El avión procedente de Luxor aterrizó en El Cairo con una hora y diez minutos de retraso. Mark, agotado, había dormitado durante el trayecto. A la salida del aeropuerto, un espectáculo increíble: miles de fieles habían invadido la calzada, cubierta de alfombras más o menos raídas, y hacían su oración de cara a La Meca. Los bustos se doblaban cadenciosamente, la frente tocaba el suelo y una marea de posaderas, cubiertas por pantalones o galabiehs, se ofrecían a los rayos del ardiente sol de las once de la mañana.
Viernes, el día en que cada musulmán tenía que honrar a Alá de modo ostensible… Preso de su pesadumbre y sus interrogantes, Mark lo había olvidado. Aunque el dinero saudí hubiera permitido construir en Egipto cuarenta mil mezquitas en diez años, la población carecía aún de lugares santos y tenía que ocupar la calle. A la hora de la plegaria era imposible circular, quienes no habían podido entrar en una mezquita, se reunían a su alrededor.
En El Cairo se veían cada vez más mujeres veladas; ¿cuánto tiempo iban a aceptar la presencia de muchachas indecentes, de rostro y piernas desnudas, que se atrevían a lucir falda corta? Los estudiantes eran los más fanáticos; pronto ninguna de sus compañeras sería autorizada a entrar en un local universitario sin el atavío impuesto por la ley coránica. ¿Quién recordaba la advertencia del abogado Kasim Amin, muerto en 1908: «Para la mujer, el velo es la forma más vil de esclavitud»? Mark rodeó una multitud de fieles y buscó el taxi que había pedido por teléfono; Naguib Ghali no le fallaba nunca cuando estaba en El Cairo. Pero con esa muchedumbre… Cuando la oración terminaba, un hombre levantó la mano y la agitó. ¡Naguib! Mark se abrió paso hasta el Peugeot Break de seis plazas, mantenido con gran cuidado. Alrededor del volante, fieltro rojo; en los asientos, moleskine; colgado del retrovisor, un pisapapeles de oro procedente del pillaje del palacio de Kubbeh, perteneciente a Faruk.
El americano subió delante; ambos hombres se saludaron.
—¿Cómo estás, Naguib?
—Mi quinto hijo tiene el sarampión y el hospital me niega un aumento. Salvo por eso, todo va bien.
Con cuarenta y cinco años de edad, robusto y rechoncho, Naguib Ghali tenía ya cabellos blancos. Como médico, ganaba sólo sesenta libras al mes y no podía cubrir las necesidades de su familia; trabajaba pues, a media jornada, como taxista. Por la noche, ganaba tres veces más que en el hospital. Unas pequeñas gafas redondas daban a Naguib un aire serio; como conocía muy bien El Cairo, los clientes acomodados no faltaban.
—Tienes los rasgos descompuestos, Mark.
—¿Has oído hablar del atentado contra un autobús de turistas, entre Luxor y Asuán?
—Una nueva jugada de los integristas.
—Mi prometida está entre las víctimas.
Naguib Ghali se detuvo junto a una acera destrozada. Incrédulo, contempló a su amigo de la infancia.
—¡Querías casarte!
—Hélène era una mujer extraordinaria.
—Para seducirte, una cualquiera no bastaba. ¡Y si la amabas!
—Habríamos sido felices.
—Cómo decirte…
—Quiero vengarla, Naguib.
—No será fácil, pero te comprendo. En tu lugar, haría lo mismo.
—¿Querrás ayudarme?
—Si sé el menor detalle, te lo diré enseguida. ¿Adónde quieres ir?
—A la cornisa; quiero ver a un amigo influyente.
—¿Puedo pasar primero por casa? Tengo que dejar un paquete.
—Claro.
—¿Sabes de qué me libré cuando era joven? ¡Tres años de servicio militar! Un error administrativo. El tiempo de demostrarlo, y me pudría ya en un cuartel. Afortunadamente, los que saben el Corán de memoria se libran, porque les consideran poseedores de títulos universitarios. Hice valer mi título de médico y conseguí recitar bien parte de la primera azora. El examinador me liberó; Alá me protegió.
