Mark se apoyó de espaldas a la pared; Yussef dirigió hacia él la hoja ensangrentada.
—Así trato a los espías; el tipo era un fiel de Alá, infiltrado entre los zabbalin del Mokkatam para descubrir mis planes. El muy idiota se descubrió negándose a comer cerdo; ¿lo haría usted?
Amenazado por el cuchillo, Mark salió del bloque de cemento y caminó hasta una cocina al aire libre donde un zabbal calvo, casi desdentado, estaba asando un cerdo negro. Yussef cortó un pedazo y se lo tendió al occidental.
—Coma.
La carne era firme pero insípida.
Yussef limpió su cuchillo en la galabieh del cocinero y dio una palmada en el hombro de su invitado.
—Tiene usted agallas, eso me gusta; confío en Kamel hasta cierto punto, pero mejor es comprobarlo personalmente. Regresemos a mi cuartel general.
En el bloque de cemento no había ya cadáver. En una bandeja de cobre, dos cervezas frescas y dátiles.
—Las fotografías son de mis padres; se sentirían orgullosos de mí. Rezo cada día a la Santa Virgen para que siga concediéndome sus bondades. Nosotros, los coptos, estamos al borde del abismo; si no reaccionamos enseguida, acabaremos degollados como cerdos.
—La posición oficial de su Iglesia es más conciliadora.
—Ya cambiará; ciertas almas buenas siguen pensando en un entendimiento con los musulmanes, pero se desengañarán. El Señor nos protegerá, a condición de que estemos bien armados; cuando los islamistas se enfrenten a las milicias coptas, no seguirán pavoneándose.
—¿Guardan las armas en los vertederos?
—No sea demasiado curioso.
—¿Qué sabe del asesinato de mi prometida?
—Sobre las circunstancias, nada; sobre ella, bastantes cosas.
—¿Qué quiere usted decir?
—Su Hélène era una zorra.
Mark se lanzó sobre Yussef. El copto, acostumbrado a los combates callejeros, blandía ya el cuchillo de carnicero; un paso más y su agresor se habría atravesado.
—A veces duele escuchar la verdad, pero eso no va a cambiarla.
—¿Por qué insulta a una muerta?
—¿Ha visto usted los edificios que controlo en Heliópolis? En el tercero que he inspeccionado, el más elegante, su Hélène visitaba con frecuencia a un europeo.
—¿Con frecuencia?
—Casi cada día, cuando estaba en El Cairo. Me gusta conocer a mis clientes. Cuando una mujer hermosa aparece en el paisaje, resulta más excitante todavía.
—¿Qué más sabe usted?
—El tipo se llama André Pavel, es un hombre apuesto. ¿Comprende usted?
No, Mark no comprendía nada. Ni Hélène ni él se habían ocultado sus anteriores relaciones; al casarse, harían tabla rasa de un pasado del que no se avergonzaban. ¿Por qué no le había hablado de aquella amistad cairota, cuando no quedaba entre ellos sombra alguna? Ciertamente, la presencia en El Cairo de un antiguo amante no habría cuestionado sus proyectos para el porvenir; no creía que Hélène fuese la amante del tal Pavel en vísperas de la boda.
—Debe usted de engañarse; mire esta fotografía.
—Efectivamente, es su prometida; Kamel me hizo llegar ya su retrato. De todos modos, una mujer tan hermosa no pasaba desapercibida. Verla entrar y salir era un verdadero regalo.
—¿Cuánto tiempo se quedaba?
—Media hora, cuarenta y cinco minutos tal vez… La tal Hélène era rápida.
—¡Cállese o le rompo la cara!
—Tranquilícese y piense lo que quiera. Es demasiado sentimental.
—¿Qué sabe de ese André Pavel?
—Es un ingeniero que vive en el edificio desde hace más de un año; es atildado, le gusta la limpieza y paga una buena suma para que le libren cada noche de su basura.
—Quiero verle.
—Está ausente.
—¿Nada más?
—¿Por qué iba yo a interesarme más por los encuentros de dos europeos? Tiene usted suerte… Sin mi innato sentido de la observación, habría ignorado este detalle.
Mark nunca había sentido mayor deseo de aplastar la cabeza de uno de sus semejantes; en manos de Yussef, el cuchillo de carnicero no temblaba.
Durante diez segundos, ambos hombres se desafiaron. Yussef se divertía, aguardando con delectación el ataque del occidental.
Mark se apartó.
