10

Mark había caminado hasta el anochecer, dejando que sus piernas le llevaran. En una calleja, se había saciado de albóndigas de habas y hierba frita, y había bebido un té ardiente. Indiferente al calor que anestesiaba a muchos cairotas, se había empecinado, siguiendo a lo largo del Nilo, en perseguir la fugaz imagen de Hélène, convenciéndose de que vivía todavía. Creyó, por un instante, que la pesadilla se disipaba, que la muchacha se ocultaba tras el sol, caminaba a su lado, cercana y amorosa. Pero sólo permanecían los bocinazos, el polvo, el olor dulce y pestilente al mismo tiempo de la enorme ciudad que devoraba el país y a sus habitantes.

La desesperación le abrasaba como el hielo; le corroía el alma, pero alimentaba una feroz voluntad de conocer la verdad y estrangular a quienes habían matado a Hélène. Gracias a Farag, les seguiría los pasos.

Antes de que cayera la noche, los altavoces aullaron la llamada a la oración; luego los colores del poniente borraron la fealdad de la ciudad e hicieron aparecer la belleza del río. Mark pensó en el texto de El Kadi el-Fadel, el primer autor árabe que había leído: «El Nilo hace brillar en tierra una luz ondeante; su corriente recorre los llanos repartiendo la abundancia, sembrando sus orillas de verdes llanuras y cubriendo las riberas de Egipto con sus beneficios. Al extenderse por el país, crea un firmamento cuyas estrellas son los pueblos».

Por culpa de la alta presa, este firmamento se quebraría sobre una tierra abrasada por los abonos que el río ya no fecundaba. Desamparados, los ancianos aguardaban en vano la subida de las aguas; los ciudadanos añoraban las fiestas de la crecida, la alianza entre el pueblo de Egipto y su río.

¿Tendría, sin Hélène, la fuerza necesaria para luchar contra el monstruo gigantesco, cuya forma evocaba el rito de un demonio, satisfecho de estrangular el Nilo? Era imposible, se decía, contemplar el río-dios sin percibir un perfume de eternidad; pero ¿no atestiguaban sus aguas, cada vez menos vivas, la ineluctable muerte del país de los faraones?

La circulación se intensificó; en los puentes y las riberas proliferaban los ociosos comisqueando, discutiendo y tomando el fresco. Mark había vuelto al barrio de Dokki, poblado de enormes edificios y rascacielos erigidos en uno de los terrenos más caros de la capital; iluminada, la torre de El Cairo, de ciento ochenta y cinco metros, quería parecerse a una flor de loto, pero los cairotas preferían considerarla un extraño falo, cuyo ascensor estaba a menudo averiado.

Una chiquilla que llevaba un vestido naranja le ofreció un collar de flores de jazmín. Hélène adoraba este perfume; lo compró y advirtió que se encontraba al pie de un edificio que conocía muy bien.

Tras horas de vagar en silencio, sintió deseos de hablar. Sin duda le cerrarían la puerta, pero probó suerte.

El edificio, que tenía unos diez años, comenzaba a degradarse; en El Cairo, el mantenimiento y la reparación eran puro milagro. Mark subió por la escalera hasta el tercer piso y llamó.

Ella abrió.

—¡Mark!

—Siempre tan hermosa, Safinaz. Permite que te ofrezca este collar de jazmín.

—Creía que habíamos roto definitivamente.

—Es cierto, pero…

—Entra, deprisa.

Una mujer sola recibiendo en su casa a un hombre que no era de la familia y que, por añadidura, es un infiel, podía buscarse graves problemas. Safinaz cerró la puerta sin ruido.

Mark la contempló; había aceptado el jazmín. La media melena acariciaba sus hombros, el rostro oval, ojos de cierva de un negro sublime, la nariz fina y recta, labios sensuales, era magnífica, tan hechicera como puede serlo una joven egipcia que se cuide. Los labios pintados de rosa y los pendientes de plata, en forma de papiro, añadían un toque de dulzura en un rostro altivo.

Safinaz había estudiado economía en Inglaterra y los Estados Unidos, donde tenía familia, luego había sido nombrada profesora en la universidad de El Cairo. Era la más joven enseñante de alto nivel y defendía con uñas y dientes su independencia; no haberse casado, a los veintiséis años, podía hacerle perder su puesto.

Mark la había conocido en un concierto en la ópera de El Cairo; entre ambos, la atracción había sido inmediata. Aquella misma noche se hicieron amantes, conscientes de que la aventura no tendría futuro. En cuanto Mark decidió casarse, se lo explicó sin rodeos; Safinaz había valorado su franqueza.

—¿Por qué esta inesperada visita? No creí volver a verte.

—Mi prometida ha muerto.

Safinaz permaneció impasible.

—¿Un accidente?

—Un asesinato.

—¿Aquí, en El Cairo?

—Unos terroristas, en la carretera entre Luxor y Asuán.

