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Mark había pasado la noche en un café iluminado con tubos de neón. Junto a él, un viejo cairota fumaba con obstinación un narguilé bamboleante. Hacia las cinco de la madrugada la ciudad despertó; merceros, ebanistas y sastres pusieron manos a la obra, fatigados ya. Las tiendas se abrieron, comenzaron las discusiones. Un limpiabotas desdentado devolvió el brillo a los zapatos de Mark, un barbero dejó su rostro de nuevo presentable. Por la calle pasaban pelados asnos tirando de carretas sobrecargadas de cebollas, mujeres llevando tortas sobre la cabeza, funcionarios con sahariana, exhibiendo sus portafolios, jóvenes en téjanos, integristas barbudos con galabieh blanca. Bebiendo un café muy fuerte y de sabor infecto, Mark leyó un periódico cuya primera plana alababa la firmeza del gobierno frente al terrorismo islámico. ¿No seguía siendo Egipto el país más seguro de Oriente Medio?

Con el paso de los minutos, la muchedumbre se hizo cada vez más densa, como si la monstruosa ciudad se divirtiera viendo a sus presas correr en todas direcciones. En la plaza el-Tahrir, la «plaza de la Liberación», la estación de autobuses era, como de costumbre, teatro de un embotellamiento de autocares turísticos y atestados autobuses, de los que se colgaban racimos humanos. Sólo un cairota muy atento conocía su destino. En un ininterrumpido concierto de bocinazos y rechinar de neumáticos, taxis blancos y negros, destartalados coches y algunos Mercedes se abrían paso, lanzándose contra los peatones que arriesgaban su vida al cruzar. El metro construido por los franceses, a pesar de su éxito y su limpieza debida a una impresionante presencia policíaca, no había disminuido la intensidad del tráfico.

La plaza de la Liberación, donde intentaban sobrevivir un jardín y un espacio verde, debía su nombre a la destrucción de los cuarteles ingleses que ocupaban el lugar antes de la revolución de Nasser. El museo egipcio, el más rico del mundo en obras maestras de la época faraónica, había sobrevivido, a la espera de ser trasladado y agrandado. Pero los edificios de estilo soviético hacia los que se dirigían, cada día, miles de egipcios eran el mogamah, la ciudad administrativa donde trabajaba un ejército de funcionarios, poseedores de los sellos sin los que un documento no tenía valor alguno.

Las colas eran interminables, los funcionarios competentes se ausentaban, faltaban los documentos indispensables. El simple descubrimiento del despacho adecuado exigía una paciencia infinita, tanto más cuanto muchos expedientes se perdían o permanecían en estudio durante meses y meses, años incluso.

El americano entró en el edificio del mogamah a las seis. A pesar de los equipos de limpieza, el lugar seguía siendo gris y polvoriento. Delante de cada puerta, en cada esquina, un funcionario se encargaba de informar a los recién llegados. La mayoría daba indicaciones erróneas.

Puesto que los ascensores estaban averiados, Mark tomó la escalera de gastados peldaños; una marea humana subía, otra bajaba. Gracias al plano que Farag le había proporcionado, descubrió, en menos de veinte minutos, el reducto donde el secretario de un alto funcionario desaparecía tras varios montones de papeles escritos a mano. Con el rostro arrugado, los ojos dormidos, escribía un informe sobre la lentitud de su servicio, de la que sólo sus subordinados eran culpables.

El americano le saludó con deferencia y le entregó un mensaje para su superior, acompañado de veinte libras egipcias. Dada la escasez de los salarios, ningún expediente progresaba sin una contribución financiera. Considerando correcta la del solicitante, el funcionario abandonó su informe y prometió hacer lo máximo.

El mogamah era el lugar de El Cairo donde se producían más suicidios; caídos en las trampas de la administración, empantanados en unos retrasos que iban acumulándose, incapaces de comprender por qué el justificante admitido ayer era hoy rechazado, algunos se desmoronaban, como esos pequeños obreros ancianos y agotados que creían tener derecho a una miserable jubilación pero nunca podían obtener el famoso sello.

