Mark acompañó a Yussef en su recorrido. Como wahiya, éste tenía en sus manos varios barrios de la capital, entre ellos Zamalek y Heliópolis, dos zonas residenciales de alto rendimiento. Allí, como en cualquier otra parte, era preciso recoger la basura. Puesto que no existía ningún servicio municipal de recogida, los zabbalin, «criadores de cerdos», se encargaban de ello; campesinos coptos en su mayoría, procedentes del alto Egipto para buscar morada y trabajo en El Cairo, utilizaban cerdos para eliminar ciertos desechos, los mataban y se los comían, escandalizando así a los musulmanes. Debido al constante aumento del volumen de basura, el oficio atraía cada vez más candidatos, severamente controlados por los «propietarios» como Yussef, que habían comprado un derecho definitivo a la recogida de basuras. Los cairotas, si querían verse libres de sus desechos, pagaban a los zabbalin, que a su vez pagaban un canon a su patrono, encargado de realizar los recorridos y de coordinar los esfuerzos de un ejército de miserables que amontonaban las basuras en carretas tiradas por agotados asnos. Al amanecer, los zabbalin se dirigían a uno de los tres gigantescos vertederos; en Mokkatam trabajaban treinta mil recogedores, en Azbet el-Nakhi diez mil, en Tora-Meadi cinco mil.
Yussef conducía un Buick de un rosa claro, cubierto de pegatinas con los nombres de las grandes ciudades de los Estados Unidos; sus bocinazos eran tan poderosos que eclipsaban los de los grandes camiones. Con gran conciencia profesional, Yussef visitaba cada noche parte de sus edificios, hablaba con los residentes y se aseguraba de que estuvieran satisfechos. A cambio de un regular aumento de las tarifas, garantizaba un servicio impecable.
Mark no hizo pregunta alguna; sabía que el hombre de negocios le estaba poniendo a prueba antes de pasar a la etapa siguiente. Infatigable, Yussef comprobaba la resistencia del occidental.
A las cuatro de la mañana, el Buick se dirigió hacia el Mokkatam, colina fracturada que dominaba la ciudad de los muertos; antigua cantera, soberbia en su aislamiento, barrera natural de la ciudad, no había resistido el asalto de una multitud harapienta. Yussef, tomando una sinuosa carretera, adelantó un cortejo de carretas de rechinantes ruedas; los zabbalin más ricos habían adquirido carros, realizando su inversión con el acuerdo del gobernador de El Cairo.
Una mugrienta ciudad devoraba la colina; el enorme barrio de barracas se componía de chozas de madera, plancha y cartón. Aquí y allá, unos cerdos negros buscaban alimento; los chiquillos, cubiertos de moscas, jugaban entre los montones de detritus. Expulsados a pedradas, los perros vagabundos corrían entre las pocilgas. Aquí, casi uno de cada dos niños moría de tétanos, de una enfermedad infecciosa o devorados por ratas tan enormes que ni un gato se atrevía a atacarlas.
En las bamboleantes puertas, cruces trazadas con yeso o pintura recordaban la fe cristiana de los zabbalin.
Un hedor acre, insoportable, hizo toser a Mark; Yussef aguardó el final de su acceso.
—Revientas o te acostumbras; bajemos y caminemos. Tenga cuidado: el suelo está resbaladizo o abrasa.
Mark avanzó con paso prudente; mujeres y niñas, que sufrían una bronquitis crónica, arañaban con sus manos los desechos para efectuar una primera selección. Se quemaba lo inutilizable; un humo negruzco, encarnación de los fuegos del infierno, ascendía de montones de basuras que se consumían sin cesar. Y llegaban carretas a un ritmo constante, vertiendo su contenido.
Una chiquilla, con el pie derecho ensangrentado, corrió aullando hacia su madre; se había herido al pisar un bidón oxidado y cortante. Atraído, un perro rabioso mostró sus colmillos. La madre tomó a la niña en sus brazos y la llevó a la farmacia donde, en inestables estantes, se amontonaban medicamentos caducados desde hacía tiempo.
Nadie permanecía inactivo; la población del Mokkatam trataba siete mil toneladas de basura al día; la hora de bajar a la ciudad, para buscar el siguiente cargamento, llegaba pronto. Yussef contempló un montón de restos de cobre.
—Los vendemos a tres libras egipcias el kilo —dijo con orgullo—; el aluminio sólo se paga a una libra. Pero los precios suben.
Mark advirtió que en aquel infierno reinaba cierto orden; efectuada la selección, se levantaban montones bien separados de trapos, ropa, papeles, cristal, cartones, latas de conserva, bidones; cada mercancía era tratada y reciclada, incluido el interior de los paños higiénicos que servían para rellenar los asientos de los autobuses. Pacientes, los cerdos acechaban los restos alimenticios abandonados por los humanos.
Yussef mostró a Mark la gran bañera llena de detergentes en la que se zambullían mil y un objetos para rejuvenecerlos, reavivar sus colores originales y facilitar su venta. Procedía de una mansión británica; sin duda una riquísima lady se había relajado en ella.
