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La berlina Mercedes, de un blanco inmaculado, cruzó a toda velocidad los arrabales de Jartum, la capital del Sudán, el país más vasto de África y su única república islámica. En el asiento trasero del coche climatizado, Mohamed Bokar observaba con ojos fríos la muerte, la miseria y la enfermedad. Desde que, en 1983, el expresidente Numeyri había impuesto la ley coránica, creyendo preservar su trono ofreciéndoselo a los integristas, el país se hundía en una atroz guerra civil que oponía el ejército regular musulmán a los animistas y a los cristianos del sur. Bajo un sol implacable, la tuberculosis, la disentería y el cólera mataban a los esqueléticos refugiados; amontonados en albergues de adobe, donde sólo podían estar agachados, recibían raciones de agua dudosa y alimentos averiados. El gobierno no estaba convencido de la fe musulmana de esos arrepentidos, rechazaba la intervención de las organizaciones humanitarias y prefería ver cómo desaparecían unas miles de bocas, sin tener que malgastar municiones. La Media Luna Roja sudanesa se veía obligada a moderar sus esfuerzos en beneficio de las «personas desplazadas», pues los mercados carecían de carne, legumbres y fruta de las que numerosos creyentes, fieles al régimen, se veían privados.

La muerte de los pobres y los enfermos, en el Sudán, no interesaba a las cámaras de televisión ni a la ONU. Al abrigo de miradas indiscretas, la república islámica imponía su ley a los sudaneses, apasionados sin embargo por la tolerancia y el liberalismo. Más de mil quinientos veteranos egipcios de Afganistán habían sido acogidos en campos de entrenamiento bien equipados, donde se habían puesto en contacto con libios, argelinos e iraníes. En nombre de la revolución en marcha, se entrenaban con el rigor de comandos, para estar dispuestos a actuar en cuanto Alá les llamara.

Mohamed Bokar se sentía orgulloso y feliz.

Orgulloso al ver que su estrategia era adoptada por sus hermanos de combate; feliz al verse reconocido, por fin, como un líder indiscutido, cuyas órdenes serían ejecutadas sin vacilar. En Jartum, se movía en terreno conquistado. Ciertamente, las relaciones entre las autoridades egipcias y sudanesas eran malas; de vez en cuando, se producían incidentes en las fronteras. Policías egipcios y sudaneses se detenían mutuamente y se liberaban tras tormentosas negociaciones. De ultimátum en ultimátum, nadie se movía, aunque Egipto acusara al Sudán de favorecer el terrorismo musulmán.

Las amenazas verbales divertían a Mohamed Bokar, el inmovilismo le convenía; la verdadera acción se desarrollaba en la sombra, su terreno predilecto. Tras tantos años de oscuras luchas la historia se inclinaba hacia su lado. Mañana, los hijos de Alá reinarían en el mundo, por completo inconsciente de su decisión.

Jartum no era ya una ciudad, sino un inmenso barrio de chozas a la africana, en la confluencia del Nilo blanco y el Nilo azul. Su excepcional posición hubiera podido convertirla en una ciudad de ensueño, poblada por palacios y jardines. Pero era una sucesión de edificios de cemento, inconclusos, casas sucias y destartaladas, decrépitas construcciones oficiales, avenidas destrozadas que se perdían en el desierto, zocos sin mercancías, solares, enormes socavones en los escasos tramos de carretera asfaltada, líneas telefónicas roídas por las ratas, vertederos públicos por donde merodeaban las cabras, grandes y pequeñas mezquitas, entre ellas la del célebre Mahdi, el enviado de Alá, que se había apoderado de Jartum aniquilando a Gordon y sus fieles. Las últimas mansiones, que databan de la época de Kitchener, se hallaban al norte de la ciudad, requisadas en su mayoría por los dignatarios del régimen, entre ellos los oficiales fantoches sometidos al verdadero dueño del país, Hassan el-Turabi, jefe del Frente nacional islámico y de los Hermanos musulmanes, cuyas reuniones nocturnas con algunos personajes influyentes servían de consejos de ministros.

Mohamed Bokar iba a requerir la aprobación y el apoyo de aquel hombre de las sombras, de unos sesenta años, brillante intelectual que había estudiado derecho en París y Oxford. En el mundo musulmán era imposible actuar sin haber solicitado la benevolencia de algunas personalidades con voz determinante. Muchas empresas terroristas habían fracasado por una frase mal dicha o una actitud considerada insultante; Bokar estaba obligado a consultar a el-Turabi, consejero de los militantes islamistas decididos a derribar los gobiernos laicos.

La policía egipcia había intervenido para impedir la difusión de los enfebrecidos mensajes de Kabul, pero El Cairo no se apaciguaría; miles de panfletos alimentarían el fuego de la revuelta azuzada por la gran plegaria del viernes. Las fuerzas armadas no interrumpirían el curso de la guerra santa, que Mohamed Bokar y su anfitrión acelerarían más aún.

La berlina se detuvo junto a una gran plaza custodiada por mujeres armadas con kalachnikov; vestidas todas del mismo modo, llevaban una larga túnica, pantalón y velo de un blanco sucio, zapatos blancos de lazo y calcetines negros. El-Turabi las alimentaba bien, les daba buenos instructores y las consideraba el mejor apoyo de su régimen. Más fanáticas que los extremistas más violentos, demostraban que la guerra santa no era sólo cosa de hombres.

Dos milicianas empujaron, a culatazos, a un hombre que se derrumbó en el centro de la plaza. «¡No he robado a nadie, aullaba, tenía hambre, estaba obligado!» Indiferentes a sus protestas, las milicianas sujetaron su brazo derecho sobre un tronco. Otra, provista de un hacha, le cortó la mano por la muñeca. Las torturadoras le metieron un trapo en la boca, le derribaron de espaldas y colocaron su pierna izquierda en el tronco ensangrentado. Con idéntico odio, el verdugo femenino la cortó por encima de la rodilla. Se había aplicado la ley islámica; la amputación era el único veredicto para un ladrón.