Según una ley que se remontaba a los tiempos de Nasser, cualquier diplomado de la Universidad tenía derecho a un puesto de funcionario; de este modo, las pletóricas filas de la administración egipcia iban hinchándose año tras año. Formaban contingentes malpagados, incompetentes, venales e insatisfechos; los funcionarios eran tan numerosos que muchos ni siquiera disponían de una silla y una mesa. Disfrutar de un despacho, aun minúsculo y destartalado, aun compartido con numerosos colegas, parecía un privilegio. Cada dos horas lo ocupaba un nuevo equipo; esta rotación permitía a todo el mundo trabajar, poco y mal, en mayor detrimento de la población.

Transcurrió una hora, Mark comenzó a preocuparse. Dentro de poco, un nuevo chupatintas se instalaría en el reducto del secretario, la carta de Farag se habría perdido y sería necesario repetir la gestión al día siguiente, partiendo de cero.

El hombre regresó, casi sonriente.

—Tiene usted suerte; el viceministro acepta recibirle. Siga al conserje de planta.

Mark puso algunos billetes en la mano de su guía, para que no le llevara a cualquier parte. Prudente precaución, pues el recorrido era tan complejo que el propio viceministro debía de extraviarse.

El despacho del alto funcionario era inmenso, casi lujoso, con tornasoladas alfombras, muebles ingleses de buena factura, una batería de teléfonos de distintos colores, dos televisores, vídeo, fax y ordenadores. Un hombre de talla media, apagado, de unos sesenta años de edad, vestido con un traje gris, dio la bienvenida a su huésped y le rogó que se sentara en un sillón, a respetuosa distancia. ¿De qué ministerio dependía y poseía realmente aquel título? Era inútil preocuparse. Ante la mera visión del local, se advertía su importancia.

—He oído hablar de usted, señor Walker; al parecer no es un ardiente defensor de nuestra gran presa.

—Mi posición es estrictamente científica, excelencia. Considero Egipto como mi auténtica patria, deseo su felicidad y la de sus habitantes; pero esta presa nos lleva a la ruina y a la desgracia.

—He aquí una posición clara. Sin embargo, mi amigo Farag le aprecia; supongo que comparte usted sus ideas.

—Su combate merece respeto.

El alto funcionario pulsó un timbre, un criado sirvió dos cafés sin azúcar.

—Le ha afectado un cruel luto.

—Mi prometida fue asesinada.

—Permítame que le presente mis condolencias.

—Le agradezco su solicitud.

—¿Qué espera de mí?

—El sustituto de Assuan afirma que los asesinos fueron terroristas fanáticos; pero según los rumores se trata de soldados de una unidad de élite.

El viceministro se puso las gafas de concha y miró sus manos unidas.

—Me ocupo de los problemas de seguridad, señor Walker, y puedo afirmar que los rumores se equivocan a menudo.

—Por eso he venido aquí a buscar la verdad, excelencia.

—Es algo que me honra, pero ¿quién tiene la verdad, si no Dios?

—A veces, el hombre recoge alguna parcela.

—¿Saberlo hará que resucite su prometida?

—Dejar impune ese crimen la mataría por segunda vez.

—¿Quién le habla de tal injusticia? La policía investiga, no lo dude.

—¿Quién mató a mi prometida?

El viceministro evitaba la mirada de Mark, clavando los ojos en el abrecartas, en un montón de expedientes o en el fax, del que brotaba un mensaje. Sonó el teléfono, descolgó y solicitó que no le molestaran durante diez minutos.

—Egipto vive un período difícil, durante el que conviene no azuzar el incendio que nos amenaza. Suponga que los medios de comunicación locales, coreados enseguida por los internacionales, revelan que unos islamistas se disfrazaron de soldados de élite para atacar un autobús de turistas y asesinar a sus ocupantes… ¿Imagina usted las consecuencias?

Así pues, Farag no se había equivocado.

—¿Tiene usted nombres, excelencia?

—No le sorprenderán: el Djihad, las Gamaat Islamiyya y los Hermanos musulmanes, asociados en el crimen, cada vez más peligrosos. Por ello, en las actuales circunstancias, nuestro deber es guardar silencio.

—Me refería a nombres precisos.

—No me pida demasiado, señor Walker; conoce ya la verdad que deseaba. Puesto que ama Egipto, aprenda a callar. Seguir investigando concierne a la policía; los asesinos serán detenidos y condenados.

El tono se había vuelto cortante y significaba que la entrevista había terminado. Mark dio las gracias al viceministro y le saludó.

En cuanto hubo salido del despacho, una puerta acolchada se abrió a espaldas del alto funcionario.