—¿Realmente la querías?

—La quería.

Ella se apartó, elegante y huraña.

—Si te molesto, me voy.

—¡Nadie puede compartir tu dolor!

—Sólo quiero hablar. De ella, de ti, de la presa.

—¿Prosigues tu insensato combate?

—Los ministros leen mis informes.

Ella se encogió de hombros.

—¿Y esperas que Egipto destruya el embalse?

—Pienso obtener la construcción de un canal de derivación para restablecer la crecida, al menos en parte.

—Eres un hombre del pasado.

—No importa, si es por el bien del país.

—Supongo que deseas beber algo.

—Antaño servías un excelente oporto.

Ella le ofreció un vintage que habría apreciado el más exigente de los británicos.

—¿Qué esperabas, al venir aquí?

—Verte.

Ella desapareció.

La fatiga cayó sobre Mark; con las piernas temblorosas, los músculos doloridos, se derrumbó en un sofá de cuero y cerró los ojos. En aquel cómodo salón, amueblado con gusto, disfrutaba su primer momento de relajación después del drama. Su espíritu voló por un imposible paraíso donde Hélène, de pie en la proa de una falúa, dejaba que sus cabellos flotaran al viento. Él la tomaba por el talle y la besaba en el cuello, embriagándose de sol.

Un rumor le arrancó de su sueño; abrió los ojos.

Apenas a dos metros, Safinaz acababa de quitarse el vestido. Desnuda, extendió por su pubis de azabache una pasta obtenida mezclando, a fuego lento, azúcar y zumo de limón. Con mano segura y gracia soberana, se depiló.

Mark nunca había asistido a un espectáculo tan erótico, donde el menor gesto azuzaba el deseo. Safinaz desnudaba su desnudez, ofrecía su intimidad secreta arrancándose los últimos vellos.

Mark se levantó.

—Espera —ordenó ella.

La muchacha se tiñó los pies con henna, la alheña de Egipto, cuyas hojas se pulverizaban para obtener un rojo anaranjado, y se maquilló cejas y pestañas con un bastoncillo mojado en khol, antimonio mezclado con plantas carbonizadas, que daba un negro profundo.

—Ahora estoy dulce y hermosa.

Hélène danzaba ante sus ojos, pero Safinaz le hechizaba; los ojos de ambas mujeres se superponían. Mark, ebrio, avanzó. Ella le tomó de la mano y le atrajo hacia sí. Aquél no era el perfume de Hélène; justo cuando él se separaba, ella le escupió a la cara y le empujó hacia atrás.

—¡Especie de cerdo! Estás de luto y querías joderme… ¿Te excitan todavía las árabes? Mírame bien, porque nunca más verás a una desnuda, ante ti, como una dócil esclava.

Mark se creyó víctima de una alucinación.

—Pero ¿qué te sucede, Safinaz?

—¿No lo has comprendido?

Se puso una larga túnica, que le llegaba a los tobillos, se cubrió la cabeza y el rostro con el neqab, un pesado velo que sólo dejaba dos rendijas para los ojos, y se puso unos guantes negros para no tener ningún contacto directo con el hombre.

—Por fin he comprendido que el islam es la solución —afirmó—. Desde que efectué mi primera peregrinación a La Meca, descubrí mi verdadera identidad, la de una musulmana. La ley coránica es perfecta, puesto que es un don de Alá. Querer reformarla es obra de los demonios y los derribaremos, uno tras otro, sean políticos, soldados o policías. Tenemos el libro de Dios, ¿por qué buscar en otra parte y cargarse con la democracia, el comunismo o el liberalismo? Sólo existe un poder: el de Alá. Nosotros, los fieles musulmanes, impondremos su ley en Egipto y en el mundo.

—¿Te has vuelto loca?

—¿Hablo como una loca? El islam es la solución, ésta es la verdad absoluta y definitiva.

—Utilizas palabras que no me gustan; ¿recuerdas que la «solución final» era el objetivo del nazismo?

—Tus discursos están caducados, mi pobre Mark; mañana reinará la charia, la ley coránica. Expulsaremos a los turistas y a los extranjeros, exterminaremos a los coptos, cerraremos los bancos impíos, prohibiremos el alcohol, restableceremos los castigos corporales y mantendremos el orden establecido por el Profeta. Si quieres sobrevivir, acude a la mezquita al-Azhar, con dos testigos, y proclama cinco veces: «Declaro que hay un solo Dios y Mahoma es su profeta». Tu nombre será inscrito en un registro, serás musulmán y entrarás en el camino de la redención.

—¿Aceptarás, como buena musulmana integrista, ser privada de tu profesión y recluida en una casa, para ocuparte de una retahíla de hijos? No olvides que la ley coránica exige la lapidación de la mujer infiel.

Ella sonrió, triunfante.

—Me caso pasado mañana, al caer la noche, en la ciudad de los muertos; ven a admirarme, si te atreves.