Mona conducía su BMW como una cairota experimentada, es decir sin ceder a nadie la menor pulgada de terreno. La intimidación permanente, acompañada por una poderosa bocina, era el único medio de avanzar en una circulación demente. A las siete y media era ya preciso luchar para abrirse paso entre los atestados autobuses, los taxis, los sobrecargados camiones y los coches particulares, la mayoría de los cuales carecían de frenos. La joven, maquillada con discreción y vistiendo un elegante traje chaqueta de un rosa pálido, no había conseguido dormir, obsesionada por el deseo de ayudar a Mark; sentía la horrible muerte de Hélène como una herida y una injusticia que debía contribuir a reparar.
Cuando se metía en el barrio de Imbaba, para evitar una calle bloqueada a consecuencias de un accidente entre un autobús, dos coches y una decena de peatones, Mark no ocultó ya su pesadilla.
—¿Y si la muerte de Hélène estuviera vinculada a mi lucha contra la presa?
—¡Extraña idea!
—Desde hace algún tiempo, recibo veladas amenazas. El supervisor de la presa y el sustituto de Assuan me han hecho comprender, con los habituales matices, que comenzaba a irritar a algunas autoridades.
—¿Hasta el punto de tender una emboscada a un autobús de turistas y eliminar a veinte personas?
—Tienes razón, Mona; mi hipótesis es absurda.
—Los islamistas han querido demostrar su poder; Hélène ha tenido la mala suerte de cruzarse en su camino.
—No acepto esta fatalidad.
—Tampoco yo.
El BMW dejó atrás una mezquita blanca, apodada Kit-Kat por algunos irreverentes cairotas, que le daban así el nombre de un desaparecido club nocturno. Del barrio lleno de salas de fiesta que tanto le gustaba al rey Faruk, sólo quedaban unas pocas casas decentes que, a pesar de su decrepitud, recordaban la existencia de un pasado más risueño. Abrumado por la superpoblación y la miseria, con frecuencia privado de agua y electricidad, el barrio de Imbaba se había convertido en el centro del fundamentalismo musulmán, donde la policía efectuaba operaciones relámpago para detener algunos de los enfebrecidos líderes, pronto sustituidos por otros más vehementes. Pero ¿cómo controlar un embrollo de callejas malolientes donde se amontonaban las basuras? Imbaba iba pudriéndose, sin más porvenir que el aumento del número de campesinos desarraigados que se amontonaban en los sórdidos reductos. Las mezquitas habían sustituido los clubes nocturnos, los predicadores prometían a los desheredados que la aplicación de la ley coránica les permitiría obtener alojamiento salubre y buenos salarios. Mientras, extorsionaban a los comerciantes cristianos obligados, para sobrevivir, a entregar buena parte de sus beneficios a los fieles de Alá.
Mona se deslizaba hábilmente por entre los asnos que tiraban de carretas, los perros vagabundos en busca de alimentos y los chiquillos, de repugnante suciedad, que jugaban entre las inmundicias; pasó ante una iglesia copta que, en el portal, lucía una imagen de la Virgen. Mark se sintió oprimido; sin trabajo, los parados sentados en las terrazas de los cafés observaban con mirada torva el poderoso vehículo. Su agresividad era perceptible. ¿No se había equivocado Mona al cruzar Imbaba para ganar tiempo? Mark sabía lo que pensaba: ningún lugar de El Cairo debía convertirse en zona prohibida, so pena de admitir la victoria de los integristas. Serena, la joven seguía manejando el volante.
La salida del laberinto que había recorrido en un tiempo récord estaba a un centenar de metros.
Mark se relajó y cerró los ojos. Tampoco él había dormido; el rostro de Hélène le impedía el descanso, como si sólo la venganza pudiera poner fin a sus tormentos.
Un brutal frenazo le proyectó hacia delante; sin el cinturón de seguridad, su frente habría chocado con el parabrisas.
