Mark y Farag Mustakbel se sentaron a la mesa, en la sala trasera del Felafel, un restaurante popular del centro de El Cairo donde se servían platos típicos como el arroz dorado con grasa, el puré de berenjenas, el pichón relleno, el queso macerado en aceite de oliva o el pastel de leche con coco y pistacho. Al industrial le gustaba mucho la melokhia, un puré de espinacas; para no escandalizar, bebía agua mineral. Mark había pedido una Stella local, cerveza ligera y digestiva.
—Mi contacto copto asesinado también…
—Estoy convencido de ello, Farag; su casa no se derrumbó por casualidad. A mí no me ha ocurrido nada con el fin de que te llegue el mensaje.
—Quieren asustarme porque me temen.
El industrial había recuperado su combatividad. Llevaba una ancha corbata decorada con elefantes rojos y azules, hablaba fuerte y comía con buen apetito.
—Voy a lanzar una gran campaña de información en la prensa —reveló—; mis compatriotas tomarán conciencia del peligro. Si ceden ante el integrismo, forjarán su propia desgracia y aumentarán sus miserias. Los periódicos han aceptado publicar una serie de artículos en los que desmonto el sistema financiero de los islamistas y sus estrategias de infiltración en las clases dirigentes; sacaré a la luz sus mentiras y sus locuras.
El tono era cálido y convincente; escuchando a aquel hombre jovial, cuyos ojos brillaban de inteligencia, se tenía la convicción de que Egipto iba a escapar de las tinieblas.
—El gobierno ha cometido un grave error al sustituir a tres gobernadores de provincia muy combativos por tibios políticos que creen posible dialogar con los integristas. También denunciaré esta deriva. ¿Por qué pareces tan preocupado, Mark?
—He caído en las redes de un tal Kamel.
—No le conozco; cuenta.
Mark contó su odisea, desde la prisión central al palacio secreto del Viejo Cairo.
—Un tipo de los servicios secretos, sin duda alguna, y de los importantes; en este terreno no te seré de ninguna utilidad. Tu Kamel no parece bromear; para ti, sería horrible que te expulsaran.
—De acuerdo con mi descripción, ¿podrías averiguar la verdadera identidad de Kamel?
—No tengo posibilidad alguna; si hiciera algo en este sentido, tendría problemas y no obtendrías satisfacción alguna.
—De todos modos, tengo ganas de actuar.
—No te queda elección; en cierto modo, ahora estamos asociados en el mismo combate. Si no sintieras tanto afecto por Egipto, te aconsejaría que tomaras el primer avión.
—Kamel me impediría salir y propagaría el expediente que me acusa de integrismo.
—Tienes razón, ¡es intolerable! Pase lo que pase, hablaré con el primer ministro.
—No, Farag, mejor será intentar la experiencia con Kamel.
Mark pasó por la siniestra puerta monumental de Bab Zueila, construida en 1092 para señalar el límite sur de El Cairo; entre las dos torres se abría un pasaje abovedado coronado por una terraza almenada. Allí habían sido colgados los enemigos vencidos, aunque fueran árabes, allí se habían expuesto las cabezas cortadas de los cruzados.
Caminó un centenar de metros, se metió por una pequeña calle flanqueada de miserables talleres y bebió en un café donde unos hombres bebían «anis», infusión medicinal caliente, eficaz contra el dolor de garganta, té negro y café más o menos azucarado. Jugaban al dominó, a las cartas o a los dados, leían periódicos, alineados como escolares en los largos bancos pegados a las paredes. Un escribano público redactaba cartas administrativas para los analfabetos, un actor fracasado declamaba un papel ante un público adormilado, un flautista tocaba una melodía de la cantante Um Kal-sum.
En las paredes, desgastada cerámica; en el suelo, serrín. Una nube de humo hacía asfixiante la atmósfera; ¿había un placer más suave que fumar el narguilé, la ancestral pipa de agua, velando por la lenta combustión del aquel tabaco fuerte que abrasaba los pulmones?
Mark se sentó a una mesa vacía, bajo un ventilador, y pidió un Karkadé, bebida púrpura a base de flores de hibisco. No recibió expresión de hostilidad alguna, sólo una real curiosidad; cuando comenzó a leer el diario al-Ahram, el interés decayó, aquel insólito cliente era un egipcio de adopción al que le gustaba pasar dos o tres horas de ocio en un lugar apacible.
Gracias a las detalladas indicaciones de Kamel, Mark había encontrado fácilmente el café donde tenía que ponerse en contacto con un tal Yussef, que siempre iba vestido con una camisa roja y un pantalón blanco y era el sosia del actor Dustin Hoffman. Por lo que a la hora de la cita se refiere, no había más precisión —apreciable ya— que «cuando caiga la tarde».