—Mejor así, amigo; no tiene usted envergadura. ¿Hay algo más estúpido que morir por una amante infiel?
—¿Tiene usted pruebas de que se acostaba con Pavel?
—¿Y qué otra cosa podían hacer? Por su aspecto, a esa muchacha le gustaba el amor; sé distinguirlas. Olvídela.
—Ahórreme sus consejos.
—¡De acuerdo, de acuerdo!
—¿Quiere dejarme en la plaza el-Tahrir?
—Naturalmente.
Durante el trayecto, que el Buick recorrió a bastante velocidad, ambos hombres no dijeron palabra alguna. El centro de El Cairo estaba, como de costumbre, embotellado; se oían bocinazos, gritos, se pasaba a toda costa. Yussef estacionó junto a una acera.
—Aunque mis consejos le molesten, debiera usted dejarlo así.
—Que yo sepa, Hélène no ha sido vengada.
—Nunca encontrará al asesino.
—Gracias por su ayuda.
Mark bajó del Buick, lo vio alejarse y tomó un taxi negro y blanco.
—¿Te llevo a las pirámides? —preguntó el chófer en un inglés aproximado—. Soy el más barato de El Cairo.
—Quince libras hasta Heliópolis —respondió Mark en árabe—. Yo te guiaré.
Huraño, el chófer no discutió. Desgraciadamente, había dado con un europeo que conocía la ciudad mejor que él; arrancó como una tromba, cortando el paso a un autobús.
Heliópolis albergaba lujosas mansiones y edificios modernos, bien cuidados; ricos cairotas y extranjeros destinados a la capital residían en aquel barrio al que algunos árboles daban una nota de verdor.
Mark contempló el edificio de ocho pisos en el que Hélène, al parecer, se veía con André Pavel, una de las «propiedades» que Yussef había inspeccionado. Un tramo de escalinata de mármol blanco llevaba hasta un amplio rellano cerrado por una puerta cristalera; a la derecha, un interfono con el nombre de los residentes. André Pavel no constaba.
Mark llamó al azar. Una voz tosca le preguntó qué quería; se presentó como el mecánico del ascensor y obtuvo de inmediato la apertura de la puerta cristalera.
Hablaría con los residentes hasta obtener las informaciones precisas.
—¿Adónde va?
Mark se dio la vuelta.
Un guardián, vestido a la europea y con una porra colgada del cinto, le impidió el acceso al ascensor.
—Busco a un amigo, André Pavel.
—Está de viaje.
—¡Qué mala suerte, necesito verle urgentemente! ¿No tendrá su dirección o su teléfono?
El guardián movió negativamente la cabeza.
—Soy ingeniero, como él, y olvidé un documento en su apartamento; si pudiera echar una ojeada…
—Ni hablar.
—Bueno, volveré con la policía y un cerrajero; realmente tengo prisa.
—¡Déjese de historias!
Mark puso veinte dólares en el bolsillo de la camisa del guardián.
—Aguarde un minuto y le acompañaré.
—De acuerdo.
Al revés que en los «Estados de derecho», donde la corrupción reina como dueña absoluta, aunque de modo subterráneo, el Egipto moderno no es hipócrita. En todos los niveles de la jerarquía social, un favor tenía un precio que variaba en función del talento del solicitante y de las circunstancias.
Con una ganzúa, el guardián abrió la puerta del apartamento de Pavel.
Una celda monástica… Un colchón sobre la moqueta de un verde oscuro, una mesa rectangular y cuatro sillas, paredes desnudas.
—¿Ve usted su documento?
Mark dio unos pasos por las dos habitaciones, la cocina y el cuarto de baño.
Vacíos.
—Ha debido de llevárselo consigo… Qué mala suerte.
Otros veinte dólares cambiaron de mano.
—¿Ha venido alguien más desde que el señor Pavel se marchó?
—Nadie.
Desamparado, Mark vagabundeó por una avenida de Heliópolis; un chiquillo de unos doce años se dirigió a él.
—¿Me das el papel?
—¿Cuál?
—El que Kamel espera.
El Cairo estaba lleno de chiquillos como aquél; trabajando desde los ocho años, eran recaderos, mozos o chivos expiatorios de algún artesano. Evadidos de una escuela que no les perseguía por mucho tiempo, no tenían posibilidad de vivir su infancia.
—¿Cómo te llamas?
—El mensaje.
Serio como un jeque, el chiquillo alargó la mano.
Mark arrancó una página de su cuaderno, escribió «André Pavel» y la entregó al emisario de Kamel.