19

Mark aguardaba desde hacía una hora en la antecámara del despacho del coronel Zakaria, ante los adormilados ojos de un anciano conserje que sellaba, blandamente, unos papeles. El lugar era algo menos polvoriento que un local de la administración civil. La pintura marrón resistía aún y los cristales habían sido limpiados. Un ventilador agitaba un aire cálido ya, a pesar de la hora temprana.

El conserje miró con cansancio su sello, como si acabara de estropearse.

—¿A qué hora debe llegar el coronel?

—En verano, a las siete.

—Son las siete y media.

—Un embotellamiento, sin duda.

Mark esperó media hora más; el conserje abandonó su mesa y se sentó junto al visitante.

—Los pisos modernos son muy caros —reveló—; un hermoso apartamento vale, por lo menos, quinientas mil libras egipcias. ¿Qué puede esperarse cuando se ganan cincuenta mensuales? Un pequeño piso de protección oficial, en un buen barrio. Pero todos están ocupados y nadie se va. Decenas de miles de lujosos apartamentos están desocupados porque sus propietarios tendrían que ofrecerlos por un mendrugo de pan, a causa de la legislación nasserista. Aquí tengo un empleo seguro, pero no gano demasiado; con mis cuatro hijos, en invierno vivo en un sótano y en verano en el techo de un edificio, en una cabaña de tablas. ¿No le parece indignante?

—Como los demás funcionarios egipcios, tiene usted otros ingresos.

—Naderías… Llevo la vida de un esclavo. No debo perder la menor ocasión de mejorar mis ganancias.

—¿Soy yo esta ocasión?

—¿No espera usted al coronel Zakaria?

El conserje bajó la mirada.

—Si fuera usted… generoso, le ayudaría.

—¿Acaso necesita ayuda?

—Si no desea perder muchas horas…

—¿Diez libras?

—Veinte, para empezar.

—Empecemos.

—El coronel no vendrá.

—¿Por qué razón?

—Veinte libras más.

Los billetes cambiaron de manos.

—Ha tenido que ir a otra parte.

—¿Cómo lo sabe?

—Una llamada telefónica, antes de que usted llegara. Ha tenido que ir a otra parte, lo repito, pero no sé adónde ni por cuánto tiempo.

Mona estaba arrebatadora, a pesar del vendaje que ocultaba su herida en la garganta. En sus ojos verdes había estupefacción y angustia.

—No lo comprendo, Mark.

—¿Tu marido no te ha dicho nada?

Nada en absoluto.

—¿Una misión secreta?

—Por lo general, me da al menos ciertas indicaciones. Tenía unos días tranquilos en el despacho, para resolver problemas administrativos. Este fin de semana íbamos a descansar a Alejandría.

—¿Podrá informarte alguno de sus colegas?

—Tal vez.

—Telefonéale.

Mark paseaba por el salón mientras Mona intentaba localizar al superior directo de su marido. En su ausencia, llamó a dos coroneles y a un general de la gendarmería, compañeros de promoción de Zakaria.

—Nadie sabe donde está.

—¿Ha ocurrido ya alguna vez?

Mona hizo memoria.

—Una sola.

—No te preocupes; la causa de su ausencia es la efervescencia integrista. Quédate junto al teléfono; tu marido te avisará más pronto o más tarde.

—¿Qué piensas hacer?

—Tengo que llevar a cabo una penosa gestión.

Farag Mustakbel estaba destrozado.

—¡Mi corresponsal americano muerto, asesinado ante mí!

—Y ni una palabra en el periódico —indicó Mark.

—El gobierno intenta acallar el impacto de los atentados terroristas. El integrismo ha querido herirme a mí, a través de mi aliado. Una parte de mi estrategia se derrumba… Me siguen los pasos, me cortan las alas.

Farag Mustakbel, tan risueño por lo general, mostraba un rostro siniestro.

—¿Qué has sabido sobre la muerte de tu prometida?

—Contaba con el coronel Zakaria, pero es imposible encontrarle.

El industrial frunció el entrecejo.

—¿Ha desaparecido también?

—Espero que no.

—Los islamistas han comenzado a eliminar a los hombres que les molestan; no lo dejarán a medias.

—¿Vas a renunciar, Farag?