Entró un elegante personaje, que fumaba un Dunhill mentolado en una boquilla de oro.

—Excelente —dijo.

—Como puede comprobar, querido amigo, este americano no renunciará. ¿Debo seguir…?

—Estoy muy satisfecho de su cooperación; olvídelo.

Un fuerte viento soplaba en las calles de El Cairo, arrastrando la arena del desierto; durante algunas ráfagas, que superaban los cien kilómetros por hora, el cielo se ensombrecía, teñido de un rojo oscuro. «Otra consecuencia de la presa», pensó Mark; por lo general, este tipo de plaga sólo aparecía en primavera. La tempestad cubría los gritos de los mercaderes ambulantes: «Mis granos de uva son huevos de tórtola», grandes y de primera calidad pues, o: «Mis habas están cubiertas de rocío», es decir son muy frescas. Incluso los taxis reducían la marcha.

El americano no tuvo que recorrer una gran distancia para llegar a un señorial edificio, cercano a la plaza el-Tahrir. Allí vivían los oficiales superiores. Ante la puerta, una banqueta cuadrada, cubierta por un tejido verde y limpio; el bauab, el guardián, había abandonado su puesto.

Mark entró.

—¿Quién es usted?

La voz procedía de la izquierda; Mark se volvió y vio al bauab, tendido bajo la escalera.

—¡Ahmed! ¿Te da miedo el viento?

El guardián se incorporó, sin prisa. Tan viejo que no tenía ya edad, vestido con una galabieh marrón, con la cabeza cubierta por un turbante de un blanco inmaculado y el rostro recorrido por innumerables arrugas, dio un abrazo a Mark.

—La misericordia de Alá sea contigo, hermano.

—¿Sabes lo de Hélène?

—Lo sé.

Ahmed, el decano de los bauabs de El Cairo, no abandonaba nunca su banqueta y su hueco de escalera; recogía las confidencias, discutía, hacía pequeños favores y proporcionaba tantas informaciones preciosas que se había convertido en una verdadera institución. Bocinazos, gritos de vendedores, ruidos de motor, llamadas a la oración, nada turbaba su serenidad. La mayor parte del tiempo parecía dormir; en algunas circunstancias, fingía ser sordo. Rico, mantenía a tres mujeres y doce hijos; hubiera podido vivir junto a ellos una feliz jubilación pero, aunque cada día repetía que iba a dejar el trabajo, permanecía fiel a su edificio.

—Y sin embargo los periódicos no han divulgado el nombre de las víctimas.

—¿Qué sabríamos de la vida y de la muerte si nos limitáramos a los periódicos? Vayamos a sentamos; a mi edad es penoso permanecer de pie.

Se acomodaron en la banqueta interior, desde la que se veía, sin ser visto, la escalera, el ascensor y la puerta del edificio.

—¿Ibas a casarte, verdad?

La gruesa mano del bauab se posó en el hombro de Mark.

—Que Dios te ayude y calme tu pena.

—¿Qué se dice de los asesinos?

—Preferiría no hablar de ello.

—Según mi investigación, eran islamistas disfrazados de soldados de élite.

—Bal hecho mal tu investigación, pero déjalo.

—¿Por qué, Ahmed?

—El asunto huele mal, muy mal.

—Quiero vengar a Hélène.

—No tienes posibilidad alguna. Olvida la tragedia, la vida te sonreirá de nuevo.

—He dado mi palabra al Nilo.

—En ese caso, perecerás. Aunque soy viejo, deseo evitar una muerte violenta y quiero extinguirme dulcemente; por ello me vuelvo sordo cuando me llega alguna confidencia acerca de este embrollo. Haz caso de mi experiencia: mantente al margen.

—Imposible.

—Si persistes, no vengas más.

—Respetaré tu voluntad. Antes de separarme, dime al menos lo que sabes.

El bauab vaciló; Mark, tan obstinado como apasionado, no se marcharía sin haber quedado satisfecho.

—Los asesinos de tu prometida no eran islamistas disfrazados sino verdaderos soldados de élite.

—¿Quién les mandaba?

El bauab volvió a tenderse bajo la escalera.

Sentado en la parte trasera de un taxi negro y blanco, el hombre encendió un Dunhill mentolado. Vio a Mark saliendo del edificio que Ahmed vigilaba. Por el rostro desamparado y preocupado del occidental, comprobó satisfecho que su plan se desarrollaba como había previsto.