Unos treinta jóvenes barbudos les cerraban el paso. Mona no había querido arrojarse sobre ellos.
Sin armas, parecían bastante tranquilos; uno de ellos avanzó hasta quedar a la altura de la portezuela de la conductora, cuya ventanilla estaba abierta.
—¿Eres egipcia?
—Lo soy.
—Yo soy un jeque y velo por el respeto de la ley del Profeta. ¿Eres una buena musulmana?
—Lo soy.
—Pues no debieras conducir un coche.
—¿Lo prohíbe el Profeta?
—La ley exige que las mujeres se queden en casa y sirvan a sus maridos.
—Esta ley no es la de Egipto.
—¿Quién es el hombre sentado a tu lado?
—Un amigo, nacido en El Cairo.
—Es occidental e infiel.
—La amistad tiene un valor sagrado.
—Sólo la ley de Alá es sagrada. Puesto que sales con este hombre, por fuerza tiene que ser tu esposo; muéstrame tu partida de matrimonio.
—Respeto tu creencia, respeta tú mi libertad. Todos mis amigos, sean o no musulmanes, tienen derecho a viajar en mi coche.
—Si no tienes partida de matrimonio, no eres una buena musulmana. Te portas de un modo impúdico.
—Déjame pasar.
—Si no estás casada con este hombre, eres una prostituta.
—Mi marido es coronel, deja ya de insultarme.
—Entonces, ¡eres una mujer adúltera! Sal del coche para sufrir tu castigo.
Mona Zaki pulsó el mando eléctrico, el cristal ascendió; pero el jeque fue lo bastante rápido como para lanzar la piedra que tenía en su mano diestra. La muchacha fue alcanzada en el cuello, brotó la sangre. Lanzando un grito de dolor, apretó el acelerador.
Los islamistas se apartaron; con la vista nublada, Mona no llegó muy lejos. Chocó con un montón de basuras y el BMW se caló. Mark apartó a la joven de su asiento, tomó su lugar al volante, hizo girar el motor de arranque y puso la marcha atrás. La pandilla, aullando el nombre de Alá, corría persiguiendo el vehículo.
—¡Lapidadles! —ordenó el jeque.
Decenas de piedras cayeron sobre la carrocería y el cristal trasero, que se cuarteó; Mark golpeó a dos agresores, puso la primera y se lanzó hacia delante. El jeque había lanzado la primera piedra y todo el barrio tenía el derecho y el deber de lapidar a la adúltera. Muchos soñaban en utilizar, como en Arabia Saudita, un camión volquete que arrojara enormes rocas sobre la culpable.
El BMW salió de Imbaba, tomó una gran avenida y se detuvo ante un motorista con casco, chaqueta blanca y pantalón negro.
—Llevo una mujer gravemente herida en el coche; lléveme hasta el hospital más cercano.
El motorista lanzó una ojeada al interior del vehículo. Convencido, puso la sirena en marcha y abrió paso al BMW; crispado sobre el volante, Mark no se apartaba de la rueda de la moto. Mona se había desvanecido.
Un cuarto de hora más tarde, el BMW se detuvo ante un edificio cuya pintura marrón se desconchaba. Sólo la presencia de una oxidada ambulancia, con el capó abierto, permitía suponer la proximidad de un centro de atención médica.
Mark tomó dulcemente a Mona en sus brazos; su cuello y las solapas del vestido estaban manchados de sangre, pero parecía que la hemorragia se había detenido. Al entrar en el hospital, tuvo la impresión de revivir la misma escena que en Asuán: paredes verduzcas y leprosas, horrendos hedores, enfermeros con batas sucias. Pero Mona estaba viva y la salvaría.
Un joven médico se dirigió a él.
—¿Qué está haciendo usted?
—Es una urgencia.
El médico abrió la puerta de una sala común en la que gemían una decena de pacientes. Había un colchón sucio desocupado.
