Golpes. Golpes repetidos y cada vez más fuertes.
Mark se volvió hacia la izquierda para apartar la pesadilla. Pero la luz del alba le deslumbró; abrió los ojos. Los golpes continuaban; aporreaban la puerta de su habitación.
—¿Quién es?
—Policía, abra.
Con el espíritu entre nieblas, Mark obedeció.
Cinco hombres armados, de uniforme, irrumpieron en la habitación; los cañones de sus metralletas le apuntaron.
—Queda usted detenido —declaró el jefe del destacamento, un cincuentón rollizo de voz mordiente.
—¿Está bromeando?
—De ningún modo, señor Walker.
—¿De qué se me acusa?
—Molesta usted a mucha gente importante.
—¿Su orden de detención?
—La evidencia de la prueba la hace inútil.
—¿Qué prueba?
—Ésta.
El policía dejó una cassette en la cama.
—En mi informe, mencionaré el testimonio de mis hombres; ha intentado usted hacer desaparecer esta grabación de un discurso integrista que incita a la población a rebelarse contra el poder legítimo.
—Es ridículo.
—Es usted un peligroso agitador, señor Walker.
Una celda minúscula, de húmedas paredes, un jergón de palma podrida, una manta mugrienta, un innoble cubo higiénico: éste era el calabozo de la prisión central de El Cairo donde habían encerrado a Mark. Ni lámpara, ni mesa, ni silla, prohibido leer y escribir.
Aplastó algunas cucarachas, no tocó el vaso de agua sucia. Podía estar contento: no le habían azotado, no le habían afeitado las cejas. Ningún interrogatorio, ninguna violencia.
Limitándose a ejecutar las órdenes, el policía se había negado a responder a sus preguntas. ¿Por qué ese grosero montaje que ni siquiera le ocultaban? Las preguntas volvían una y otra vez, obsesivas.
Mark no soportaría por mucho tiempo permanecer encerrado en aquella celda hedionda; amaba el vasto cielo de Egipto, la inmensidad del desierto, y decaería en pocos días, en pocas horas tal vez. Dio puñetazos a las paredes, intentó abrir la puerta a puntapiés.
Le habían dejado sus ropas, sus zapatos y el reloj: sorprendente mansedumbre. Esto le devolvió la esperanza; pronto le interrogarían, se defendería, demostraría que no era un agente del integrismo musulmán… Su entusiasmo desapareció. ¿Cómo convencer a unos crápulas que fabricaban pruebas falsas? Mencionaría a Farag Mustakbel y al coronel Zakaria, utilizaría su amistad, exigiría su intervención… Siempre que le escucharan.
¿Le habría vendido Safinaz a la policía afirmando que estaba compinchado con Mohamed Bokar? Sus secuaces de la ciudad de los muertos, a cambio de unos billetes, jurarían que pertenecía al círculo de los terroristas.
Y puesto que tenían una grabación destinada a amotinar a la población, su expediente estaba listo.
¿Y si se trataba de la presa? Sí, claro… Las advertencias habían sido claras, y él se había burlado de ellas creyéndose fuera de su alcance. No existía medio legal alguno para impedirle atacar el alto dique; por ello las autoridades habían rodeado el obstáculo. Demostrando su pertenencia al movimiento terrorista, le destruían. Encarcelamiento, juicio, condena a varios años de cárcel, negociaciones con los diplomáticos, expulsión, prohibición definitiva de permanecer en Egipto. La maquinaria infernal funcionaría como una seda.
La derrota absoluta.
No poder vivir en Egipto era peor que la muerte. Nunca vengaría a Hélène, nunca conocería la verdad; la presa, desembarazada de su más peligroso adversario, proseguiría su lenta obra de destrucción.
Los altavoces lanzaron la llamada a la oración. La prisión se transformó, de inmediato, en mezquita. En cada celda, los prisioneros llevaron a cabo los gestos rituales implorando la omnipotencia y la misericordia de Alá.
Se hizo de nuevo, pegajoso, el silencio.
Mark pensaba en un contraataque. Gracias a su fortuna y practicando al más alto nivel el arte del bakchich, regresaría a Egipto por ocultos caminos, aunque tuviera que utilizar un nombre falso. Nadie, ni siquiera la presa, le impediría vivir en esta tierra.
A mediodía, la puerta de la celda se abrió ante un policía gordo, con galones y condecoraciones, que examinaba un expediente.
—¿Es usted el señor Walker?
—Sí, y soy víctima de un error.
—Lo sé, lo sé…
Mark sintió deseos de estrechar entre sus brazos al imponente personaje.
—Tendría usted que estar en la cárcel de los extranjeros y le han encerrado aquí, ha habido una confusión de expedientes. Sígame.
—Soy inocente.
—No es problema mío; yo me encargo sólo del traslado.
—¿De qué se me acusa?
—El traslado… No sé nada más.
Un lecho de sábanas grises, una gastada manta de lana, una silla y una minúscula mesa bamboleante, un paquete de cigarrillos que el guardián encendía a cambio de un modesto bakchich, un viejo periódico, un cubo higiénico casi limpio, agua que parecía potable, un bocadillo de habas: la celda para extranjeros parecía la habitación de un lujoso hotel si se comparaba a las mazmorras para egipcios.