Las milicianas se apartaron, el coche oficial arrancó de nuevo. Mohamed Bokar no había sentido emoción alguna; hacer justicia, con el rigor necesario, era voluntad de Alá. La ridícula sensiblería de los países occidentales había acarreado la decadencia de sus costumbres. Las nuevas repúblicas islámicas evitarían ese problema.

El coche se cruzó con una columna de jóvenes que se ejercitaban; a pleno sol, se desplazaban a paso ligero, con una mochila llena de piedras a la espalda, antes de entrenarse en el tiro instintivo. Todos eran futuros estudiantes. Sólo entrarían en la universidad tras haber sufrido un entrenamiento de varios meses en la milicia islámica. Con su agudo sentido de la estrategia, el-Turabi se había librado de los oficiales sospechosos de liberalismo y había creado un ejército de creyentes que sólo le obedecían a él.

El chófer redujo la marcha y tomó una carretera que llevaba a una hermosa mansión colonial, en sorprendente estado de conservación. Unos guardias armados exigieron el salvoconducto y registraron el coche y a sus ocupantes. Mohamed Bokar apreció, como buen conocedor, su profesionalidad.

Un segundo control protegía el acceso. Esta vez fue una mujer con uniforme caqui y la cabeza cubierta por un espeso velo negro la que procedió al registro, tan concienzudo como el anterior. Armada con un fusil ametrallador, gélidos los ojos, tenía orden de matar a los visitantes si se producía el menor incidente.

Condujo a Mohamed Bokar hasta el interior de la casa, donde fue necesario franquear varias compuertas de seguridad antes de llegar a un salón de recepción sumido en la penumbra. Paredes encaladas, sillas de mimbre, una basta alfombra de un rojo brillante, una lámpara de pie y un ventilador componían el mobiliario de aquel santuario.

Hassan el-Turabi no hizo esperar a su invitado. Delgado, refinado en su galabieh, de una blancura tan inmaculada como la de sus babuchas y su turbante, luciendo una corta barba blanca, recortada con extremado cuidado, el dueño del Sudán era amable y sonriente, sobre todo con los periodistas extranjeros a quienes explicaba, en inglés o en francés, las excelencias del régimen islámico.

Tras su entrevista con el papa, cuyo regreso a la religión le parecía positiva, esperaba establecer vínculos diplomáticos con el Vaticano.

Con la mirada viva y penetrante tras los cristales de sus gafas, el-Turabi excluía la violencia del lenguaje y la animosidad del gesto. Se presentaba como un teólogo pacífico, empeñado en la restauración de la cultura musulmana y en la puesta en práctica del mensaje perfecto y definitivo del profeta Mahoma, que no excluía la ciencia ni los progresos técnicos. Si algunos grupos que reivindicaban el islam se entregaban al terrorismo, ¿no imitaban, por ejemplo, a las Brigadas rojas italianas, la banda Baader alemana o los separatistas irlandeses? Gracias a la instauración de la república islámica en el Sudán, la corrupción había desaparecido, se pagaba un diezmo más abundante que los impuestos a las instituciones caritativas, los ricos aprendían moral y frugalidad, la propiedad privada se hacía islamista y no capitalista, el comercio respetaba la ley del Profeta y el Estado no sufría ya tentaciones profanas. Ya sólo era necesario exterminar a los últimos animistas, que se oponían aún a la voluntad de Alá. Pero sobre este último punto, Hassan el-Turabi no hacía declaraciones oficiales.

El egipcio y el sudanés se saludaron.

—Traigo excelentes noticias —declaró Mohamed Bokar—, nuestros hermanos de Arabia Saudita han rechazado la creación de un comité de los derechos humanos en su país y han afirmado que no apoyaban en modo alguno los movimientos terroristas. Los americanos están muy satisfechos.

—El presidente del parlamento iraní acaba de honrarme con su visita; nuestro hermano no traía las manos vacías. Gracias a él, mi ejército mantendrá el orden y hará entrar en razón a los rebeldes.

Ambos hombres se sentaron frente a frente.

—¿Cómo están sus proyectos, Mohamed?

—Tengo la financiación asegurada.

—Magnífico. Naturalmente, su puesta en marcha está bajo su responsabilidad.

—Tengo este honor.

—Y me felicito por ello; el regreso de Egipto a la religión verdadera será un considerable acontecimiento. Nuestros dos países se hallarán entonces en el mismo camino y darán ejemplo a toda África.

—Tenemos que progresar con prudencia —admitió Mohamed Bokar— pues el ejército egipcio no es por completo fiel a nuestra causa; por ello, en el presente caso, he elegido un método más eficaz que un golpe de Estado militar.

—Sólo tendrá interés si descansa sobre el control de los órganos vitales de la nación —reconoció el-Turabi—; de lo contrario, se reducirá a una fugaz llamarada.

—¿Aprueba mi plan?

—Sin reserva alguna.

Mohamed Bokar se había guardado mucho de revelarlo todo a su interlocutor: ¿no era la mentira, aunque fuese por omisión, un aspecto esencial de la diplomacia, incluso entre aliados?

—Si lo acepta usted, la reconquista de Egipto se iniciará en el Sudán; los veteranos de Afganistán están ahora bien entrenados.

—Y le son adictos, Mohamed.

—Nuestra amistad se forjó en los combates contra la impiedad, saben que morir por la grandeza de Alá les llevará directamente al paraíso.

—Actúe —ordenó Hassan el-Turabi—; tiene usted mi pleno consentimiento.