—Ni hablar; exijo una cama limpia y atención inmediata.
—¿Es usted el marido de esta mujer?
—No, un amigo.
—Vaya a buscar a su marido.
—Ocúpese de ella, doctor.
—La ha preñado usted y quiere un aborto… ¡No cuente conmigo! No soy un médico corrupto, a sueldo de los occidentales. Este hospital respeta la ley de Dios. Saque de aquí a esta mujer adúltera; mancilla mi establecimiento.
Mark dejó a Mona en una banqueta cubierta con un tejido verde, menos sucio que las sábanas de los enfermos. Descolgó el auricular de un mugriento teléfono y marcó un número.
—Pero ¿qué está haciendo? Le prohíbo que…
—Cállese.
El médico, estupefacto, permaneció silencioso unos instantes, luego se lanzó a un inflamado discurso en el que las citas del Corán se encadenaban unas con otras.
El primer número no contestaba, pero la segunda llamada tuvo éxito.
—¡Haré que les expulsen, a usted y a su puta!
—No toque a esta mujer; dentro de diez minutos tendrá usted graves problemas.
El joven médico no se tomó la amenaza a la ligera; islamista militante, no quería perder su puesto, aunque estuviera mal pagado.
—Podría practicarle una primera cura.
—Si te acercas a ella, te estrangulo.
Los dos hombres permanecieron frente a frente, como dos fieras dispuestas a destrozarse. Indiferente, un enfermero sacó un cadáver de la sala común y empujó hacia el depósito el carro de ruedas rechinantes.
Naguib Ghali entró corriendo en el hospital. Mark le dio un abrazo.
—Mi amiga Mona está herida, tu colega se niega a curarle.
—¿Por qué?
—Cree que es mi amante y que quiere abortar.
El médico-taxista habló en voz baja.
—Algunas milicias islámicas investigan en los hospitales de El Cairo; temen que algunas mujeres intenten privar a Alá de sus futuras legiones. Cuando no tienen autorización por escrito de su marido para recibir atención, son inmediatamente sospechosas.
—Encárgate de ella, Naguib.
—Haré lo que pueda.
Naguib Ghali parlamentó durante diez minutos y obtuvo lo que quería; con el asentimiento de su colega, él mismo procedió al examen, utilizando el equipo del hospital.
Poco antes de mediodía, Mark vio aparecer a Mona, de pie ya, con la nuca vendada y el brazo izquierdo en cabestrillo. El doctor Ghali la ayudaba.
—No es grave —anunció con una sonrisa en los labios—. Una ligera conmoción sin consecuencias y una herida superficial. Un calmante, un analgésico, unos días de reposo y todo irá bien.
Mark abrazó dulcemente a la joven.
—¿Cómo te encuentras, Mona?
—He tenido tanto miedo…
—Te acompañaré a casa.
—¿Y el coche?
—Abollado, pero funciona.
Tras haber instalado a Mona, Mark le dio calurosamente las gracias a su amigo.
—La has salvado.
Naguib Ghali se encogió de hombros.
—He hecho lo que debía.
—Tus honorarios…
—No entre nosotros.
Mark puso algunos billetes grandes en el bolsillo de la camisa del médico-taxista.
—Una urgencia no tiene precio.
—Tu amiga es muy bonita.
—Realmente es una amiga y la esposa de un coronel. Denunciaré a tu supuesto colega; este tipo no merece ejercer.
—Déjalo estar, Mark; es padre de cuatro hijos. El hospital está dirigido por un sindicato de médicos islamistas, obedece órdenes. Tu denuncia no tendrá ninguna consecuencia.
El BMW se puso en marcha atentamente observado por un hombre que fumaba un Dunhill mentolado, en una boquilla de oro.
Vio a Mona acurrucándose contra Mark, que se introdujo rápidamente en la circulación.
Aquel pequeño incidente no ponía nada en cuestión, muy al contrario.