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Los dos guardianes de la pirámide de Kefrén pasaban durmiendo la mayor parte del tiempo. A causa de la agitación integrista, los turistas eran escasos; protegidos por la policía, algunos japoneses seguían aventurándose por las pirámides, de las que salían, con prisa, tras una breve visita. Ir hasta Kefrén no tenía demasiado interés.

Las agencias de viajes, deprimidas, esperaban que el turismo aumentara en cuanto se hubiera estabilizado la situación. Los guardianes añoraban los buenos tiempos en los que aumentaban la suma de las bakchishs recibidas permitiendo a ciertos visitantes tomar fotografías a toda prisa, sin autorización y en el mayor secreto. Los días faustos, su salario se multiplicaba por diez.

A media mañana, y ante su gran sorpresa, un grupo de compatriotas habían honrado con su presencia la pirámide de Kefrén; pero éstos no pagaban. Durante las fiestas, hordas de chiquillos se metían aullando por los corredores, algunos meaban en la cámara funeraria del faraón. Eran sólo viejas piedras paganas; ¿por qué interesaban tanto a los extranjeros? Sin ellos, haría ya mucho tiempo que habrían destruido aquellos monumentos inútiles y utilizado los bloques para construir casas.

Cuando la explosión resonó, uno de los guardianes cayó del banco y se dislocó el hombro, el otro se golpeó el cráneo contra una pared. Aterrorizados, pidieron socorro y huyeron.

Los terroristas acababan de dinamitar la pirámide de Kefrén.

Con los gemelos fijos en el objetivo, Kabul soltó la carcajada. En compañía de dos miembros de su comando, él mismo había colocado una pequeña bomba en el interior del impío monumento, con la esperanza de matar a algunos turistas; tendría que conformarse con el efecto en los medios de comunicación. Tras aquella nueva hazaña, ninguna agencia de viajes recomendaría ya a sus clientes una estancia en Egipto. El maná de divisas se detendría definitivamente, la crisis económica se acentuaría y el gobierno estaría perdido.

Todo el pueblo se volvería hacia la revolución islámica, la única capaz de asegurar su felicidad.

Advirtiendo que los partidarios del Profeta golpeaban donde y cuando querían, la policía perdería la moral, muy baja ya. Ante esa idea, Kabul soltó de nuevo la carcajada.

La misión especial del coronel Zakaria concluía a mediodía; fatigado, se alegraba de comer con su amante, la más hermosa bailarina del vientre de la capital, le haría el amor y, luego, regresaría a casa donde su esposa, la dulce Mona, le habría preparado una cena tradicional y le daría un masaje con bálsamo de jazmín.

La tarea del coronel resultaba cada vez más difícil; hacía detener a algunos integristas para dar satisfacción a su superior directo, pero sin caer en el exceso, a riesgo de molestar a un general del que dependían los ascensos y cuya opinión se inclinaba hacia la aplicación más estricta de la ley coránica. Puesto entre la espada y la pared, el coronel Zakaria medía muy bien sus decisiones.

Sonó el teléfono.

Le mandaban urgentemente a la altiplanicie de Gizeh, asolada por una serie de explosiones. Loco de furia, el coronel colgó con violencia el auricular. Iba a perderse la cita con su amante y no tenía medio alguno de avisarla. Conociéndola, podía romper sus relaciones.

El olor a pólvora flotaba en la cámara funeraria de la pirámide de Kefrén; trozos de cristal procedentes de una lámpara rota por la onda expansiva cubrían el suelo de piedra. En la pared, una frase de la séptima azora del Corán, escrita con pintura roja: «Destruimos lo que Faraón y su pueblo habían edificado». El coronel Zakaria hizo que se interrogara a las personas que estaban en la altiplanicie de Gizeh, cuyo estado no inspiraba cuidado alguno. Como de costumbre, el incidente se exageraba.

Los interrogatorios no dieron resultado alguno; el propio coronel redactó un comunicado de prensa, precisando que se había producido una explosión accidental en el interior de la pirámide de Kefrén, sin provocar víctimas. Aterrados por el ruido, los dos guardianes se habían lastimado ligeramente al caer.

La prensa internacional difundiría estas tranquilizadoras informaciones, acompañadas por otro comunicado del propio coronel, afirmando que la explosión se había producido ante la pirámide, a consecuencias del estallido de una sustancia inflamable que servía para limpiar la sal que exudaban las paredes interiores del monumento. Los comentaristas quedarían así desconcertados.

Si los terroristas contaban con el atentado para aumentar su reputación y provocar el miedo, quedarían decepcionados. Mientras el gobierno controlara la información, los islamistas carecerían de caja de resonancia; aunque cierto número de periodistas fueran adictos a su causa, los órganos de prensa se negaban a verter aceite en el fuego.

