Lizbeth era una embriagadora rubia de veinte años, pechos agresivos y florecientes caderas; bailarina del vientre en veladas privadísimas, sólo se quitaba los últimos velos ante clientes muy acomodados. «Lizbeth», nombre artístico de aspecto occidental, la diferenciaba de sus colegas que se agitaban frente a hordas de turistas, incapaces de apreciar su arte.
Ordenó al chófer de su Jaguar que pusiera la radio; el último comunicado de la policía hablaba de una explosión accidental en la altiplanicie de Gizeh; no había que lamentar víctimas.
«Una mentira más», pensó Lizbeth; los integristas seguían desafiando el poder al atacar el paraje más célebre del país; nadie se engañaría.
Su amante, el coronel Zakaria, era uno de los especialistas en desinformación; a fuerza de enmascarar los hechos para tranquilizar a la población, acababa creyendo en la eficacia de sus propias fuerzas. ¿Acaso no tenía el ejército cuatrocientos cincuenta mil hombres, trescientos mil la seguridad central y sesenta mil la guardia nacional? Con cuatrocientos setenta y cinco aviones y tres mil doscientos carros de combate, el régimen aplastaría a los integristas si eran lo bastante locos como para lanzarse a una guerra civil. Pero sólo un oficial superior podía ignorar hasta qué punto el ejército, como el resto de la sociedad egipcia, estaba gangrenada. Corroído en su interior, el edificio se derrumbaría sobre sí mismo, por efecto de una borrasca más violenta que las demás.
Lizbeth permanecía ojo avizor; en cuanto la situación se hiciera alarmante, abandonaría Egipto y se refugiaría en la Arabia Saudita, en casa de un millonario que estaba loco por ella. Mediocre amante, Zakaria le proporcionaba seguridad y discreción; de modo que se mostraba apasionada, aunque comer con el coronel le aburriera soberanamente.
El hotel Marriott, joyel del barrio elegante de Zamalek, era uno de los puntos de paso obligados de la alta sociedad cairota; allí se tomaba el aperitivo, el té o se participaba en reuniones mundanas. El encanto del antiguo palacio oriental había desaparecido, enterrado bajo un enorme edificio sin alma. Lizbeth apreciaba el aire acondicionado, puesto a fondo, el pomposo vestíbulo, los interminables corredores y el salón privado donde le servían refinados platos; a la bailarina le encantaba el caviar y las berenjenas rellenas. Zakaria hablaba y hablaba, describía su boca, sus ojos, sus caderas, olvidándose de comer. Luego, era preciso subir a una lujosa habitación y simular el éxtasis amoroso.
Lizbeth había decidido aumentar precio; le anunciaría la noticia mientras tomara la ducha, cuerpo a cuerpo, con su amante. Cuando él la abrazaba mojada, perdía todo control y se volvía el más maleable de los hombres.
El Jaguar se detuvo ante la puerta del Marriott, Un empleado en traje folklórico, destinado a deslumbrar a los turistas, abrió la portezuela trasera; la bailarina no le dedicó la menor mirada.
Un limpiabotas se arrojó a los pies de Lizbeth, sin levantar los ojos hacia aquella mujer rica. Ella dio una ojeada a sus zapatos, advirtió que los mancillaba un poco de polvo.
—Apresúrate —ordenó.
El hombre sacó de su pesada caja de madera betún, cepillos y trapos; Lizbeth tendió apenas la pierna, posó el zapato derecho en el zócalo metálico.
—Voy a limpiarte bien, zorra.
Lizbeth se creyó víctima de una pesadilla; ¿quién se atrevía a hablarle de ese modo? Bajó los ojos y descubrió la furiosa mirada de un barbudo con cabeza de huevo; la apuntaba con una pistola medio oculta por un trapo.
—Pero… ¡Está loco!
—Revienta.
Kabul disparó dos veces: la primera bala en el sexo, la segunda en la cabeza.
Fulminada, la bailarina del vientre cayó sobre el material de limpieza.
El islamista derribó al portero del hotel e hizo lo mismo con el chófer de Lizbeth, incapaz de soltar sus manos del volante. Kabul sacó el cadáver del habitáculo, lo arrojó a la calzada, se colocó en el lugar del conductor y arrancó carcajeándose.
El coronel Zakaria frenó en seco. Al pie del hotel Marriott, un control de policía; bajó del coche dando un portazo e interpeló al oficial que mandaba el grupo de intervención.
—Coronel Zakaria. ¿Qué ocurre aquí?
—Un atentado terrorista, mi coronel.
—¿Víctimas?
—Tres muertos. Un empleado de hotel, una mujer y su chófer.
—Quiero verles.