—Claro que no, pero debo cambiar de hombro mi fusil. Las noticias son malas; en provincias, los integristas ganan terreno día tras día. En el medio Egipto, de donde acabo de regresar, la policía apenas se atreve a intervenir en ciertas zonas; los moderados callan, los fanáticos presumen. El ejército es la última muralla. Pero ¿por cuánto tiempo?

—No pongas en peligro tu vida.

—No saldré de Egipto, aunque no me garanticen ya la seguridad. Si huyera, muchos hombres de negocios me imitarían dejando libre el campo a los islamistas.

—He hablado con un tal Mohamed Bokar.

Farag Mustakbel no creyó lo que estaba oyendo.

—¿Está aquí, en El Cairo?

—Se ha casado en la ciudad de los muertos, con una de mis amigas que se ha hecho integrista; tal vez ella le ha pedido que respetara mi vida en recuerdo del pasado.

—Avisar a la policía no serviría de nada; la capital está llena de escondrijos. La presencia de Bokar anuncia una intensificación de la acción terrorista. ¿Por qué has corrido semejante riesgo?

—Esperaba que mi amiga me hablara del asesinato de Hélène.

—¿Y no fue así?

—Se refugió tras su marido; Bokar se comportó de un modo bastante raro, como si no ignorara los hechos, pero sin envanecerse.

—Es extraño; hubiera debido de proclamar el crimen a los cuatro vientos, en nombre de Alá.

—Por Hélène, descubriré la verdad.

—Bokar ha jugado contigo como un felino con su presa; sólo un tipo de su envergadura puede haber organizado el atentado que costó la vida a tu prometida.

—¿Qué sabes de él?

—Es un intelectual que hizo sus estudios en Europa y se formó en la guerrilla de Afganistán. Las autoridades sospechan que ha organizado la mayoría de atentados, en compañía de su perro guardián, un tal Kabul, cuya ferocidad es legendaria. No hay pruebas contra ellos, pero sí una acumulación de indicios; algunos les consideran como los principales animadores del terrorismo en Egipto.

—Si es culpable, lo pagará.

—No intentes actuar solo.

—¿Qué ayuda esperar?

—Me quedan todavía algunas cartas; una de ellas podría afectarte.

Farag Mustakbel vació su vaso de whisky; el alcohol le devolvió el vigor.

—¿No quieres confiarte?

—Éste no es tu combate, Mark.

—Pero lo será, si me acerca a la verdad sobre la muerte de Hélène.

—No, no te arrastraré a un peligroso camino.

—Creía que éramos amigos, Farag.

—¿Cómo te atreves a dudarlo?

—Comprende que mi vida se ha convertido en un infierno; vengar a Hélène es la única esperanza que me queda.

Farag Mustakbel encendió un cigarro, expulsó varias bocanadas de humo, volvió la espalda a Mark y contempló el Nilo.

—Pienso en la resistencia copta.

—¿Tú, un musulmán, vas a aliarte con unos cristianos?

—Los coptos son egipcios; me siento más próximo a ellos que a un musulmán iraní. Rechazarles y perseguirles supone amputar nuestro país. Antaño, los coptos desempeñaban un papel decisivo en los asuntos del Estado; hoy, se ven reducidos a la porción congrua.

—Butros, Butros-Ghali es copto y secretario general de la ONU.

—Sin embargo, sus hermanos se han convertido en ciudadanos de segunda clase; los coptos han perdido sus puestos en los ministerios y las principales administraciones. Sus carreras están bloqueadas, los puestos de alta responsabilidad les están prohibidos. Y como la religión debe figurar, obligatoriamente, en los documentos de identidad… La rebelión ruge ya; algunos coptos son partidarios de la lucha armada contra los fundamentalistas musulmanes.

Mark no creía que la situación se hubiera degradado tanto; la ilusión de la tolerancia saltaba en mil pedazos.

—Tengo un contacto entre los coptos; no lo parece, pero es serio. Si le llevas un mensaje de mi parte, podrás interrogarle sobre el asesinato de Hélène. Esa gente espía a los terroristas y, a veces, están mejor informados que la policía. Pero no está exento de peligro, Mark.

—Nombre y dirección de tu contacto.