Zakaria pensó en su amante; a aquellas horas, su chófer la llevaba al hotel Marriott donde el coronel había reservado, con un nombre falso, una mesa y una habitación. Como el director era un amigo de la infancia, no temía indiscreción alguna. ¿Avisar al hotel? Delicado. ¿Qué excusa iba a dar? La hermosa danzarina no aceptaría ninguna. Le quería sumiso y consideraba una cita como algo sagrado. Se lo había avisado al comienzo de su relación. No le interesaba un amante intermitente.

El coronel se habría casado con ella, para abandonar la clandestinidad, pero ni ella ni Mona lo hubieran aceptado. Cada una a su modo, defendían la independencia de la mujer árabe. Atrapado y por fuerza, Zakaria engañaba a su esposa sin el menor sentimiento de culpabilidad; gozaba maravillosos instantes de placer sin poner en peligro su respetabilidad.

Sintió deseos de tomar su coche de servicio y dirigirse al Marriott, olvidando el nuevo caso de terrorismo; pero aquello hubiera supuesto una falta imperdonable y habría corrido el riesgo de que le degradaran.

Malhumorado, penetró en el puesto de policía donde los dos guardianes de la pirámide hacían una declaración que ocupaba ya varias páginas. Los hombres de uniforme se levantaron y saludaron.

Zakaria examinó a los guardianes. Eligió al más velludo, ordenó a los policías que salieran y permaneció a solas con el testigo, en una pequeña habitación polvorienta, atestada de informes escritos a mano.

—Siéntate.

El guardián apoyó las nalgas en una silla coja. Incómodo, temía a aquel oficial superior de rostro frío.

Se levantó.

—Ya se lo he contado todo a la policía, excelencia; han tomado nota de mis declaraciones.

—¿Cómo te llamas?

—Mahmud.

—Siéntate, Mahmud.

—Me gustaría marcharme.

—No me gusta repetir las cosas.

Mahmud se dejó caer, con todo su peso, en la silla.

—Lo he dicho todo —murmuró.

—A mí no.

—No he visto nada, excelencia; todo ha saltado, he tenido miedo y he caído.

—Tu herida no es grave.

—No, puedo caminar.

Mahmud se levantó a medias, pero la mirada del coronel le obligó a detenerse.

—¿Visitantes antes de la explosión?

—Nadie.

—No es posible.

—¡Sí, sí, se lo aseguro!

—Alguien ha puesto la bomba. Un visitante o tú.

Mahmud tuvo un sobresalto.

—¿Yo? ¡Nunca, excelencia…!

—Un visitante, entonces.

—No, no, no ha entrado nadie…

—Debieras decir la verdad; de lo contrario me veré obligado a actuar. —No me atrevería a mentirle.

—No sabes quién soy, Mahmud; mi papel es detener a los terroristas y a sus cómplices, y hacerles hablar. Por cualquier medio.

El guardián se encogió en la silla.

—La verdad, Mahmud.

—No he visto a nadie.

El coronel Zakaria puso un bisturí junto al borde de la mesa.

—Por lo general, este instrumento se utiliza para operar a un enfermo. Yo me veo obligado a darle otro uso; mi servicio no es rico y recurrimos a métodos sencillos. ¿Aprecias tus ojos, Mahmud? Ciego, perderás tu puesto. El coronel manejó con destreza el bisturí.

—No va usted a…

—Claro que sí, Mahmud. Es desagradable, lo acepto, pero éste es a veces el precio de la verdad.

El oficial superior se aproximó.

—Tres hombres —confesó Mahmud—. Poco después de que se abriera la pirámide.

—¿Egipcios?

—Sí.

—Descríbelos.

Mahmud se hizo un lío.

—Los guardianes de los monumentos son buenos observadores; se más preciso.

El bisturí se hizo amenazador.

Mahmud habló en abundancia. Se demoró en un hombre bajo y gordo, barbudo, charlatán, excitado, que llevaba un paquete y mandaba a los otros dos. El coronel sacó unas fotografías de su cartera y apartó una.

—¿Se trata de este hombre?

—Sí, es él.

—¿No eres un aliado de los terroristas, Mahmud?

—¡Claro que no!

—Mejor para ti.

—¿Puedo marcharme?

—He dado instrucciones de que te curen; mis hombres van a llevarte a un hospital.

Zakaria no precisó que éste se hallaba en un penal nasserista, donde Mahmud sería aislado e interrogado a fondo.

Así pues, había sido Kabul, el testaferro de Mohamed Bokar, quien había puesto una bomba en la pirámide de Kefrén; por lo tanto, podían esperarse otros golpes espectaculares. ¿Cómo encontrarle en la gigantesca capital? El coronel miró su reloj; el interrogatorio había sido más rápido de lo previsto. Sólo una hora de retraso… Si su amante comía en el Marriott, se arrojaría a sus pies y le suplicaría que le perdonara.