El Mercedes se puso en marcha y circuló con sorprendente lentitud.
El hombre ofreció un cigarrillo a Mark, que lo rechazó.
Tiene usted razón, el tabaco es un vicio; por desgracia, yo no tengo su voluntad.
—¿Quién es usted?
Llámeme Kamel; es un apodo que me divierte. En mi profesión, los nombres tienen poca importancia.
—¿Adónde me lleva usted?
—A mi casa; me gustaría discutir con usted más profundamente. Los locales administrativos son demasiado tristes.
—Soy inocente.
—En nuestros días, nadie es ya inocente; ¿recuerda usted esto?
Mark identificó la cassette que constituía la principal prueba de la acusación.
—No me pertenece.
Kamel la introdujo en un video; una música sublime lleno el habitáculo. El vigésimo tercero concierto de Mozart, una de las obras preferidas de Mark.
—Clara Haskil al piano; creo que le gusta a usted mucho esta interpretación. A mí también, si he de serle sincero. Callemos y degustemos este momento de perfecta felicidad.
La noche era cálida, los cairotas cenaban tarde y vivían fuera. La marcha del Mercedes se vio dificultada por un enorme charco nauseabundo, resultado del estallido de canalizaciones y del desbordamiento de una cloaca. Unos vastos proyectos prometían una mejora de la red de la capital; de vez en cuando se veía a los obreros cavando una zanja para cerrarla pocos días más tarde, y reabrirla luego. Entonces servía de basurero.
Superado el obstáculo, el confortable automóvil, sumergido en melodías mozartianas, prosiguió su camino y se detuvo ante una de las antiguas puertas que daba acceso al Viejo Cairo.
—Bajemos, ¿le parece? El coche es demasiado ancho para esas callejas.
—¿Y si me negara a obedecerle?
—Sería una idea desastrosa.
—¿Adónde vamos?
—Le repito que a mi casa.
—¿Pertenece usted a la policía?
—Hablaremos de ello en un marco más apropiado.
Angustiado, Mark caminó junto a Kamel, relajado y sonriente. Entraron en el Viejo Cairo, donde convivían todavía musulmanes y coptos, que disponían allí de varias iglesias antiguas. Junto a la iglesia de Santa Bárbara, una reja señalaba la entrada del barrio judío, desierto hoy.
En el interior de un recinto, el Viejo Cairo se componía de una maraña de estrechas y miserables callejas donde apenas penetraba el sol; aguas residuales, excrementos humanos y animales mancillaban los adoquines. Las coladas colgaban de las ventanas de edificios con tres o cuatro pisos que amenazaban ruina. Había cabras en los techos cubiertos de detritus; en los balcones, gallineros; bajo las escaleras, jaulas de conejos.
Sin embargo, el lugar no era triste; se cenaba en la calle, se veía la televisión, se jugaba a las cartas, se daba de comer a los más pobres y la gente apretaba los puños ante la miseria.
—Aquí conozco a todo el mundo —dijo Kamel—. Conmigo, está usted seguro; si alguien manifestara intenciones malevolentes, sería inmediatamente interceptado. Tranquilizador, ¿verdad? «Mi tribu y yo contra el universo», proclamaban mis antepasados; tal es la ley de este barrio, y la de muchos otros. ¿Tan retrógrado es, a fin de cuentas? El mundialismo mata la solidaridad; sólo las pequeñas comunidades coherentes pueden ser felices, sea cual sea su riqueza.
El egipcio se expresaba con calma, con una voz atractiva y grave.
Cuando penetró en un callejón sin salida, de repulsiva suciedad, Mark se detuvo.
—¿Adónde vamos?
—Nuestro destino no ha variado.
—¿Vive usted aquí?
—Claro que sí, desde hace varias generaciones.
—No le creo.
—Es usted demasiado escéptico.
Como un animal acosado, Mark volvió la cabeza en todas direcciones.
—Relájese; de momento no corre usted el menor peligro. Venga, casi hemos llegado.
Una carreta tirada por dos asnos obstruyó la entrada de la calleja. Cinco hombres vestidos con galabiehs se sentaron en el suelo y fumaron en un narguilé.
Imposible huir por allí.
A la izquierda, paredes leprosas; a la derecha, tiendas abandonadas con la cortina metálica bajada.
Sólo podía ya avanzar hacia el fondo de la calleja, donde se amontonaban basuras, bidones oxidados, botellas de plástico y papeles viejos.
—Máteme enseguida —exigió Mark—, pero cara a cara.
—Dramatiza usted la situación.
—Ahora o más tarde, ¿qué importancia tiene?
—Es un modo de verlo; pero tal vez antes podríamos tomar una copa.
