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Llovía en Aquisgrán.

Helados, los turistas se refugiaban en los cafés de la ciudad vieja para beber café y cerveza; la primavera había sido horrible, el verano comenzaba mal, pero Alemania, a pesar de la crisis económica, se preparaba para convertirse en cabecera de Europa. El futuro Sacro Imperio romano germánico volvía a tomar forma, aunque un banquero sustituyera al emperador.

A Mohamed Bokar le gustaban los banqueros alemanes. La mayoría de los financieros estaban convencidos de que los países árabes se convertirían, antes o después, en repúblicas islámicas y de que era necesario alentar a los líderes de su temple para que derribaran los regímenes corruptos.

Apodado «el emir afgano», Mohamed Bokar era el jefe oculto de los islamistas egipcios. De cincuenta y cinco años, alto, algo encorvado, de nariz prominente, frente baja, labios delgados, manos finas y voz ronca, había realizado estudios de sociología en Londres, París y Nueva York. Marxista convencido, había combatido en Afganistán contra los rusos; allí había descubierto las virtudes del fundamentalismo musulmán y aprendido el manejo de explosivos.

El sótano de la mezquita Bilal albergaba un centro de estudios islámicos, tolerado por las autoridades alemanas. Mohamed Bokar se disponía a vivir su hora de gloria. Por fin, tras tantos años de lucha, dispondría de los medios de acción que siempre le habían faltado. Sin embargo, quedaba un delicado obstáculo para franquear: una reunión secreta con sus hermanos, en la que tendría que imponer definitivamente su punto de vista. Nervioso, recorría la sala climatizada, cuyos únicos ornamentos eran versículos del Corán llamando a la guerra santa y un retrato del ayatollah Jomeini.

Junto a la puerta, Kabul, un «afgano» también, el fiel compañero de Mohamed Bokar. Bajo, gordo, barbudo, con cabeza de huevo, nacido en un miserable barrio de El Cairo, obedecía al pie de la letra las órdenes de su dueño, al que consideraba un gran imán, un auténtico jefe espiritual ninguna de cuyas órdenes debía ser discutida. Por muy inculto que fuera, a Kabul no le faltaban dones para las finanzas; llevaba pues las cuentas de la célula revolucionaria dirigida por Bokar. Además, a Kabul le gustaba matar; el desencadenamiento de la violencia ejercía sobre él una fascinación de la que no se saciaba. A Bokar no le había costado en absoluto convencerle de que la felicidad del pueblo pasaba por la destrucción física de sus adversarios.

Bokar y Kabul habían sido el origen de la mayoría de los atentados cometidos en Egipto contra el ejército, la policía, los coptos y los turistas, participando de modo directo en ellos o encargándolos. Bokar se mantenía en la sombra, Kabul actuaba. El primero era frío y distante al igual que el segundo apasionado y escandaloso; formaban una pareja perfecta, se protegían el uno al otro.

Mohamed Bokar miró su reloj; los hermanos se retrasaban. ¿Vendrían o anularían la cita en el último momento, por órdenes recibidas de Damasco o de Teherán? Bokar se sintió aliviado cuando el representante de las Gamaat Islamiyya, las «asociaciones islámicas» de Egipto, cruzó la puerta. Ambos hombres se dieron un largo abrazo. Las Gamaat, que reunían a gran número de estudiantes, habían nacido en los años setenta para luchar contra el marxismo y los nasseristas; pero la paz pactada en 1978 con Israel había modificado la orientación del movimiento, comprometido ahora en el camino de la islamización radical de la sociedad egipcia. Al representante de las Gamaat le siguió el de El Djihad, «la guerra santa», amigo y confidente del célebre jeque ciego Omar Abder Rahman, exiliado en Nueva York desde 1990; el santo hombre había ordenado el asesinato de Sadat y era considerado por algunos investigadores americanos como el «cerebro» del criminal atentado contra el World Trade Center. Adversario declarado del turismo en Egipto, al considerarlo «un pecado indiscutible y una grave ofensa», el jeque había obtenido un visado para los Estados Unidos mientras se hallaba con los integristas sudaneses. «Error administrativo», según la embajada americana. Convertido en el tierno esposo de una negra islámica americana, mandaba desde Nueva York grabaciones que exigían la destrucción del impío régimen de El Cairo. Encarcelado por algún tiempo, proclamaba su inocencia y pasaba por ser un mártir. Como explicaba su confidente, «el jeque Omar no se ha refugiado en un país árabe, pues son capaces de todas las cobardías. Entre los cristianos, estamos seguros de que no tendrá problemas».

Las Gamaat Islamiyya y El Djihad luchaban codo con codo, en perfecta armonía. Hacía tiempo ya que habían superado la vieja asociación de los Hermanos musulmanes, cuyo delegado cayó sin embargo en sus manos, tras haber jurado que su movimiento, aun afirmando lo contrario, estaba dispuesto a comprometerse en la lucha armada. En la hora de la gran reconciliación y de la unidad revolucionaria, todo el mundo debía mostrar su buena voluntad.