Acompañado por el oficial, Zakaria entró en el vestíbulo del hotel donde habían dejado los cadáveres. Los clientes permanecían encerrados en sus habitaciones hasta nueva orden; el Marriott, desierto, parecía un barco que hubiera zozobrado. Sólo el helado silbido del aire acondicionado turbaba el silencio.
El coronel levantó las sábanas que cubrían los cuerpos.
Lizbeth estaba hermosa todavía; el pequeño agujero rodeado de sangre, entre ambos ojos, no la desfiguraba. El asesino había utilizado un arma de pequeño calibre.
—¿Cuántos terroristas?
—Sólo uno —respondió el oficial—. Según el testimonio de un camarero que ha entrevisto la escena, era un limpiabotas.
—¿Descripción?
—El testigo sólo le ha visto de espaldas, todo ha ocurrido muy deprisa. El asesino ha huido al volante de un Jaguar.
Zakaria ni siquiera preguntó si le habían seguido. El terrorista abandonaría el coche en la primera calle populosa y desaparecería entre la muchedumbre.
—¡Mark! ¿Qué hace usted en mi casa?
—Se lo explicaré, coronel; vayamos al salón, ¿le parece?
Si no hubiera estado conmocionado, Zakaria habría expulsado al intruso a patadas. ¿Cómo se atrevía a instalarse en su casa estando él ausente?
—¿Dónde está mi mujer?
—Mona ha sido herida.
—No significará que…
—Nada grave, tranquilícese; está aquí y duerme. Mona ha querido que me quedara hasta que usted volviera.
El coronel se derrumbó en un sillón.
—Perdone mi brutalidad, pero estoy viviendo unas horas muy duras. Un atentado terrorista, en el centro de El Cairo… He dado a la prensa un comunicado tranquilizador, pero no engañará a nadie.
—¿Quiere beber algo?
—Olvido todos mis deberes.
—No tiene importancia.
—Una vodka, entonces; cuénteme lo de Mona.
—Íbamos a hablar con usted; su coche ha sido agredido por unos islamistas, en Imbaba. En el hospital, un médico integrista se ha negado a cuidarla, pero he hecho intervenir a uno de mis amigos.
—Hélène, mi prometida, ha sido asesinada y…
Ambos hombres volvieron la cabeza; despeinada, con el miedo en la mirada, vistiendo una bata de seda malva, Mona avanzó hacia ellos con paso inseguro y llevándose la mano al apósito.
El coronel se levantó y tomó a su esposa en sus brazos.
—Querida… ¿Cómo te encuentras?
Con voz precipitada, Mona contó su aventura.
—No sé cómo agradecérselo —dijo el coronel al americano.
—Ayúdale —suplicó Mona.
—¿De qué modo?
—Según los rumores, fueron militares quienes mataron a Hélène.
Con forzada calma, Mark expuso los escasos elementos de que disponía.
—Es inverosímil —concluyó el coronel—; ¿cómo imaginar que unos hombres de la seguridad hayan asesinado a su prometida y a veinte turistas más? Sin duda los islamistas han hecho correr este rumor demencial. Desacreditando al ejército, podrán sembrar la confusión entre los más moderados.
—¿Por qué no han comunicado nada los periódicos favorables a los fundamentalistas? Según lo que creo saber, los terroristas son capaces de asegurarse cierta publicidad. En este caso, hubiera sido eficaz. Extraño silencio, ¿no?
El argumento desconcertó a Zakaria.
—No es lógico, en efecto.
—¿Y si el rumor tuviera fundamento?
—Debe de haber otra solución.
—Mis incesantes ataques contra la presa…
—La habrían tomado con usted, no con su prometida; además, fue sólo una víctima entre otras.
—¿Puedes investigar con discreción? —preguntó Mona.
El coronel bajó la mirada; la jaqueca le destrozaba las sienes. Si su amante no hubiera sido asesinada por los integristas, como la prometida de Mark, no habría aceptado correr el menor riesgo.
—Puedo acceder a ciertas informaciones.
Mona besó a su marido en la mejilla.
—Venga a verme a mi despacho, mañana por la mañana —ordenó Zakaria al americano.
—¿Con qué pretexto?
—La presa. Redacte una protesta contra la inercia de las autoridades y pídame, de amigo a amigo, una intervención para acelerar las gestiones. Haremos constar por escrito la naturaleza de la entrevista; así no despertaremos sospecha alguna.
—Podríamos vemos en un lugar más discreto.
—Es el método más seguro, créame; no conozco a todos los chivatos que se encargan de vigilar mis idas y venidas. Dar aspecto oficial a nuestro encuentro será una añagaza excelente.
El coronel se levantó.
—¿Adónde vas? —se preocupó Mona.
—Al despacho. Tengo que hacer muchas llamadas y consultar bastantes expedientes.