Ahmed el bauab había confirmado a Mark que la hermosa Safinaz se casaría, en efecto, aquella misma noche, en la ciudad de los muertos; a pesar de la advertencia del anciano guardián del edificio, deseoso siempre de no ver nunca más al enemigo de la presa, este último pensaba responder, efectivamente, a la invitación de su antigua amante.
En la cálida noche de estío, la inmensa necrópolis ocultaba su decrepitud bajo un polvoriento claro de luna. Contradiciendo sus esperanzas, emires, príncipes, califas, sultanes y mamelucos no gozaban del reposo eterno; alrededor de sus mausoleos, coronados por una cúpula, se había desarrollado una verdadera ciudad. Calles bastante anchas, entrecortadas por plazas, llevaban a las tumbas, sirviendo de morada a algunos vivientes que pagaban un alquiler bastante alto a los legítimos propietarios. Los más acomodados vivían en las tumbas de varias habitaciones, que tenían televisión, nevera, teléfono y un confort que envidiaban los mismos habitantes de El Cairo, que consideraban la ciudad de los muertos como un barrio tranquilo y agradable. Una línea de autobuses, cafés, tiendas de comestibles, puestos de artesanos, talleres mecánicos, un mercado, electricidad y agua corriente hacían posible la existencia entre las losas sepulcrales. Sobre las tumbas, los residentes construían edificios de tres o cuatro pisos cuya estabilidad era aleatoria; de vez en cuando, un huertecillo o algunas legumbres intentaban crecer a sus pies.
En cuanto entró en la ciudad, Mark dio con un guardián consciente de sus responsabilidades; los inquilinos habían amasado bienes que era necesario proteger de los envidiosos.
Como invitado a la boda de Safinaz, Mark tuvo derecho a dirigirse a la gran tumba donde se celebraba la ceremonia.
Decenas de ojos observaron su llegada. Apoltronados en sus sillas, unos hombres fumaban; las cabras buscaban en los montones de basura, una chiquilla manoseaba un perro reventado, una anciana, sentada en los excrementos de un asno atado a una estaca, masticaba mondaduras de patata, sin preocuparse por una enorme rata que olisqueaba el borde de su vestido negro. Moscas, mosquitos, piojos y pulgas agredían a humanos y animales, indiferentes a la hediondez, a los excrementos y al negro humo que producía la combustión de los neumáticos reventados.
Una familia sacaba sus enseres de una tumba cuyos propietarios la necesitaban, durante una jornada, para celebrar unos funerales; cuando hubieran terminado, los inquilinos regresarían al lugar.
Un barbudo le cerró el paso.
—¿Adónde vas?
—A la boda de mi amiga Safinaz.
—¿Tú estás invitado?
—Así es.
—Aguarda aquí.
Otros barbudos, de rostros hostiles, vigilarían al americano… Cada uno de ellos apretaba contra su pecho un ejemplar del Corán; tenían la mirada ausente, perdida en un mundo de verdades absolutas. No temían morir por Alá, porque el martirio abría de par en par las puertas del paraíso.
—Puedes venir.
Algunas mujeres lanzaban estridentes yuyús, que obtenían haciendo ondular la lengua contra el paladar; atestiguaban así su entusiasmo, precisamente cuando la novia aportaba su dote, formada por almohadones, sábanas y utensilios de cocina. A cambio, el futuro esposo ofrecía una cantidad de dinero; los más pobres se limitaban a una moneda.
Safinaz parecía una princesa con su largo vestido rojo con adornos dorados; cubierta por un velo blanco, con las manos y los pies llenos de dibujos mágicos trazados con alheña, avanzaba, orgullosa, hacia un hombre alto, algo encorvado, mucho mayor que ella.
Un jeque unió las manos de Safinaz y su prometido, pulgar contra pulgar, y las cubrió con un velo blanco. En ausencia de los padres, declaró que entregaba en matrimonio a la joven a su señor, a cambio de la dote. El marido, con voz ronca, respondió que aceptaba a la que el religioso le confiaba y que la tomaba bajo su protección. El jeque leyó unos párrafos del Corán e insistió en la necesaria y absoluta sumisión de la mujer a su marido.
Unos aullidos de gozo saludaron a los nuevos esposos, todos comenzaron a cantar y a bailar. En unas alfombras, los platos de fiesta: pichón relleno de trigo verde, albóndigas de habas y hierbas fritas, pollo con cebollas asadas y arroz, legumbres rellenas, crema de vainilla y azahar.
Safinaz miraba amorosamente a su esposo; éste indicó por signos a Mark que se acercara. Unos barbudos le rodearon.
La joven se volvió hacia el americano.
—¿De modo que te has atrevido a venir?
