Quien sólo conociera de El Cairo la cornisa de la orilla derecha, su aspecto moderno y occidental, podría creer que la ciudad se dirigía resueltamente hacia el siglo XXI, con sus edificios, sus hoteles de lujo, sus ejes viarios de varios carriles en ambos sentidos, flanqueados por árboles. Allí se hallaban las sedes de varios ministerios, tras la expropiación de antiguas mansiones que habían albergado la dorada existencia de los extranjeros ricos.
Ante la blanca morada de Farag Mustakbel, un tamarisco en flor y dos policías de guardia. Industrial y periodista, musulmán convencido, luchaba con todo vigor contra los integristas y los fanáticos, a quienes acusaba de desnaturalizar el islam. Para Farag Mustakbel, su religión debía predicar la tolerancia: «La guerra santa» sólo podía ser una normal reacción de defensa de un país o un grupo amenazado por la desaparición, y no una doctrina guerrera aplicable al planeta entero. Editorial tras editorial, fustigaba a los fundamentalistas y se negaba a la instauración de una república islámica que hiciera reinar el terror como en Irán y en Sudán.
Su último artículo había hecho mucho ruido en las mezquitas; evocaba uno de los episodios de la conquista árabe de Egipto, cuando Omar se había apoderado de la biblioteca de Alejandría. ¿Qué hacer con aquellos miles de volúmenes? «Quemarlos», había respondido Omar. O bien decían lo mismo que el Corán, y eran inútiles; o bien decían lo contrario, y eran perjudiciales.
Mustakbel condenaba aquel islam; defendía un Egipto multicolor, donde se mezclaban musulmanes y coptos, por donde circulaban libremente turistas procedentes del mundo entero, donde una mujer velada y una mujer vestida a la occidental, se codeaban sin animosidad.
El americano mostró su documentación a los policías. Uno de ellos fue a avisar al criado de Farag Mustakbel, que introdujo al visitante en un salón amueblado a lo Luis XV, con imitaciones fabricadas en El Cairo, de abundantes dorados.
—Mark… ¡Qué alegría verte!
Mustakbel era de media estatura, corpulento, casi calvo y muy risueño; a sus cuarenta y siete años, manifestaba una formidable energía, comía mucho y dormía poco. Soltero, se consagraba a su empresa de obras públicas y a sus artículos. Unas gafas de gruesos cristales le devoraban buena parte del rostro.
Farag conocía a Mark desde su nacimiento; él le había hecho descubrir Egipto.
—Farag…
—¿Qué pasa? Pareces trastornado.
—Hélène ha muerto.
—No es cierto…
—Unos terroristas la mataron, la desfiguraron con un fusil ametrallador.
Mark cayó en brazos de Farag, y ambos lloraron. Cuando la crisis de llanto se hubo apaciguado, el egipcio llenó dos vasos de aguardiente de frambuesa que le había regalado un cliente francés. Bebieron en silencio, con la mirada clavada en sus zapatos.
—¿La policía te protege, Farag?
—Depende de los días; dicho de otro modo, es inútil. Nuestro gobierno se equivoca negociando con los integristas; su actitud es suicida. De momento, mi vida les parece preciosa… Pero ¿para qué molestarte con detalles en semejante momento?
—Sólo tú puedes ayudarme.
—¿De qué modo?
—Quiero identificar a los asesinos.
—No será fácil, pero reuniré el máximo de informaciones.
—Los que atacaron el autobús donde se hallaba Hélène tal vez no eran islamistas.
Farag frunció el entrecejo.
—¿Quiénes fueron, pues?
—Soldados de élite.
—¿De dónde has sacado esta hipótesis?
—Un rumor.
—Inverosímil, pero no hay humo sin fuego.
—¿Qué piensas?
—Los comandos egipcios que combatieron contra los rusos en Afganistán aprendieron esta artimaña; probablemente robaron uniformes. ¿Hay algo más tranquilizador para los turistas que los militares encargados de su protección?
—La prensa no ha dicho nada.