Kamel avanzó. Del montón de basuras salieron tres hombres armados con pistolas que le saludaron deferentemente; Mark esperaba ser derribado por las balas, pero los cañones no le apuntaron.
En el fondo del callejón, un agujero; sólo podías verlo cuando lo tenías ante las narices. Kamel penetró ágilmente por él. Esta vez, las armas se hicieron amenazadoras; Mark fue invitado a seguir el mismo camino. Se inclinó, cruzó el estrecho paso y se enderezó en un pasadizo comparable al corredor de una pirámide. A unos diez metros, una luz.
—Tenga cuidado al caminar —recomendó Kamel—, y cierre a sus espaldas.
El americano cruzó un umbral de piedra, cubierto de jeroglíficos, y empujó una puerta blindada.
El espectáculo le dejó estupefacto.
Una inmensa sala con cúpula, adornada con coloreadas vidrieras, un suelo de mosaico azul y blanco representando flores, algunos paneles de madera, de arabescos trabajados con extremado refinamiento, muebles de marquetería con incrustaciones de marfil y nácar, un jardín interior lleno de rosales y jardines, una fuente de granito rosa, pilones de pulida piedra calcárea, hornacinas que albergaban estatuillas egipcias.
—¿Le gusta? Era el harén secreto de un guerrero del siglo XIII; el rudo mocetón deseaba evitar las envidias. El sistema de ventilación, oculto en las nervaduras de la cúpula es una maravilla. Mi familia adquirió este lugar en el siglo XVI y lo ha cuidado desde entonces con amor. La administración lo ha olvidado, y así está bien. Vivir en un palacio que no existe ya proporciona un indiscutible goce.
La mirada de Mark iba de una obra maestra a otra, embriagada por tanta belleza.
—Reconozco mi debilidad por la estatuaria del Imperio Medio —reveló Kamel—. Mi pieza más hermosa es una estatua del faraón Amenemhat III, justo a su derecha. Su mirada es profunda, no confía en nadie y contempla su reino con el perfecto desprendimiento de un ser realizado.
Durante largos minutos, Mark lo olvidó todo y merodeó como el visitante de un museo; Kamel sólo poseía obras de extremada rareza.
—Las emociones de su dura jornada han debido de darle sed; ¿qué le parece un auténtico oporto, un caldo de 1902?
El egipcio vertió el néctar en una copa de plata fatimí; Mark, fascinado, la aceptó. Unas horas antes, se pudría en una sórdida mazmorra; ahora, bebía un caldo excepcional, en un palacio fuera del tiempo, acompañado por un hombre del que no sabía nada salvo que tenía su vida entre las manos.
Bebió de un trago.
—Si no tiene inconveniente, cenaremos con champán; he encargado una cena muy tradicional, aunque preparada por el mejor cocinero de El Cairo: ful, fattah, kofta y om ali.
El ful, habas morenas hervidas a fuego lento en un recipiente de terracota, con limón, comino, una salsa de sésamo y una ensalada de cebolla; el fattah, cordero asado con guarnición de arroz y ajo; la kofta, albóndigas de carne picada, sazonada con especias; el om ali, un flan de leche y nata relleno de pistachos y que se sirve caliente.
Mark tomó conciencia de que se moría de hambre.
Kamel le rogó que se sentara en unos almohadones de seda ante los que se habían dispuesto unas bandejas de cobre cincelado iluminadas por candelabros de oro. El egipcio sirvió a su huésped en platos de corladura; el champán manó del gollete de un frasco de cristal de roca.
—¿No será usted musulmán, Kamel?
—Musulmán y sunnita, como el noventa por ciento de mis compatriotas. Hice parte de mis estudios en la mezquita al-Azhar y conozco de memoria el Corán; el alcohol no le está prohibido a quien sabe apreciarlo manteniendo el control de sus pensamientos.
—Libérrima interpretación.
—¿Acaso la vida no es un juego que supera los dogmas? El artículo II de nuestra Constitución estipula que «los principios de la ley islámica son fuente esencial de la legislación»; ¿cuál es esta ley y cuáles las demás fuentes? Querer aplicar al Egipto del siglo XXI las reglas dictadas por Mahoma es contrario al espíritu del islam.
—¿Qué espera usted de mí?
—Todo hombre es frágil, señor Walker, todo hombre tiene sus debilidades. Mi profesión consiste en descubrirlas y sacar provecho de ellas.
La magia se rompió; un profesional implacable sucedió al príncipe de las Mil y una noches.
—Me horroriza ser manipulado.
Le comprendo, pero no está usted en condiciones de rebelarse; uno de nuestros proverbios le dicta la única solución posible: «Besa la mano que no puedas morder».