—Me invitaste a tu boda; no aceptar hubiera sido insultante. ¿Puedo hacerte un regalo?
Cuando Mark hundió su mano diestra en el bolsillo de su pantalón, un barbudo le sujetó por la muñeca. Su compañero registró al extranjero y descubrió un broche de oro, en forma de flor de loto, que entregó a Safinaz.
—Gracias, es un hermoso objeto.
—Te deseo mucha felicidad.
—Éste es mi marido, Mohamed Bokar.
El jefe de los terroristas egipcios observó a Mark con mirada gélida. Este último le saludó, inclinando la cabeza.
—Que la paz sea con usted —declaró Mohamed Bokar—, así como la misericordia de Alá y sus bondades. ¿Participará en nuestra comida?
—Con mucho gusto.
Se sentaron en la alfombra, con las piernas cruzadas; Mark ocupó un lugar de honor, a la izquierda del marido.
—¿Su gesto es simplemente amistoso? —preguntó el integrista.
—Reconozco que no.
—¿Qué busca?
—La verdad sobre el asesinato de mi prometida.
—¿Y cómo vamos nosotros a conocerla?
—Safinaz ha elegido el camino del islam más radical; debe de poseer informaciones sobre esa matanza.
Mohamed Bokar sonrió.
—No le falta valor para ser un infiel; sepa que mi esposa no me ha ocultado sus relaciones. Fue su pasada existencia, y me es indiferente. Hoy, camina junto a mí por la senda de la verdad.
—Yo amaba a Hélène; permanecer en la duda me resulta insoportable. Quiero saber quién la mató.
—La verdad, la única verdad, se halla en las ciento catorce azoras del Corán; Alá dictó el texto al profeta Mahoma, bendito sea, por medio del arcángel Gabriel. Por eso el Corán es perfecto y definitivo; nuestro único papel consiste en aplicarlo con todo su rigor.
—¿Acaso el mundo no ha cambiado desde el siglo VII?
—El Corán no; por eso el mundo debe regresar al tiempo del Profeta y respetar las leyes que dictó.
—He leído su libro sagrado; ¿por qué habla tanto de guerra y violencia?
—Porque no hay otro modo de combatir y suprimir a los infieles.
—¿Incluso atacando a inocentes turistas?
—No son inocentes. El turismo aporta la depravación, el alcohol, el dinero sucio, impone a los creyentes la visión de mujeres medio desnudas. Gracias a él, el Estado se enriquece, arma a su policía, mata a los fieles de Alá y les encarcela. Cuantos más turistas hay, más pobre y perseguido es el pueblo; los extranjeros sólo piensan en impedir la aplicación de la ley islámica y en propagar sus vicios. El turismo es el enemigo del islam.
El americano advirtió una mancha oscura en la frente de Mohamed Bokar; revelaba la piedad del creyente que, a fuerza de prosternarse con el rostro en tierra, llevaba en su carne la marca de su fe. Safinaz, silenciosa, se mantenía algo apartada de su marido.
—Cuando un hombre mata en nombre de un dios cualquiera —consideró Mark—, su religión no es más que una barbarie.
—Es usted un occidental y, por lo tanto, un materialista.
—¿Y usted qué sabe? Tal vez haya más espiritualidad en mi combate que en el suyo.
—Si desea permanecer en Egipto, tendrá que convertirse; de lo contrario, márchese.
—No ha respondido a mi pregunta; ¿qué puede decirme sobre el asesinato de mi prometida?
—¿Y a mí qué me importa?
—¿Los islamistas se habían disfrazado de militares?
Safinaz se agarró al brazo de su esposo, como si le suplicara que no respondiera.
—¿Adónde va a llevarle su investigación?
—A los asesinos. Si conoce usted sus nombres, dígamelos.
—Es un ingenuo; ¿ha pensado por un solo instante que voy a responderle?
—Pensaba que Safinaz querría hablar.
—Safinaz es mi mujer, yo decido por ella.
A pesar de su aparente sangre fría. Mark iba a la deriva. Ninguna emoción se veía en el rostro de Mohamed Bokar, más indescifrable que una esfinge.
—Sí los fieles de Alá fueran responsables de la muerte de su prometida, ¿saldría usted vivo de aquí? Cierto día comprenderá el sentido de nuestro combate. Mañana, Egipto entrará en el seno del verdadero islam y será el faro de la reconquista. Cada musulmán lo siente en lo más profundo de su pecho; legiones enteras se levantarán y proclamarán la omnipotencia de Alá. Lo demás no tiene importancia.
Ni rastro de excitación en aquella voz ronca.
Mark se levantó con las piernas temblorosas.
—Si ha matado usted a Hélène, le mataré.
Mientras una escuadra de barbudos se llevaba a Mark, Safinaz destruyó el broche a cuchilladas.