Presa de un nuevo acceso de tos, al borde del vómito, Mark resistió; su guía intentaba asquearlo. ¿Qué mejor modo de librarse de él que acusarle de sensiblería? De un hangar fabricado con oxidadas planchas, una decena de zabbalin sacaban bidones cuadrados, amarillos, verdes o anaranjados, para vendérselos a un garaje; se los enseñaron a Yussef que anotó el número exacto en una libreta, para cobrar su diezmo sin que faltara una piastra.
Unos niños corrieron hacia el local que servía de escuela; pintado de azul celeste, tenía un aspecto casi pimpante. A veces, la francesa sor Emmanuelle o la egipcia sor Sarah llegaban para dar clase, con la esperanza de que el edificio fuera algún día sólidamente construido. Para que ambas monjas no le molestaran con sus intempestivas declaraciones a los medios de comunicación, Yussef les concedería muy pronto unos limitados créditos, tomados de los beneficios de los zabbalin.
—¿Cree usted que son pobres, Mark? Pues se equivoca, les envidian. Su trabajo produce doscientas cincuenta libras egipcias por carreta y familia; no gastan nada, comen cerdo, pan, habas, una parte del contenido de los cubos de basura, se visten con harapos y ropa vieja, no pagan alquiler. Algunos consiguen incluso comprar máquinas para acelerar el reciclaje; gracias a mis consejos, no se dejan estafar. Su porvenir es, sin duda, convertirse en zabbal.
Yussef, cómodo como un tiburón en el océano, se complacía deambulando por su dominio. Rodeando un montón de mondaduras de naranja que los cerdos no comían, se dirigió hacia una casa sólida, un bloque de cemento cuya entrada, cubierta de detritus, era apenas accesible.
—Sígame.
Mark tenía ganas de ducharse durante horas y horas, perfumarse y respirar a pleno pulmón un aire vivificador. Apartó aquel sueño inaccesible y penetró en el interior de la casa, mancillada por las pestilenciales humaredas.
Una gran estancia pintada de verde oscuro, banquetas cubiertas de tejido floreado, fotos de familia y una estampa de la Virgen María clavadas en las paredes, un ventilador y una televisión. En el suelo, un embaldosado de buena calidad obtenido de un derribo.
Sentado en una esquina, un joven con la cabeza gacha. Llevaba una galabieh marrón, sucia y desgarrada.
—¿Conoce usted a este tipo?
Mark se acercó y le miró.
—No.
—Pues él le conoce.
—¿Y qué importa?
—A mí me sorprende.
—¿Por qué?
—Porque le vio en un lugar donde usted no debía estar.
Yussef se mostraba de nuevo agresivo.
—¿Qué se le había perdido en la ciudad de los muertos?
—Estaba invitado a la boda de una amiga.
—Este tipo le vio sentado junto a Mohamed Bokar, el peor enemigo de los coptos. Hace tres meses que intentamos, en vano, ponerle la mano encima y usted, sencillamente, cena con él.
—Ignoraba que mi amiga iba a casarse con un terrorista.
—Safinaz es una fanática tan peligrosa como Bokar… Tiene usted curiosas amistades.
—Ha cambiado mucho.
—¿Cree usted que soy un imbécil? Su historia de venganza es un puro invento; en realidad, apoya a los islamistas distribuyendo cassettes grabadas por el jeque Omar Abder Rahman, uno de cuyos más ardientes deseos es exterminar a los coptos.
—Es un montaje de la policía, sólo tengo un objetivo: vengar a Hélène.
—Víctima de los integristas y perseguido por la policía… ¡Conseguirá hacerme llorar, Mark! Miente mal y no ha sido lo bastante prudente; Kamel tenía razón desconfiando de usted. Me toca ahora resolver el pequeño problema que usted plantea.
—Puesto que el hombre me vio en la ciudad de los muertos, tal vez escuchó también mi diálogo con Mohamed Bokar. Nuestras palabras no fueron en absoluto amistosas, se lo garantizo; si mató a Hélène, le estrangularé con mis propias manos.
El testigo mantenía la cabeza gacha, como si el interrogatorio de Mark no le concerniera.
—Confiese —exigió Yussef.
—En la cárcel intentaron ya arrancarme una falsa confesión.
—Todo le acusa.
—Ni siquiera he oído el sonido de la voz de su falso testigo.
Yussef soltó la carcajada.
—¡Eso es normal! Le corté la lengua.
Mark apretó los puños; ¡iba a morir engañado en este infierno cuando creía, por fin, tener una pista seria!
—Diríase que no tiene usted miedo; en su lugar muchos estarían aterrorizados.
—No voy a darle esta satisfacción.
—Orgulloso, por añadidura. Bueno, ¿mantiene entonces su versión de los hechos?
—Es la verdad.
Yussef tomó un cuchillo de carnicero colgado por la empuñadura de la ventana de opacos cristales, agarró del pelo al hombre sentado, que tenía las manos atadas a la espalda, y le degolló.