban en juego algunos militares.
Mark se estremeció de impaciencia. La verdad, por fin.
—Para mí —declaró el coronel Zakaria— no cabe duda: un comando de élite, en misión oficial, ejecutó realmente a su prometida y sus compañeros de viaje.