—Habló de una agresión integrista y de algunos turistas gravemente heridos, sin dar nombres. Por eso ignoraba lo de Hélène… Pero ningún periodista se atreverá a escribir que los terroristas tomaron la apariencia de fuerzas de seguridad. ¿Imaginas el pánico que tal información sembraría?
—Necesito una confirmación.
Farag reflexionó.
—La tendrás; mañana por la mañana irás a ver a uno de mis amigos capaz de informarte. Si mi hipótesis es cierta, obtendrás un comienzo de pista. Redactaré una carta de presentación.
—Iré hasta el final.
—Te conozco; ¿y si te pidiera que me ayudaras?
—Sabes de antemano mi respuesta.
El industrial se levantó y miró por la ventana.
—Los islamistas intentan apoderarse de la edición y la prensa; practican ya una creciente censura prohibiendo las publicaciones que les molestan, pero esperan mucho más. Y pensar que nuestro premio Nobel de literatura. Naguib Mahfuz, que escapó, a sus ochenta y dos años, a un innoble atentado integrista, se atreve a escribir que «la corriente islamista es la única que tiene principios e ideas aplicables». Corremos hacia el abismo por culpa de intelectuales y teóricos. Ciego, incompetente y corrupto, el Estado ha permitido que los integristas se ocupen de la vida cotidiana de la gente y la convenzan de que la aplicación de la ley coránica aliviaría su miseria. Ingenieros, físicos, dentistas, farmacéuticos y abogados están hoy controlados por los Hermanos musulmanes y sus aliados. Repiten sin cesar la misma fórmula: «El islam es la solución». ¡Qué locura! Pero los extremistas se han infiltrado en partidos políticos, asociaciones educativas, organismos de salud y movimientos caritativos. Ofrecen a los jóvenes ropas y libros de propaganda; predicando la separación absoluta de los sexos, rechazan la contracepción, un veneno procedente de Occidente para debilitar el islam. Un nacimiento cada veinticinco segundos, ¡ésa es la epidemia que matará Egipto! Debido a la inflación demográfica, ninguna política económica podrá poner fin a la miseria y el paro. Y el salario de los funcionarios absorbe, por sí solo, un quinto del presupuesto nacional, ¡mientras la administración sigue siendo ineficaz! Tengo miedo, Mark; temo por mi país.
—Te olvidas de la presa.
Farag Mustakbel sonrió.
—¿Su amenaza es más lejana, no te parece?
—Pero muy inquietante también.
—Tranquilízate, he transmitido tus informes a los ministerios competentes, y me aseguro de que no se olviden. Antes de obtener la excavación de un canal de derivación, tendremos que recorrer un largo camino.
—La ayuda de Hélène habría podido ser decisiva.
—Sigue combatiendo, por ella.
—¿No habías hablado de hacerte un favor?
—La situación es más grave de lo que imaginan la mayoría de egipcios y los observadores extranjeros. La palanca del poder, claro, es el dinero; aunque se presenten como los grandes enemigos de la corrupción, los islamistas controlan numerosos bancos y cajas de ahorro clandestinos donde se amontonan considerables capitales. Si no consigo demostrar que los extremistas son, a la vez, corruptos y corruptores, tal vez su influencia disminuya, el pueblo despierte. Un técnico puede ayudarme, un especialista en finanzas procedente de los Estados Unidos; me gustaría que fueras a buscarlo al aeropuerto. Mi rostro comienza a ser en exceso conocido.
—De acuerdo.
Mark tenía grandes dificultades para concentrarse; el rostro de Hélène danzaba ante sus ojos. El mismo sufrimiento que en la muerte de sus padres, pero más intenso, más desgarrador, a causa del sentimiento de rebeldía contra unos cobardes que no habían vacilado en matar a una mujer desarmada, la mujer a la que amaba. Cada segundo fortalecía su deseo de venganza; el tiempo, en vez de atenuarlo, lo reforzaría.
—Deberías tomar un calmante y dormir aquí.
—Prefiero caminar al azar, intentar adormecerme. Las calles de El Cairo serán la mejor droga.