Mark leyó varias veces el diario; había un gran artículo consagrado a la lucha moral contra el integrismo, sin ninguna medida concreta. En un firme discurso, el presidente recordaba que no cambiaría su línea de conducta y mantendría la autoridad del Estado, respetuoso con el verdadero islam, tolerante y pacífico.
Estaban a más de cuarenta grados; Mark se tendió en la cama, cerró los ojos e intentó relajarse. Ya no lo dudaba; había sido, en efecto, su encarnizada lucha contra la presa lo que le había valido aquel tratamiento de favor. Demostraría a sus jueces que no se engañaba; si su proceso tenía resonancia internacional podría ser útil a su causa.
A las cinco y cinco de la tarde, un oficial de corta estatura entró en la celda.
—Me encargo de su expediente, señor Walker; pero encuentro algo extraño en el procedimiento. ¿Reside usted habitualmente en el hotel Edén?
—No, sólo pasaba la noche.
—¿Por qué motivo?
—Estaba cansado y me metí en el primer hotel que encontré.
—¿No tiene usted domicilio en El Cairo?
—Sí, pero pienso venderlo y no volver a poner los pies aquí.
—¿Cuál es el motivo de esta repulsión?
—Mi prometida, Hélène Doltin, acaba de ser asesinada por los integristas. Habíamos decidido casarnos en nuestra casa de El Cairo.
—Lo siento; al parecer tiene usted medios para pagar un hotel más confortable.
—Ni lo pensé; sólo quería dormir unas horas.
—Tal vez haya habido una confusión… Si es así, pronto estará libre.
El policía desapareció antes de que Mark tuviera tiempo de justificarse.
A las siete, otro oficial, joven y de rostro adusto, sacó a Mark de su meditación.
—Lea y firme —ordenó tendiéndole una hoja escrita a mano.
Su declaración, escrita por un tercero.
Reconocía ser un propagandista a sueldo de los fundamentalistas musulmanes; su papel consistía en distribuir grabaciones del jeque Omar Abder Rahman reclamando la rebelión armada de los auténticos musulmanes contra un poder impío y corrupto.
Firmar semejante confesión suponía una condena a muerte o, en el mejor de los casos, la cadena perpetua.
—Uno de sus colegas me ha hablado de una confusión y de una próxima liberación.
—Su expediente es claro y se ha establecido su culpabilidad; firme.
—Este documento es una falsificación.
—¿No tiene ya valor para defender sus opiniones?
—Soy hostil a cualquier fanatismo.
—Afirmación poco verosímil viniendo de un colaborador de los terroristas.
—La cassette no me pertenecía.
—El informe de la policía es claro; flagrante delito. Firme.
—¿De lo contrario?
—Obtendré su confesión de un modo más brutal. Será un caso de fuerza mayor.
Mark rompió la hoja y arrojó los pedazos a la cara del oficial.
—Peor para usted —dijo cerrando la celda de un portazo.
«Una hazaña absolutamente estúpida», pensó Mark, aterrorizado ante la idea de que le torturaran. Una sola esperanza: que se tratara de una vana amenaza. Si la administración había decidido destrozarle, fabricaría otras confesiones, imitaría su firma y no le daría oportunidad alguna de defenderse.
La presa formaba parte de los intereses vitales de Egipto: algo que había olvidado al iniciar su cruzada. Los políticos y financieros sólo pensaban en llenarse los bolsillos y les importaba un pepino la programada desaparición de su país, puesto que no afectaría a su generación.
La voz de Mark resultaba ya demasiado fuerte, demasiado influyente; se extinguiría en un matadero oficial. Ni Farag Mustakbel ni el coronel Zakaria le sacarían de allí.
La noche había caído cuando la puerta de la celda se abrió de nuevo. Cuatro policías.
—Levántese y síganos.
Uno delante, dos a su lado, uno detrás. ¿Cómo resistir o intentar huir? El grupito recorrió rápidamente los pasillos de la cárcel, salió, atravesó un patio y se detuvo ante un Mercedes de color gris claro. Un antiguo modelo bien cuidado.
Uno de los policías abrió la portezuela trasera izquierda.
—Suba.
Mark pensó en el famoso «paseo», tan utilizado por los asesinos del mundo entero. Dicho de otro modo, una ejecución sumaria seguida de la desaparición del cadáver.
En la parte delantera del coche, un chófer sin uniforme.
En la trasera, un hombre de estatura mediana y aspecto occidental, de unos cincuenta años, con los cabellos canosos y vistiendo un traje azul de corte perfecto. En la penumbra brillaban su aguja de corbata y sus gemelos de oro. Fumaba un Dunhill mentolado en una boquilla de oro. Al verle se pensaba en un hombre de negocios de la City londinense, moldeado por decenios de trato social.
—Buenas noches, señor Walker. Tengo el placer de anunciarle que está usted libre; bueno… casi libre.