Antaño, los cafés habían sido centros de la vida intelectual de El Cairo; allí se trataban los negocios y se preparaba el porvenir; interminables discusiones permitían intercambiar puntos de vista y construir un mundo mejor. Incluso los sordomudos disponían de un café, como los aficionados al canto o los novelistas; a cada uno su puerto de paz donde podía expresarse con total libertad.
Numerosos establecimientos habían cerrado ya, los jóvenes frecuentaban más las mezquitas; aunque la televisión difundiera lecturas del Corán, el café parecía casi un lugar de perdición para los más feroces integristas.
Una sola actitud aceptable para el conjunto de los consumidores: un tranquilo ocio, sin señal de impaciencia alguna. Aquí, el fluir del tiempo se convertía en una golosina; malgastarla hubiera sido una falta imperdonable. Los clientes se quedaban largo rato, sin prisa alguna por regresar a su casa.
Mark bebió un segundo Karkadé, leyó otro periódico, cambió algunas frases desengañadas con un aficionado a la poesía y se interesó por una partida de dominó antes de volver a su mesa. Caía la tarde; pronto sería la hora de la oración.
Yussef se sentó frente a Mark. De su rostro con rastros de varicela emanaba una sorda violencia, casi salvajismo, acompañada por una natural hipocresía.
—¿Es usted Mark?
—Lo soy. Me envía Kamel.
—Lo sé. ¿Qué desea?
—Investigo el asesinato de mi prometida.
—¿Su nombre?
—Hélène Doltin; fue asesinada por unos integristas disfrazados de militares entre Luxor y Asuán. Murieron una veintena de turistas.
—He oído hablar de eso; ¿en qué me concierne esto?
—Kamel supone que podría usted ayudarme a identificar a los asesinos.
—Kamel piensa lo que quiere y yo actúo como me da la gana.
Mark no esperaba tan frío recibimiento; el tono de Yussef se hacía agresivo.
—Los riesgos me importan un bledo.
—Pues hace mal; cuando se quiere matar con seguridad, no debe correrse riesgo alguno. ¿Es usted el que critica la presa?
—Es el mayor peligro para la supervivencia de Egipto.
—Durará más que las pirámides. Detesto a los idealistas: son débiles e inútiles.
De acuerdo con las informaciones de Kamel, Yussef era un hombre rico. Copto, nacido en un poblado del alto Egipto, se había rebelado contra la miseria. Tras haberse deslomado durante largo tiempo en los arrabales de El Cairo, había descubierto que una de las actividades con futuro y en constante expansión era la recogida de basuras. Artero, afortunado, huraño, Yussef se convirtió, en menos de tres años, en uno de los padrinos de la mafia de las basuras. Extorsionaba sin piedad a sus «empleados» y dirigía con mano de hierro a sus equipos. Como todos se beneficiaban, Yussef gozaba de una general estima.
—Según Kamel, detesta usted a los integristas.
—Diríase que no puede usted prescindir de su opinión; ¿es acaso una especie de cordero incapaz de pensar por sí mismo?
—¿Me está buscando las cosquillas?
—No intente tocarme; no saldría vivo de este café.
—¿Acaso tiene miedo de un cordero?
—Yo nunca corro riesgos.
—De modo que se niega a ayudarme.
—No he dicho eso; ¿cuánto paga?
—¿Cuál es su precio?
—La desaparición brutal de una mujer amada no es una baratija… Sobre todo cuando se mezcla en ello un comando integrista.
—Dispongo de mucho dinero y podría ofrecerle una pequeña fortuna, pero no tendrá usted nada.
Yussef se crispó.
—Si se lo toma usted así, no sabrá nada.
—Es posible, pero su hermosa carrera terminará muy pronto; nadie se burla impunemente de Kamel. Creo que, en el trabajo, es puntilloso y susceptible; cuando me vea llegar de esta cita con las manos vacías, le manifestará al responsable su descontento.
Mark se levantó.
—Espere; no nos hemos entendido.
—¿Me ayudará usted, sí o no?
—No es tan sencillo.
—¿Cuáles son las complicaciones?
—Es difícil obtener informaciones fiables sobre una matanza; la gente es timorata.
—Aunque no sea usted un idealista, Yussef, desea la supervivencia de los coptos. En el combate que libra contra los terroristas musulmanes, no le faltan informaciones serías. Una tragedia como ésta no ha podido dejarle indiferente.
—¿Sigue deseando correr riesgos?
—Aunque me cueste la vida, intentaré vengar a la mujer que amaba.
—Me gustan los hombres decididos. Suelen tener éxito; aunque a veces fracasen. En su lugar, olvidaría el pasado y tomaría otra mujer.
—No creo que los seres humanos sean intercambiables. ¿Vamos a ello?