El taxi se sumió en una circulación demente cuyas reglas sólo los cairotas conocían: semáforos decorativos, direcciones únicas facultativas, policías de inoperantes silbatos, permanentes justas entre vehículos y peatones. Auto-puentes y cinturones colgantes no conseguían desatascar la capital que, cada año, tenía un quince por ciento más de coches, cuyas bocinas funcionaban día y noche. Nadie se quejaba pues sólo en El Cairo había posible supervivencia para quien quería abrirse paso; de las administraciones de grandes empresas a las distracciones, todo estaba en El Cairo y casi nada en otra parte. La gigantesca ciudad, de doce millones de habitantes por lo menos, atraía a los provincianos como un imán. Insaciable, la gran El Cairo se extendía sin cesar, devorando cada día preciosas tierras cultivables para transformarlas en siniestros arrabales.
El taxi penetró en una calleja donde peatones, asnos, una bandada de ocas y un camello disputaban el espacio a los coches apretados unos contra otros; un quiosco de periódicos, vendedores de cigarrillos y transistores, mercaderes de legumbres y tortas ocupaban las aceras. Fuertes olores, en los que se mezclaban polvo, esencia, especias, fritada, orines, agua de rosa y jazmín, agredían las narices; el fuel, con un alto tenor de azufre, utilizado por millones de automóviles, contribuía a hacer de El Cairo una de las ciudades más contaminadas del mundo. Nueve de cada diez vehículos producían una considerable tasa de monóxido de carbono, al que se añadían las emisiones de ácidos sulfúrico y nítrico, y los humos no filtrados de las fábricas de productos químicos. Una nube nociva cubría permanentemente la ciudad; cada mes, un centenar de toneladas de plomo, silicio y azufre pululaba por cada kilómetro cuadrado de la inmensa aglomeración, presa de enfermedades respiratorias y alergias.
¿Qué quedaba del sueño inglés, de sus mansiones particulares, de los céspedes bien regados, de sus calesas y asnos numerados, de sus agentes con el uniforme más elegante que en Europa, de su tentativa de domesticar Oriente e instaurar en él el más exquisito arte de vivir? La moderna El Cairo había prevalecido definitivamente, oxidando los balcones de hierro forjado y corroyendo las más bellas mansiones hasta convertirlas en cuchitriles.
Naguib Ghali se detuvo en una calle piojosa del barrio Bassatin, donde la mayoría de casas carecían de agua y electricidad; en dos habitaciones se alojaban su mujer y sus siete hijos. El apartamento caía a pedazos. Debido a las leyes promulgadas por Nasser, los propietarios no podían aumentar el alquiler, fijado para siempre; de modo que se negaban a encargarse de aquellos bienes estériles y tampoco los propios inquilinos hacían reparación alguna.
Mark advertía, en cada nuevo viaje, que El Cairo se derrumbaba. ¿Cómo «la triunfante», como la habían denominado los conquistadores árabes, podía resistir una población que se había doblado en veinte años y no dejaba de crecer a un ritmo demencial? Cada año, cuatro veces más nacimientos, unos cuatrocientos mil, que muertes, sin mencionar la continua llegada de campesinos, que iban a la capital a buscar una existencia más fácil. A fin de siglo, veinte millones de cairotas y setenta y cinco millones de egipcios se amontonarían en un territorio comparable al de los Países Bajos, poblado por quince millones de habitantes. En el barrio de Bab el-Sharia había ya ciento veintisiete mil habitantes por kilómetro cuadrado.
Destartaladas, «las casas de la muerte cierta» se derrumbaban, la red de alcantarillado agonizaba, los hilos eléctricos se pudrían e incluso los edificios modernos se hundían pues sus cimientos, previstos para cuatro pisos, no podían soportar una elevación de cinco pisos más, realizada sin permiso.
Mark sufrió un vértigo; Naguib lo advirtió.
—¿Te encuentras mal?
—No es nada.
—¿Cuánto tiempo hace que no has comido?
—Lo ignoro.
—No te muevas de aquí; dejo el paquete y vuelvo.
El taxista ofreció a su pasajero una torta con habas calientes y cebolla cocida.
—Si alimentas a tus clientes, el precio de la carrera se doblará.