Los representantes de Irán y Sudán llegaron juntos y felicitaron a Mohamed Bokar. Por su parte, el emisario de la milicia del Hezbollah, que se entrenaba en el Líbano en compañía de los palestinos extremistas, alabó el coraje y la competencia del oculto jefe de la revolución egipcia.

Éste último no podía soñar en una atmósfera mejor ni en más cordiales alientos; pero faltaba el invitado principal, el verdaderamente decisivo.

Se sentaron no obstante alrededor de la mesa; se sirvieron bebidas, whisky y coñac. Hacía frío y la regla de la ley islámica que prohibía el consumo de alcohol se aplicaba, sobre todo, al pueblo ignorante.

Cuando las discusiones estaban en su apogeo, apareció por fin el negociador procedente de Arabia Saudita, vistiendo una chilaba blanca, con la cabeza cubierta por un turbante a la antigua. Kabul, con deferencia, registró como a los demás al hombre que poseía la llave de la financiación de la acción terrorista. Gran aliado de los Estados Unidos, Arabia Saudita no condenaba los atentados en nombre del islam y se había negado a firmar, en compañía de Marruecos, Túnez y Argelia, un proyecto de sanción moral contra los Estados que apoyaban el terrorismo. Los saudíes, cuyo país era uno de los más sectarios e intolerantes del planeta, conseguían pasar por inofensivos moderados para los occidentales, cuya ingenuidad les hacía sonreír.

El diplomático se sentó con lentitud y pidió un «zumo de naranja», denominación en código de un abundante bourbon.

—Me complace ver a tantos hermanos comprometidos con la grandeza del islam; juntos, por la gracia de Alá omnipotente y misericordioso, construiremos un mundo mejor.

Arabia Saudita, cuyo renombre se había apagado un poco por el apoyo prestado a los infieles durante la guerra del Golfo, quería devolver el brillo a sus blasones ante los fundamentalistas.

En Afganistán, Mohamed Bokar había perdido la afición por el parloteo diplomático y los discursos alambicados; fue derecho al grano.

—En la segunda azora del Corán, está escrito: Combatid en el camino de Alá a quienes os combaten, matadles. Ésta es la «recompensa» de los infieles.

Los participantes en la reunión asintieron con la cabeza.

—Sed conscientes de que el mundo está dividido en dos: Dar al-Islam, la casa del islam, por un lado; Dar al-Harb, la casa de la guerra, por el otro; es decir los territorios infieles que deben convertirse, de grado o por fuerza. La guerra santa tiene que extenderse a toda la humanidad: ésta es la voluntad del Profeta, ésta es nuestra misión.

—Procuramos hacerlo —observó el iraní—. Mirad Europa: hoy está convirtiéndose en tierra del islam. ¿No estamos reunidos en Alemania? Cada día, en Francia, en Inglaterra y en otros países, son más numerosas las conversiones. Ganaremos este continente por la persuasión, la infiltración y el propio juego de la democracia. Los intelectuales nos serán de gran ayuda; gracias a una buena utilización de los derechos del hombre y de los medios de comunicación, a la larga ganaremos, sin combatir. Convertiremos las iglesias en mezquitas.

—No ocurre en todas partes así —objetó Mohamed Bokar—; en tiempos de sus más hermosas conquistas, el islam no se limitó a la paciencia y siempre atacó primero. Nuestros padres exterminaron a los cristianos, los zoroastrianos y los mazdeanos, nos apoderamos de gran cantidad de tierras para verter en ellas la verdadera fe. Hay que imponer la ley coránica en todas partes y reunir la umma, la comunidad de los creyentes.

—Sin olvidar Egipto —precisó el iraní.

—El presidente y sus ministros son impíos; el pueblo les odia. Egipto está listo para convertirse en una república islámica de la que estaremos orgullosos. ¡Mis amigos y yo somos la vanguardia de la conquista!

—¿Qué os falta para lograrlo? —preguntó el diplomático saudí.

—Dinero. Tengo que financiar nuestra acción, comprar armas y apaciguar a algunos militares demasiado inquietos.

La voz ronca de Mohamed Bokar había hablado en un perfecto silencio; las miradas se clavaron en el saudí.

Éste bebió un trago de «zumo de naranja» y dejó el vaso con delicadeza.

—El terreno internacional es un laberinto en el que muchos se extravían; por eso es necesario moverse en él con prudencia. Por lo que se refiere a la transformación de Egipto, debemos obtener la conformidad, tácita al menos, de nuestros amigos americanos. La partida no está ganada por completo, pero tengo esperanzas. Desde el punto de vista del islam, en cambio, la situación es más clara. Los proyectos de nuestro amado hermano Mohamed nos satisfacen; nos mostraremos pues generosos y le concederemos nuestra confianza.

Mientras Mohamed permanecía impasible, con una delgada sonrisa en los labios, Kabul palmeó gritando: «¡Alá es grande!».

—Dirigiremos la acción desde Sudán —anunció el jefe terrorista.

—¿No está permanentemente vigilada la frontera con Egipto? —preguntó el iraní.

—No es un problema.

El sudanés estaba encantado. De su arruinado país, presa del hambre y de la miseria, partiría la cruzada islámica que devolvería Egipto, el odiado vecino, al regazo del dios exterminador.