13

A las once de la noche, el aeropuerto de El Cairo estaba todavía atestado. Varios vuelos procedentes de Europa y los Estados Unidos aterrizaban casi a la misma hora, y se producía un monstruoso embotellamiento en el control de pasaportes. Vestidos con uniformes blancos de charreteras negras, adornadas con estrellas doradas, los policías encargados de examinar los documentos de los viajeros manejaban el tampón con destreza, mientras unas mujeres veladas verificaban en un ordenador que los recién llegados no figuraran en las listas de personas buscadas o indeseables.

Mármol, alfombras limpias, tiendas que vendían el licor prohibido en Egypt Air, material de alta fidelidad: el nuevo aeropuerto internacional intentaba seducir a los extranjeros demostrándoles que estaban en un país moderno.

Como de costumbre, la muchedumbre era bonachona; gritaban, empujaban un poco, discutían mucho, no actuaba ningún carterista. Mark se abrió paso a duras penas entre una oleada de peregrinos que regresaban de La Meca, narrando sus hazañas a las familias extasiadas que habían ido a recibirles. Ningún cartel anunciaba la llegada del vuelo de Nueva York. Tras haber preguntado a cinco responsables y comparado sus informaciones de variable geometría, Mark llegó a la conclusión de que el avión aterrizaría con un honesto retraso de media hora. Zambulléndose en la muchedumbre, llegó al punto neurálgico donde los viajeros, empujando los carritos cargados de maletas, salían de la zona de los distintos controles. Allí se apretujaban parientes, amigos, delegados de agencias de viajes, taxistas y curiosos.

Mark, atrapado entre un obeso y una barrera metálica, no podía dejar de ver al financiero cuya descripción le había dado Farag Mustakbel: alto, un metro ochenta, cabeza cuadrada, gafas ahumadas, traje blanco con pañuelo rojo, cartera negra. Para llamar su atención, mostraba un cartón en el que había escrito, en grandes letras, «FARAG».

La aparición de una americana típica, sosia de Liz Taylor, fue de buen augurio. La siguieron varios hombres de negocios de hosco rostro, bastante descontentos al verse obligados a ir a Egipto durante el verano. La muchedumbre era tan densa y movediza que los recién llegados fueron separados por los autóctonos, impacientes por estrechar entre sus brazos a sus parientes que regresaban de los Estados Unidos.

Mark divisó el traje blanco y el pañuelo rojo, y enarboló el letrero para llamar su atención. Arrastrado por la muchedumbre, el financiero siguió hacia delante.

Mark utilizó los codos y se acercó; el americano seguía avanzando. Sin embargo, había visto el cartel; ¿por qué no le hacía caso? Su actitud le intrigó: tenía los brazos colgando, como una marioneta.

De pronto, su cabeza cuadrada se inclinó.

Mark vio el mango del cuchillo, hundido hasta la empuñadura en los riñones del americano.

La muchedumbre era tan densa que el cadáver siguió avanzando, hasta que rozó en exceso a una mujer velada. Estupefacta e indignada, ésta pidió a su marido que la protegiera; cuando el esposo, enfurecido, descubrió que estaba amonestando a un cadáver, gritó de espanto.

—Arranca, ordenó Mark a Naguib Ghali, sentándose a su lado.

El taxi se puso en marcha.

—¿No debías venir con alguien?

—Ha muerto, apuñalado.

—Tendríamos que…

—La policía se encarga. Yo debo avisar a quien le aguardaba; llévame a la cornisa, a la mansión de Farag Mustakbel.

—¿En qué follón te has metido, Mark?

—Le hacía un favor a mi amigo Farag, nada más.

—Su posición no es muy cómoda; los islamistas le reprochan algunas de sus opiniones.

—¿Le crees en peligro?

—Se trata, sobre todo, de una justa oratoria, de las que tanto gustan en Egipto.

—El hombre al que yo iba a buscar ha sido asesinado.

El taxista pareció desconcertado.

—Me pregunto, a veces, si estaremos volviéndonos locos. Ten cuidado, Mark; no te mezcles en una historia que no te concierne.

—No pienso hacerlo; me basta mi propio combate. ¿Has sabido algo sobre el asesinato de Hélène?

—Nada en absoluto; se diría que las informaciones no se filtran. Es extraño; por lo general, aquí se charla mucho y de buena gana. Mantengo mis oídos abiertos; acabará cayendo alguna información.

Los dos hombres guardaron silencio hasta llegar al barrio elegante donde Farag Mustakbel vivía. Mark se disponía a bajar, Naguib le sujetó.

—Espera.

—¿Qué pasa?

—Basta con un muerto.

—¿Qué temes, Naguib?

—No sé, pero…

—Habla.

—Mustakbel te manda al aeropuerto, su invitado es asesinado, tú eres testigo del crimen… Eso huele mal, Mark. ¿Y si te hubiera tendido una trampa?

—¿Farag? ¡Eso no tiene sentido! Nadie me ha amenazado.

—Déjame inspeccionar los alrededores de la casa; si advierto algo anormal, nos largamos.

—Como quieras.

Mark no dominaba ya los acontecimientos. Tenía la horrible sensación de ser arrastrado como una brizna de paja por el Nilo enfurecido, sin lograr descubrir la dirección de la corriente. Naguib estaba tan trastornado que comenzaba a sospechar de cualquiera.

Se equivocaba; ¿quién corría peligro, sino Farag Mustakbel cuyo corresponsal americano había sido identificado y suprimido por los islamistas?

Los minutos fueron interminables; Naguib no regresaba. ¿Tendría razón? Mark se fijó un breve plazo, transcurrido el cual avisaría a la policía. Pese a lo tardío de la hora, la circulación seguía siendo intensa, el clamor de los bocinazos apenas se atenuaba. Naguib Ghali apareció por fin.

Con la frente sudorosa, la camisa empapada, jadeaba.

—Sin novedad, todo está tranquilo.

Mark se lo agradeció con una palmada en el hombro y caminó tranquilamente hacia los dos policías que custodiaban la puerta de la mansión de Farag Mustakbel.

—Documentación.

—Tengo cita con el señor Mustakbel.

—Documentación.

Los policías examinaron sus papeles.

—El señor Mustakbel no está visible.

—Tengo que comunicarle noticias urgentes.

—Tendrá que esperar.

—¿Por qué?

—Porque está de viaje.

—No es posible…

—Ha tenido que marcharse, de improviso, a provincias; le recomienda que no se preocupe.

—¿Cuándo regresará?

—Mañana a última hora, o pasado mañana.

Desde el punto de vista occidental, inverosímil. Pero en Egipto los horarios y las citas ignoraban la regla de la exactitud. Mark, regresando hacia el taxi, intentó convencerse de que Farag había sido víctima, efectivamente, de un imprevisto y que no le importaba en absoluto retrasar su cita con el financiero americano.

—¿Todo va bien, Mark?

—Todo va bien, Naguib.

—¿Dónde te dejo?

—Estoy a dos pasos de mi casa.

—Vete a dormir.