—Come y calla.
A consecuencias del reciente temblor de tierra, algunas calles habían sido clausuradas y lo seguirían estando hasta que un decreto administrativo, debidamente firmado por unos responsables imposibles de encontrar, volviera a abrirlas a la circulación. Una de las barreras, custodiada por un policía, no detuvo a Naguib; estrechó la mano del centinela, le pidió que levantara la barrera y tomó uno de sus atajos favoritos.
—¿Ves este montón de escombros, Mark? Tiene unos treinta años, pero proporcionó bastante dinero a mis colegas. Explicaban a los turistas que el terremoto había comenzado aquí y que se podían escuchar las peticiones de auxilio de las personas enterradas; a cambio de una buena suma, aquellos tontainas sólo tenían derecho a unos pocos minutos de espectáculo, pues la policía prohibía la presencia en este lugar, debido a los riesgos de derrumbamiento.
De cincuenta mil altavoces brotó, de pronto, una voz estentórea y agresiva; sorprendido, Naguib soltó el volante, esquivó por los pelos a una mujer velada con un cesto de dátiles en la cabeza.
—No es la hora de la plegaria —se extrañó.
Cinco veces al día, una abominable cacofonía invadía El Cairo, cubriendo el ruido de los motores y las bocinas. La modernidad había relegado al olvido la melodiosa voz de los muecines, sustituida por grabaciones puestas a todo volumen. ¿Qué dictador podía soñar en un mejor adoctrinamiento cotidiano de las masas? Existía incluso una emisora de radio que difundía sin interrupción la lectura del Corán.
Mark aguzó el oído; el orador estaba muy excitado.
—No necesitamos hospitales —aullaba—, no necesitamos médicos, no necesitamos medicamentos porque estamos en el depósito, entre los muertos, porque un régimen impío nos impide aplicar la ley coránica. ¡Rebelémonos!
Naguib Ghali comprobó que un ejemplar del Corán era bien visible en la bandeja trasera del coche.
—¿Quién es ese tipo? —preguntó Mark.
—Un veterano del Afganistán, un tal Kabul. Desde hace una semana, suelta este tipo de mensaje a cualquier hora del día. Como las mezquitas lo toleran, la policía no interviene.
La voz de Kabul se inflamó.
—¡Qué el islam combata los ídolos! Cuando el verdadero islam llegue al poder, por la voluntad de Alá omnipotente y misericordioso, destruiremos los más horribles, la gran esfinge de Gizeh, esa diabólica criatura que atrae a los infieles.
Luego se hizo el silencio, brutal y pesado.
—El pueblo no está de acuerdo con esta gente —declaró Naguib—, pero tiene miedo. Son capaces de todo. Mira, tu prometida… No les ataques, son demasiado poderosos.
—He jurado que la vengaría. Si me niegas tu ayuda, lo comprenderé; no tienes las mismas razones que yo para correr riesgos.
—Te llevaré adonde quieras. Puesto que mis oídos están por todas partes, te serán útiles.
—No olvides que eres padre de siete hijos.
Unos veinte metros delante de ellos, un escaparate voló hecho pedazos. Armados con barras de hierro, los integristas castigaban a los comerciantes que habían olvidado cerrar sus tiendas durante el breve discurso de Kabul.
Naguib puso marcha atrás y aceleró a fondo; chocó con una carreta, derribó a un muchacho que no se apartó con rapidez, pero no redujo su marcha. El comando atacaba a un ropavejero, culpable de exponer faldas indecentes, robadas a las turistas.
Como un conductor de rally, Naguib dio media vuelta y corrió en línea recta sin preocuparse por los obstáculos. Durante cinco minutos, no aflojó los dientes. En cuanto vio que la gente caminaba de modo normal y contemplaba los escaparates, se relajó.
—Hemos tenido suerte; esos tipos van drogados. Nos habrían apaleado. Casi hemos llegado; llámame a casa, al hospital o a alguno de los cafés donde descanso. Es fácil encontrarme.
Antes de bajar, Mark palmeó la mano abierta de su amigo. La cornisa, barrio elegante de El Cairo, gozaba de una hermosa tranquilidad.